Los años en el seminario

Desde 1918 hasta 1925, año de su ordenación sacerdotal, San Josemaría se preparó a recibir las sagradas órdenes. De esos años se conservan testimonios de sus compañeros seminaristas.

Desde octubre de 1918 fue alumno externo del Seminario. Además, estudiaba en casa con un profesor particular, Manuel Sanmartín. En el curso 1919–1920 terminó primero en Teología. Obtuvo la calificación de meritissimus en todas las asignaturas, menos en una, en la que fue benemeritus.
Un condiscípulo, don Manuel Calderón, declara que era buen estudiante, y mostraba tener una gran cultura general: “pulcro, elegante, de finos modales, parecía que venía de casa principal”. Otro compañero, don Amadeo Blanco, recuerda con precisión su chaqueta azul, con cuello alto y lazo; sin embargo, lo que más le llamaba la atención era su sonrisa, su carácter agradable, amable, risueño. Algo semejante apreció don Máximo Rubio: era bien educado, cuidadoso en el vestir y cuidadoso en los modales al tratar a los demás; buen estudiante, serio, aunque –a su juicio– con un carácter más bien reservado: “hablaba lo justo y era muy observador y piadoso”. Sin embargo, don Pedro Baldomero Larios –hijo de un encuadernador muy amigo del padre de Josemaría– lo veía “simpático, comunicativo, alegre y muy agradable. A mí me impresionaba mucho, porque le consideraba como de gran talento”.
Don Pedro Baldomero Larios era alumno externo del Seminario, de cursos inferiores a don Máximo y a don José María Millán, ya fallecido, que, al parecer, fue en aquellos años el más amigo del futuro Fundador del Opus Dei. Su vida discurría entre la familia y las clases, y poco más. Se reunían de vez en cuando en casa de los Larios, o de los Escrivá o en la de los Rubio. En ocasiones paseaban hacia Lardero –entonces les parecía camino lejano–, o iban al río a coger cangrejos.
Larios –quizá por ser más joven– no aporta nada digno de especial mención en cuanto a la vida de piedad: “solíamos ir diariamente –aunque éramos externos– a Misa al Seminario. Después íbamos a desayunar a nuestras casas y luego a clase”. Es Máximo Rubio quien corrobora que Josemaría, durante una temporada, acudió mucho y pasó ratos largos en el convento de los Carmelitas. Máximo Rubio alude también a la inquietud apostólica de Josemaría: en las conversaciones que tenían al salir de las clases, les hacía pensar en la labor que se podría realizar con los alumnos del Instituto, y les manifestaba su pena por la falta de espíritu cristiano que se notaba en aquella juventud.
En el Seminario había una catequesis, muy numerosa, que llevaban los internos. No parece que los alumnos externos ayudasen mucho en el catecismo, porque a don Amadeo Blanco –interno– se le quedó grabada la presencia de Josemaría: todos los domingos, sin tener obligación, iba allí –la catequesis se hacía en la propia iglesia del Seminario–, y se ponía a disposición “para lo que le mandasen”.
Josemaría estuvo poco tiempo como alumno externo del Seminario de Logroño. Pronto, en septiembre de 1920, se trasladó a Zaragoza, para seguir los estudios de Teología en la Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio.

