La vida tras la muerte, la esperanza del cristiano

Miles de personas visitan estos días los cementerios y reflexionan sobre las verdades eternas. ¿Qué dice la fe cristiana sobre la muerte y la vida?

El Evangelio entero, desde la Anunciación de la Virgen hasta la Resurrección de nuestro Señor, constituye un mensaje lleno de novedad. Con las páginas del Nuevo Testamento se abrió un capítulo nuevo en la historia de la Humanidad. Evangelio significa precisamente eso: novedad, “buena nueva”.

Al comenzar su ministerio público Jesucristo nos anunció con claridad que había llegado la plenitud de los tiempos, confirmándonos la venida del reino de Dios: El tiempo se ha cumplido y está cerca el Reino de Dios; haced penitencia y creed en el Evangelio. (Mc 1, 15).

Esto no significa que, con su venida, el Señor deseara “cambiarlo todo”; algo que se comprueba, por ejemplo, con sus enseñanzas sobre la indisolubilidad del matrimonio. En esas enseñanzas Jesús no partió de cero, por decirlo de algún modo, sino que desarrolló y completó lo que Dios había establecido al crear al hombre y a la mujer (cfr Mt 19, 3-9; Gn 2, 24).

No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. (Mt 5,17). Leemos en varios pasajes de los Evangelios que Jesús les dijo a sus discípulos que debían obedecer fielmente los mandamientos que Dios le había dado a Moisés.

Pero la predicación del Señor viene acompañada, sin duda alguna, de un aire nuevo y liberador. Es cierto que Jesús desarrolló un conjunto de enseñanzas que ya conocíamos por el Antiguo Testamento, como la necesidad de obrar con rectitud de intención, de perdonar, o de amar a todos los hombres sin excepción, en particular a los pobres y pecadores; y que en Él se cumplieron las antiguas promesas que Dios hizo a los Profetas; pero, al mismo tiempo, su llamada se dirige de un modo radical y perentorio no sólo a un pueblo determinado, sino a todos los hombres, a los que va llamando uno a uno por su nombre.

El rechazo de los hombres

Esa novedad de la presencia y de la acción de Cristo se percibe además de un modo que puede parecernos desconcertante a primera vista: hay muchos que le rechazan: tanto a Él como a sus enseñanzas.

Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (Jn 1, 11) explica san Juan. Este rechazo de los suyos hace resaltar, aún más si cabe, la donación incondicionada del Señor, su entrega, plena de amor por la humanidad.

Fue ese rechazo de los suyos el que le llevó a la muerte, y muerte de Cruz; una muerte que aceptó Jesús libremente y que constituyó un sacrificio único y definitivo, fuente de salvación para todos los hombres.

Un Dios fiel

Dios es fiel a su promesa y la potencia del mal no ha podido nada en contra de la donación divina de Jesús, como pone de manifiesto la Resurrección. La fuerza salvadora que Dios introdujo en el mundo por medio de la Encarnación de su Hijo Jesús, Muerto en una cruz y Resucitado, constituye una novedad absoluta: una novedad perenne y universal.

Esa novedad está presente en la predicación apostólica desde los comienzos, cuando los apóstoles y discípulos de Jesús se lanzaron a predicar, con una alegría indescriptible, el mensaje cristiano; por Judea primero, por todos los países del imperio Romano después; y luego, por el mundo entero.

Su mensaje era que Jesús había resucitado y por tanto, si había resucitado, el mundo podía cambiar: cada mujer, cada hombre, podía, puede, cambiar, porque ya no estamos férreamente sujetos a la ley del pecado y la muerte eterna: Jesús, sentado a la derecha del Padre nos lo ha dicho: Yo hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).

En Cristo, Dios ha tomado en su mano las riendas del mundo y de la historia humana para llevarla a su plena realización. Esa es la causa por la que los cristianos de la primera hora, a pesar de las dificultades que tuvieron que superar, miraban el futuro con esperanza y optimismo, y transmitieron su fe a todos los que les rodeaban.

La vida eterna tras la muerte

En el mundo pagano se solía pensar en el mas allá como en una simple repetición del tiempo pasado. Los antiguos pensaban que el cosmos había existido siempre y que, a través de grandes mutaciones cíclicas, duraría para siempre. Siguiendo el mito del eterno retorno, todo lo que había sucedido antes volvería a suceder después.

Encerrado en este contexto antropológico religioso, el hombre pensaba que sólo podía salvarse huyendo de lo material, mediante una especie de éxtasis espiritual, que le ayudara a separarse de la carne, o viviendo en este mundo, como decía san Pablo, sin una meta y sin esperanza (cfr 1 Ts 4,13; Ef 2,).

