Lo conocí en 1944 cuando yo era interno en el Hospital General. Él acababa de regresar de los Estados Unidos. Lo recuerdo perfectamente con su bata blanca, con una sonrisa en los labios y con una mirada profunda que perforaba.
Los doctores, por ser muy exigente, le teníamos mucho respeto. Fue excelente profesor, nunca se le oía cansado, su presentación era nítida. Tenía un algo en su modo de ser, en su mirada, en su mente, que atraía y daba confianza.
El amor a los niños lo movía a tener una intensa actividad. Era incansable. Después del trabajo de la semana, salía los sábados a medio día para San Juan Sacatepéquez. Llegaba para trabajar. Después de almorzar se dirigía a la colonia infantil (institución para la atención médica de niños de escasos recursos) y dedicaba toda la tarde del sábado y el medio día del domingo a atender a los niños del hospital.
Por donde pasó dejó huella. Fue muy laborioso. En sus últimos días de vida, decía en una Residencia Universitaria: «Yo le pido al Señor que me dé vida porque he trabajado muy poco». Y eso que se había gastado trabajando en servicio a los demás. Años después, mientras trabajábamos en el Hospital General, un día lo vi muy cansado y le sugerí que escogiera entre sus ocupaciones: o la cátedra de Pediatría o el servicio de Pediatría en el Hospital o su clínica privada. Me contestó: «Con mucho gusto voy a dejar la cátedra y el servicio de Pediatría». Pero para mi sorpresa se fue a trabajar a Caritas, donde se puso a organizar a cinco mil familias y atendió a noventa mil personas. ¡Ese fue su descanso: dejar el Hospital para desbordarse en amor a los más necesitados!
En su paso por el Hospicio se entregó a los muchachitos que sus padres iban a abandonar allí. Ayudado por doña Clemencia, su esposa, que era Trabajadora Social, arregló que los niños que tenían padres se fueran con ellos y que sólo se atendiera a los huérfanos. Por iniciativa suya se cambió el nombre de Hospicio por el de Centro Educativo Asistencial.
Se interesó mucho por los niños desnutridos: estudió a fondo el famoso síndrome de carencia infantil, introdujo la transfusión de sangre en Guatemala, trabajó incansablemente contra la tuberculosis. En el Centro Educativo Asistencial se preocupó por ayudarlos en su crecimiento integral; se empeñó en que aprendieran un oficio.
Por donde pasaba dejaba huella: en el Hospicio, en la Facultad de Medicina... Por la nobleza, bondad y sentido profesional con que llevaba su trabajo, recibió muchas distinciones en los hospitales San Juan de Dios, Roosevelt, María Teresa y en muchas instituciones más.