Pasó el tiempo, y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os entristecerían. Eran hachazos de Dios Nuestro Señor, con el fin de preparar –de ese árbol– la viga que iba a servir, a pesar de su debilidad, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder plenamente a la bondad de Dios, esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana intensidad... Fueron los años de Zaragoza.
Josemaría comenzó en esta ciudad una vida muy diferente de la que había llevado hasta entonces, y que transcurriría entre el Seminario de San Carlos y la Universidad Pontificia de San Palero y San Braulio.
La Universidad Pontificia estaba en la plaza de la Seo, junto al Palacio Arzobispal. Allí se podían obtener la Licenciatura y el Doctorado en Filosofía, en Teología y en Derecho Canónico. Los seminaristas iban a clase a esta Universidad Pontificia, mientras que el resto de la formación sacerdotal –estudio, piedad, disciplina– la recibían en los Seminarios en que se alojaban.
A finales de septiembre de 1920, Josemaría se incorporó al Seminario de San Francisco de Paula, que ocupaba un par de plantas en el edificio del Seminario Sacerdotal de San Carlos, pero tenía oratorio y comedor independientes. Los seminaristas vestían una túnica negra, sin mangas, y llevaban beca roja con escudo metálico: un sol y la palabra charitas. Desde San Carlos iban por el Coso a clase hasta la plaza de la Seo en dos filas, acompañados por un inspector. Antes de desayunar, hacían en San Carlos media hora dé meditación y asistían a la Santa Misa. Al acabar las clases –ordinariamente tres– volvían al Seminario para la comida. Y por la tarde, de nuevo a la Universidad. Cuando regresaban, tenían recreo, estudio y rosario; cenaban y, antes de acostarse, rezaban unas preces y recibían una breve plática, con los puntos para la meditación del día siguiente. Los jueves por la tarde iban de paseo, en filas, por lugares poco frecuentados, o por el campo. Los domingos podían salir los que tenían parientes en Zaragoza.

Una de las razones por las que Josemaría se trasladó desde Logroño fue la de poder estudiar también la carrera de Derecho, en la Universidad de Zaragoza. Como hemos visto poco antes, así lo comentaba su padre en Fonz durante el verano de 1919. Mientras Josemaría esperaba ver con claridad lo que Dios quería de él, pensaba que estaría en lo humano mejor dispuesto para cumplir la voluntad divina si tenía también un título civil. Don José, por su parte, le aconsejaba que hiciera la carrera de Derecho, a pesar de los sacrificios económicos que suponía el traslado del hijo.
En Zaragoza vivían varios parientes próximos y amigos íntimos de la familia. Entre ellos estaba un tío suyo, don Carlos Albás, que era Canónigo Arcediano en la Seo. Amigos de Josemaría de aquella época hacen notar, sin embargo, que las relaciones entre don Carlos y la familia del sobrino no fueron especialmente continuas, no por causa de los Escrivá. Al parecer, el Arcediano de la Seo no apreciaba mucho a su cuñado, al que venía a acusar de ser responsable de su revés económico: “Era una tremenda injusticia –observa un testigo de aquella época, refiriéndose a la postura intransigente del Canónigo hacia el padre de Josemaría– no darse cuenta de la recta y honrada actuación que tuvo aquel hombre durante toda su vida, hasta el extremo de liquidar su negocio, pensando más en su limpia conciencia cristiana que en los intereses personales materiales”. Lo cierto es que don Carlos no fue a Logroño, en 1924, cuando murió don José, ni asistió luego a la primera Misa de Josemaría, en 1925.
No era fácil para Josemaría la vida en el Seminario. Debió ser dura su incorporación a aquella casa de San Carlos, pues había estado hasta entonces apartado de los cauces normales de la formación eclesiástica. El ambiente del Instituto o del Colegio de San Antonio en Logroño era muy distinto al que encontraba ahora entre los seminaristas de Zaragoza.
Un compañero de estudios en aquel Seminario, hoy notario en una ciudad española, ha descrito en términos precisos el clima que allí se respiraba. No lo hubiera hecho, si no se le hubiera preguntado expresamente. Y al volver sobre aquellos años, le duele pensar que se puedan interpretar mal sus palabras. Sólo quiere –notario es– remitirse a los hechos, muy justificables y razonables, con la conciencia clara que del Seminario salían hombres muy santos.

Buena parte de los alumnos llegaban a San Carlos con las tradicionales virtudes de los ambientes rurales aragoneses, pero también con algunos defectos notorios en aquella época: cultura demasiado elemental, cierto desprecio de las formas por una sinceridad mal entendida, descuido en el aseo personal, etc. Las virtudes cristianas suplían mucho. De hecho, el Fundador del Opus Dei, siempre que aludió a sus tiempos en el Seminario, expresaba que de y deseos de servir a la Iglesia sus compañeros no recordaba más que virtudes.