En los primeros siglos del cristianismo los paganos se guiaban por una ética más o menos recta: creían en Dios y le daban culto con frecuencia, buscando protección y consuelo en él. Pero les faltaba la esperanza segura de un futuro feliz. La muerte para ellos era un cierto enigma que requería un sentido más pleno.

El cristiano es realista

El deseo de vivir eternamente, para siempre, es una aspiración profunda del hombre, como han puesto de manifiesto los filósofos, los escritores, los artistas, los poetas -y de forma especial los enamorados- de todos los tiempos. El hombre esta hambriento de eternidad.

Ese afán por eternizarse y por perpetuarse, se manifiesta de diversos modos: en la forma de enfocar los proyectos; en el deseo de sobrevivir y de perdurar, por medio de los hijos; en el afán por influir en la vida de otras personas o de ser reconocido o recordado en el futuro… En todas estas manifestaciones se adivina el afán, genuinamente humano, de eternidad.

Hay muchos hombres que creen en la inmortalidad del alma; hay otros que entienden esa inmortalidad como una reencarnación; y hay otros, en fin, que se empeñan en alcanzar, a pesar del hecho ineludible de la muerte, un bienestar material o un reconocimiento social a toda costa. Es sabido que por ese camino no llegarán a satisfacer plenamente esos afanes, entre otras cosas porque el bienestar y el reconocimiento no dependen sólo de la propia voluntad.

En este contexto, el cristiano es profundamente realista: sabe que con la muerte se desvanecerán para siempre todos los sueños humanos fatuos.

En ese dilema muerte/inmortalidad el cristiano tiene la certeza de que Dios le ha creado haciéndole a su imagen y semejanza (cfr Gn 1, 27); y sabe que cuando se avecine la prueba suprema, Cristo le confortará, convirtiendo sus angustias de muerte en dolor de corredención. Esta convencido de que el mismo Jesús, al que ha servido, imitado y amado en esta tierra, le recibirá en el Cielo, colmándole de gloria y felicidad.

El cristiano sabe además con certeza que, gracias a la inmensa y gozosa verdad de la fe, gracias a Cristo, la muerte, su último enemigo en esta tierra (1Cor 15, 26), no será el final de todo: tras ella alcanzará la visión eterna de Dios y la resurrección del cuerpo al final de los tiempos, cuando todas las cosas se cumplan en Cristo.

La vida no acaba aquí: por eso estamos convencidos de que el sacrificio escondido y la entrega generosa de millones de personas a las que nadie conoce tienen un profundo sentido y alcanzarán su justa recompensa en la otra vida: una recompensa que, por la infinita misericordia de Dios, superará cualquier bien al que el hombre pueda aspirar. “Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?” (San Josemaría, Surco, n. 891).

El tiempo presente

Aunque la novedad cristiana se refiera principalmente a la otra vida, al más allá, la Iglesia nos enseña que la novedad de la Resurrección de Cristo ya está presente y se manifiesta en cierta forma en esta tierra. Aunque no sabemos lo que durará el universo tal como lo conocemos, podemos decir, desde este punto de vista, que ya estamos “en el fin de los tiempos”, con el gozo de saber que el mundo ya ha sido redimido, porque Cristo ha vencido sobre la muerte, el demonio y el pecado.

El reino de Dios está en medio de vosotros (Lc 17, 21) se lee en los Evangelios. ¿Qué significa esa expresión: “en medio”? Con ella se denomina no sólo una presencia externa al que cree, sino una presencia íntima, interior. Cristo está dentro del alma en gracia, con una presencia real, actual, eficaz, aunque esa presencia no sea del todo visible y plena todavía.

Todas estas cosas les sucedían como en figura; y fueron escritas para escarmiento nuestro, para quienes ha llegado la plenitud de los tiempos. (cfr 1 Cor 10, 11). En cierto sentido la renovación se ha anticipado, como muestra la santidad de la Iglesia. Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él, (cfr 1 Jn 3, 1), pero todavía no ha llegado el momento en el que apareceremos gloriosos con Él (cfr Col 3, 4), cuando seamos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (Jn 3, 2) (Concilio Vaticano II, Cost. Lumen gentium, n. 48).

En medio del mundo, sin ser mundanos

La Iglesia es la depositaria en esta tierra de la presencia anticipada del Reino de Dios, y por esa razón, aunque camina como peregrina por ese mundo, toda la fuerza redentora de Dios está operando ya, en cierto modo en el momento presente, por medio de la palabra revelada y de los sacramentos, especialmente el sacramento de la Eucaristía.