Desde el primer momento, algunos no entendieron el porte, el talante y los modales de Josemaría. Cuando fue nombrado superior del Seminario, tuvo como fámulo a José María Román Cuartero, que le veía siempre muy correcto, y más refinado que los otros seminaristas: refiere, por ejemplo, que todos los días se lavaba de pies a cabeza, cosa que no hacían los demás. Estos y otros detalles hicieron pensar a este muchacho que Josemaría no llegaría a ser sacerdote, porque le consideraba con posibilidades humanas para hacer carreras mejores. Otro condiscípulo, don Francisco Artal Luesma, glosa ese contraste de manera más positiva: su estancia en el Seminario era manifestación clara de su correspondencia a la voluntad de Dios; su limpieza exterior y su corrección en el vestir, muestra de amor a la dignidad sacerdotal, reflejo de la finura de su alma y de su vida interior.
Lógicamente no todos enjuiciaban así las cosas. Algunos las interpretaron en términos bien contrarios. Pero las incomprensiones no le hicieron mella, como certifica otro compañero, que le oyó alguna vez: No creo que la suciedad sea virtud. Argumentaba “con gracia, sin acritud, con su característico sentido del humor”. Don Agustín Callejas Tello, párroco hoy de Magallón, se detiene en consideraciones semejantes: Josemaría era sumamente humano y tenía gran sentido del humor; sacaba punta de todo, veía el lado divertido de las cosas; sabía muchos chistes y los contaba con gracia: “Nos producía gran admiración a sus amigos la agudeza de los comentarios que en epigramas, con una gran carga festiva o satírica, ponía por escrito. Estos epigramas nos sorprendían mucho, porque suponían un buen manejo de la lengua castellana, como consecuencia de su familiaridad con los autores clásicos”.
Por otra parte, las motivaciones que habían llevado a Josemaría al Seminario eran, en cierta medida, distintas a las habituales en muchos: no quería hacer carrera y, por eso, el marco eclesiástico –tema frecuente de conversaciones– no era su única preocupación. Además –especialmente desde que fue nombrado superior– tenía facilidad para salir del Seminario, aunque –como sintetiza un condiscípulo– “salía poco y, cuando lo hacía, regresaba pronto, porque siempre le urgía hacer alguna cosa”. Pero esto dio pie a algún malentendido, a pesar de que Josemaría era atento con todos y buscaba la amistad de todos. Don Agustín Callejas lo califica “como un pionero y un adelantado, por la independencia y la libertad de espíritu que manifestaba, que, en ocasiones, algunos, por deformación, no entendían e injustamente interpretaban como altivez”.

Incluso, un profesor se dejó llevar de esa impresión. Se conservan unas notas escritas suyas, en que, con referencia al curso 1920–21, define el carácter de Josemaría como “inconstante y altivo, pero educado y atento”. Este profesor observa que su piedad es buena, pero regular su aplicación y disciplina. Al curso siguiente, anota ya un bien en estos dos conceptos. (De hecho, en el curso 1920–21, Josemaría obtiene calificación de meritissimus en cuatro asignaturas y benemeritus, en otra; en los cursos siguientes, consigue meritissimus en todas las asignaturas). Pero no cambia la calificación que le merece su carácter, aunque no concuerda con los resultados objetivos: no encaja la inconstancia con el máximo de puntuación en todas las asignaturas.

En ese manuscrito figura también una anotación marginal, desgraciadamente sin fecha. Refleja el momento que debió ser de máxima tensión. La nota dice literalmente: “Tuvo una reyerta con don Julio Cortés, y se le impuso el correspondiente castigo, cuya aceptación y cumplimiento fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más le pegó, y profirió contra él –contra don Josemaría– palabras groseras e impropias de un clérigo, y en mi presencia le insultó en la Catedral de la Seo”. Nada más he podido averiguar con certeza acerca de este incidente. Sólo que mucho tiempo después, el 8 de octubre de 1952, de un modo que le honra, don Julio Cortés escribe al Fundador del Opus Dei desde Jaén –donde murió siendo capellán del Sanatorio antituberculoso “El Neveral”– pidiéndole perdón, “arrepentido y de la manera más sumisa e incondicional, ¡mea culpa...!”
Pudo ser el disgusto más importante, pero ni mucho menos el único. El alma de Josemaría se iba forjando para afrontar las contradicciones, bastante más graves, que sufriría a lo largo de su vida.
De lo que nadie dudó nunca fue de su vida de piedad intensa, simpática, alegre y atrayente, que no sólo era compatible, sino que fundamentaba su constante sentido del humor y su visión positiva de las cosas. No daba, sin embargo, importancia a lo que hacía, ni alardeaba de nada: con naturalidad, hacía lo posible para pasar inadvertido. Un día, un compañero encontró en su habitación un cilicio, y lo dijo a otros. Josemaría se puso esta vez serio, y les hizo ver que no era de buen gusto, ni prudente, convertir en habladurías la piedad de los demás.
Don Agustín Callejas admiraba su actitud durante la meditación diaria en el Seminario: recogimiento, concentración, oración intensa. Y la devoción con que comulgaba, sin hacer nada raro, “con las manos juntas sobre el pecho, el cuerpo erguido y el paso firme”.

En el curso 1922–23, las relaciones con los compañeros adquirieron un tono distinto, pues fue nombrado Superior del Seminario. Algunos se acuerdan de que el Cardenal Soldevila –entonces Arzobispo de Zaragoza– le distinguía mucho. Cuando se encontraba con ellos en el Seminario, en la Catedral o en cualquier otro lugar, solía dirigirse a él delante de los demás y le preguntaba cómo se encontraba, cómo le iban los estudios. Alguna vez le indicaba: –Ven a verme cuando tengas un rato.
Don José López Sierra, que fue Rector del Seminario en aquel período, afirmó que el Cardenal había nombrado a Josemaría Superior de los seminaristas, “en atención a su ejemplar conducta, no menos que a su aplicación”. A juicio del Rector, se distinguía entre los demás seminaristas “por su esmerada educación, afable y sencillo trato, notoria modestia”. Era –insiste– “respetuoso para con sus superiores, complaciente y bondadoso con sus compañeros, muy estimado de los primeros y admirado de los segundos”.
Para ser Superior o Inspector –ambos términos se usan indistintamente en documentos oficiales– del Seminario, era preciso ser clérigo, haber recibido la tonsura. Por esta razón, el Cardenal Soldevila tonsuró a Josemaría el 28 de septiembre de 1922, a él sólo, en una capilla del Palacio Arzobispal de Zaragoza, hoy desaparecida.
Los directores –o inspectores– se elegían entre los alumnos más aventajados y piadosos. Su misión consistía en dirigir los estudios, cuidar la observancia de la disciplina y de los reglamentos, acompañar a los alumnos en sus salidas a clase o de paseo, etc. Aunque eran seminaristas, en el Reglamento se les consideraba superiores, y se les debía obediencia y respeto. Tenían también algunas distinciones externas: habitación individual algo mayor que los demás y un fámulo a su servicio. (Los fámulos eran seminaristas que tenían matrícula gratuita y se encargaban del aseo de las habitaciones de los superiores y de servir la mesa de todos: algo análogo a lo que se sigue haciendo en modernas Universidades de gran prestigio, como las americanas de Harvard y de Princeton). En San Carlos había dos inspectores: uno para humanistas y filósofos, y otro para teólogos. Su cometido –especifica un antiguo seminarista– “resultaba difícil, porque los chicos menores solían armar el jaleo propio de la edad. Josemaría nunca se alteraba ni perdía la compostura; siempre se comportaba con caridad, prudencia y educación”.
José María Román Cuartero, el fámulo que asignaron a Josemaría al ser nombrado Inspector, rememora aquellos tiempos en que, entre otros servicios, le hacía la cama por las mañanas y atendía la mesa separada en que, en el comedor general, se sentaban los superiores: siempre le impresionó “su bondad y su paciencia en el trato”. Cuando Josemaría le veía enfadado, procuraba animarle con alguna frase cariñosa o gastándole bromas. Y compartía con él la comida, pues la de los directores era especial. “Me doy cuenta ahora de que hacía estas mortificaciones sin que se notase, de manera natural”.