Esa fuerza redentora se manifiesta también en la vida santa de los cristianos que viven en medio del mundo sin ser mundanos (cfr Jn 17, 14). El cristiano se sitúa ante el mundo y vive en el mundo alter Christus, ipse Christus: como otro Cristo, como el mismo Cristo. Esto establece una sintonía íntima entre la vida de la Iglesia y de cada creyente, entre el momento actual –tiempo de gracia- y el tiempo final –tiempo de plenitud-. Esta tensión entre el tiempo presente y el tiempo final tiene muchas consecuencias para la vida del cristiano y para su comprensión del mundo.

El cristiano que vive por y para Dios se esfuerza por dar a conocer esta buena nueva divina a los que le rodean. En la vida futura este estado de la gracia y de vida sobrenatural se transformará en un estado de gloria. El hombre alcanzará la plenitud de la inmortalidad con la resurrección de los muertos.

Sin embargo, en esta vida presente, aunque esté perfeccionada por la gracia, la existencia humana goza de una autonomía propia –pero no absoluta-, en muy diversos ámbitos: el personal, el familiar, el social, el político. La vida sobrenatural acoge la naturaleza humana, la perfecciona y la lleva a su plenitud, pero sin sustituirla ni anularla.

Esta tensión entre el presente y la eternidad se manifiesta también en el concepto cristiano del tiempo y de la historia. El pensamiento pagano cae en el fatalismo: el acontecer humano ya está previsto y determinado –piensa- por el fatum, por el destino. El tiempo transcurre intocable e impertérrito, como un espectador pasivo y mudo que abraza el curso de la historia.

Pero el tiempo cristiano no es sólo un tiempo que pasa, un tiempo perecedero, sino un tiempo que Dios nos da para nuestro perfeccionamiento y progreso: es un tiempo de redención, en el que actúa la Providencia divina para llevar a su plenitud al mundo y a la historia humana.

El Señor ha querido contar con la respuesta lúcida y libre de los hombres. Cuenta con las oraciones de los santos y las buenas acciones de miles de personas, que influyen decisivamente en el curso de la historia. Hemos sido creados a imagen de Dios y por eso podemos influir en la historia, cambiar la historia: a veces para peor, como sucedió con el pecado de Adán y Eva y con los pecados de todos los hombres, pero sobre todo para mejor, cuando las criaturas participan activamente en la realización de los planes divinos, ya que el hecho más relevante y eficaz, el suceso que cambió de forma radical la historia del mundo, fue la Encarnación del Hijo de Dios.

Con su fiat, María prestó la colaboración humana más profunda y duradera con los planes divinos, al acoger al Hijo de Dios en su seno y cambiar el curso de la historia.

En su vida terrena los cristianos se saben pecadores, al igual que el resto de los hombres, pero hay algo que los distingue: están convencidos de que convertirse y servir a Dios es el mejor modo para aprovechar el tiempo y para mejorar el mundo que Dios nos ha confiado.

De esa forma, en cierta manera, el tiempo se humaniza “La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada "en estado de vía" (In statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección”. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 302).

Dios no quiso hacerlo todo desde el comienzo, sino que quiso contar con la inteligencia y la colaboración perseverante de las criaturas, conduciéndolas hacia su fin.

Habitualmente el poder salvador de Dios se hace presente en la vida de cada hombre de una forma íntima y reservada. Y la Providencia divina influye en el curso de la historia del mismo modo, no mediante grandes acontecimientos, sino mediante sucesos aparentemente pequeños.

Por esa razón, el Señor nos invita a abandonarnos con confianza: No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? [32] Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre Celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. (Mt 6, 31-33).

“Dios –escribe san Josemaría- que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para nos desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 32).

Desde el comienzo de su existencia terrena, Dios colmó a la que iba a ser Madre de su hijo de una extraordinaria abundancia de dones humanos y sobrenaturales. Concebida sin pecado original, Ella está llena de gracia. (cfr Lc 1, 28).

En la existencia de la Virgen, en medio de infinitas pruebas e incertidumbres, venció heroicamente la fe, y con su ejemplo sostuvo en la fe a los primeros discípulos. Al fin de su vida, libre de todo pecado, fue asunta al Cielo en Cuerpo y alma, para participar para siempre, como Reina de los Ángeles y de toda la creación, de la gloria del Señor.

En ella se ha verificado plenamente la promesa divina de llevar a todos los hombres a la gloria. Por eso, Nuestra Señora es, para cada hombre, “spes nostra", nuestra esperanza: el faro que nos ilumina y la razón de nuestra esperanza.