El Rector del Seminario, don José López Sierra, alabó siempre –hasta su muerte– el afán apostólico de Josemaría como director de seminaristas: quería ganarlos a todos para Cristo, que todos fueran uno en Cristo, y lo conseguía con su recto proceder. No era partidario de castigos. Formaba a los jóvenes seminaristas con una “sencillez y suavidad encantadora”: “su mera presencia, siempre atrayente y simpática, contenía a los más indisciplinados; una sencilla sonrisa, acogedora, asomaba por sus labios cuando observaba en sus seminaristas algún acto edificante; una mirada discreta, penetrante, triste a veces, y muy compasiva, reprimía a los más díscolos”.

Así fueron discurriendo los años de Seminario. Sabemos también que pasaba muchas horas haciendo oración en la tribuna de la derecha (del lado de la epístola) arriba, en la iglesia de San Carlos.
Los períodos de vacaciones los pasaba en Logroño y seguramente, como cuando era pequeño, iría por Fonz, donde vivía su tío, Mosén Teodoro. Algún verano estuvo una temporada en Villel (Teruel), con la familia de don Antonio Moreno, entonces vicepresidente del Seminario sacerdotal de San Carlos. Lo reseña Carmen Noailles, viuda de otro Antonio Moreno, sobrino del anterior, más o menos de la edad de Josemaría, que estudiaba Medicina en la Universidad de Zaragoza. Su vida en ese pueblo era completamente normal: charlaban, paseaban, iban a pescar o a coger cangrejos, salían alguna vez de excursión. Carmen Noailles cita detalles diversos que expresan la finura con que Josemaría practicaba la virtud de la pureza y el pudor.
Nunca salió allí con chicas. Sus maneras elegantes, el aspecto esbelto de su persona, su apariencia agradable en el trato, atraían a las chicas. Cuando Antonio o algún otro amigo le hacían llegar comentarios en este sentido, los cortaba, exclamando algo así como: –Si me conocieran bien, por dentro, tal como soy... Y si alguien contaba chistes de mal gusto o cosas poco limpias, con afecto, pero con vigor, les dejaba cortados con contestaciones muy oportunas. “Nunca le vi hacer la más mínima concesión, y no admitía bromas o comentarios ligeros al respecto”.
Todos en aquella casa le apreciaban mucho, porque Josemaría se hacía querer: “era muy comedido, discreto y prudente, pero afectuoso, y aparecía constantemente su natural y maravilloso sentido del humor”. Lo consideraban como un hijo más de la familia.

Estos recuerdos de Carmen Noailles corresponden a los veranos de 1921 o de 1922. Quizá a ambos. Porque fue en el verano de 1923 cuando Josemaría comenzó a estudiar Derecho, para examinarse en septiembre de las primeras asignaturas. Era ya clérigo –por la simple tonsura– al matricularse en la Facultad para el curso 1922–23. En octubre de 1922 comenzó cuarta de Teología. El 17 de diciembre recibió las órdenes menores del ostiariado y lectorado, y el 21 –también en el Palacio Arzobispal– el exorcistado y el acolitado, de manos del Cardenal Soldevila, que moriría el 4 de junio de 1923, asesinado por un grupo anarquista.
Entretanto, Josemaría seguía sin vislumbrar esa otra cosa que atisbaba del amor de Dios. Estudiaba, rezaba, y se ponía en manos de la Virgen, en sus visitas diarias a Nuestra Señora del Pilar: La sigo tratando con amor filial –escribiría el 11 de octubre de 1970 en El Noticiero de Zaragoza–. Con la misma fe con que la invocaba por aquellos tiempos, en torno a los años veinte, cuando el Señor me hacía barruntar lo que esperaba de mí.
En sus manos ponía la solución de lo que se gestaba en su alma, sintiéndose –como aseguraba en otra ocasión– medio ciego, siempre esperando el porqué: ¿por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y en un latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó, repetía: Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit! Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro.
Su oración de años se materializó en una imagen de la Virgen, que alguien encontró tiempo después:
Pasaron los años, muchos años, y una vez, estando ya en Roma, vino la Secretaria Central, y me dijo: Padre, ha llegado aquí una imagen de la Virgen del Pilar, que tenía usted en Zaragoza. Le respondí: no, no me acuerdo. Y ella: sí, mírela; hay una cosa escrita por usted. Era una imagen tan horrible, que no me pareció posible que hubiese sido mía. Me la mostró y, debajo de la imagen, con un clavo, estaba escrito sobre el yeso: Domina, ut sit!, con una admiración, como suelo poner siempre las jaculatorias que escribo en latín. ¡Señora, que sea! Y una fecha: 24–9–924.
En junio de 1924 había terminado el quinto curso de Teología. El día 14 de aquel mes recibió el subdiaconado en la Iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, que le apreciaba mucho. Don Miguel era Presidente del Seminario de San Carlos, y solía escoger a Josemaría para que le acompañara a actos que tenía que presidir, o a celebraciones litúrgicas con motivo de la administración de Sacramentos.

Durante el verano de 1924 estudió mucho, y en septiembre se examinó en la Facultad de Derecho de siete asignaturas. En junio anterior sólo se había presentado a Historia de España, asignatura que conocía muy bien por sus estudios de Bachillerato y por sus abundantes lecturas: siempre fue un apasionado, un verdadero erudito de la Historia. Aunque durante el curso estuvo centrado en su preparación sacerdotal –sólo en los meses de verano se ocupaba de su carrera civil–, se presentó a examen en junio, porque tenía una excelente formación histórica, a pesar, de que el catedrático le había hecho saber, por medio de amigos comunes, que no se presentara, pues le suspendería, porque no había asistido nunca a su clase, lo que consideraba el profesor como una afrenta personal. Josemaría se quedó admirado, pero, como tenía un alto sentido de la justicia y, siendo alumno libre, no tenía obligación de asistir a las clases y, además, conocía maravillosamente la asignatura, se presentó. Y fue suspendido, sin dejarle hacer el examen.
En septiembre, el profesor reconoció noblemente la injusticia y, antes de los exámenes, le aseguró –a través de esos amigos –comunes– que estaba aprobado, con sólo ir al examen. También en esa convocatoria de septiembre Josemaría obtuvo Matrícula de Honor en Derecho Romano y Derecho Canónico; sobresaliente en Economía Política; notable en Derecho Natural y aprobado en Historia del Derecho y Derecho Civil I.
El curso académico siguiente, 1924–25, fue prácticamente un año en blanco para los estudios civiles. Aunque se matriculó en cuatro asignaturas y aplicó a dos las matrículas de honor obtenidas en el curso precedente, sólo pudo presentarse al examen de Derecho Civil II. En ésta consiguió notable, pero no se examinó de más, ni en junio ni en septiembre.
No es extraño que fuese así, pues en ese curso 1924–25 pasaron muchas cosas decisivas. El 27 de noviembre de 1924, murió en Logroño don José Escrivá. El 20 de diciembre Josemaría recibió el diaconado de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, en la Iglesia del Seminario de San Carlos. El 28 de marzo de 1925, el propio don Miguel de los Santos, que había sido obispo auxiliar del Cardenal Soldevila, le confirió la ordenación sacerdotal. La primera Misa se celebró en el Pilar, en la Capilla de la Virgen, el día 30. Asistieron pocas personas –unas doce– a esta Misa, que el nuevo sacerdote ofreció en sufragio del alma de su padre. Era lunes de la Semana de Pasión, y al día siguiente don Josemaría estaba ya en un pueblecito –Perdiguera–, cuyo párroco se encontraba enfermo. Lo sustituyó hasta el 18 de mayo.

El 28 de marzo de 1925 recibe la ordenación sacerdotal en la iglesia de San Carlos, en Zaragoza (España). Es sábado: “Lo recibido... ¡es Dios! lo recibido es poder celebrar la Sagrada Eucaristía, la Santa Misa -fin principal de la ordenación sacerdotal-, perdonar los pecados, administrar otros Sacramentos y predicar con autoridad la Palabra de Dios, dirigiendo a los demás fieles en las cosas que se refieren al Reino de los Cielos”. A la ceremonia asiste su madre, su hermana Carmen y el hermano pequeño, Santiago, que tiene seis años.

Dos días más tarde a las 10:30 de la mañana celebra su primera Misa en la capilla de la Virgen del Pilar, en Zaragoza (España), en sufragio por su padre, fallecido pocos meses antes: “En la Santa capilla ante un puñado de personas, celebré sin ruido mi Primera Misa”. Es el lunes anterior a la semana santa de este año.