Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro itinerario de catequesis sobre la pasión de evangelizar reflexionamos hoy sobre las palabras de Jesús que acabamos de escuchar: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Santo Espíritu» (Mt 28, 19). Id —dice el Resucitado—, no a adoctrinar, no a hacer proselitismo, no, sino a hacer discípulos, es decir, a dar a todos la oportunidad de entrar en contacto con Jesús, de conocerlo y amarlo libremente.
Id bautizando: bautizar significa sumergir y, por tanto, antes de indicar una acción litúrgica, expresa una acción vital: sumergir la propia vida en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo; experimentar cada día la alegría de la presencia de Dios que está cerca de nosotros como Padre, como Hermano, como Espíritu que actúa en nosotros, en nuestro propio espíritu. Bautizar es sumergirse en la Trinidad.
Cuando Jesús dice a sus discípulos —y también a nosotros—: “¡Id!”, no comunica sólo una palabra. No. Comunica también el Espíritu Santo, porque es sólo gracias a Él, al Espíritu Santo, que se puede recibir la misión de Cristo y llevarla adelante (cf. Jn 20, 21-22).
Los Apóstoles, en efecto, permanecen encerrados en el Cenáculo por miedo hasta que llega el día de Pentecostés y desciende sobre ellos el Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-13). Y en ese momento desaparece el miedo y con su fuerza esos pescadores, en su mayoría analfabetos, cambiarán el mundo. “Pero si no saben hablar…”. Pero es la palabra del Espíritu, la fuerza del Espíritu que les lleva adelante para cambiar el mundo. El anuncio del Evangelio, por tanto, se realiza sólo en la fuerza del Espíritu, que precede a los misioneros y prepara los corazones: Él es “el motor de la evangelización”.
Lo descubrimos en los Hechos de los Apóstoles, donde en cada página se ve que el protagonista del anuncio no es Pedro, Pablo, Esteban o Felipe, sino el Espíritu Santo.
También en los Hechos se relata un momento neurálgico de los inicios de la Iglesia, que también nos puede decir mucho a nosotros. Entonces, como hoy, junto a las consolaciones no faltaron las tribulaciones —momentos buenos y momentos no tan buenos—, las alegrías se acompañaban de las preocupaciones, ambas cosas.
Una en particular: cómo comportarse con los paganos que se acercaban a la fe, con los que no pertenecían al pueblo judío, por ejemplo. ¿Estaban o no obligados a observar las prescripciones de la Ley mosaica? No era un asunto menor para aquella gente. Se forman así dos grupos, entre los que creían que la observancia de la Ley era irrenunciable y los que no.
Para discernir, los Apóstoles se reúnen en lo que se llama el “concilio de Jerusalén”, el primero de la historia. ¿Cómo resolver el dilema? Se podría haber buscado un buen acuerdo entre tradición e innovación: algunas normas se observan y otras se ignoran. Sin embargo, los Apóstoles no siguen esta sabiduría humana para buscar un equilibrio diplomático entre una y otra, no siguen esto, sino que se adaptan a la obra del Espíritu que les había anticipado, descendiendo tanto sobre los paganos como sobre ellos.
Y por eso, quitando casi toda obligación ligada a la Ley, comunican las decisiones finales, tomadas —y escriben así—: “el Espíritu Santo y nosotros” (cf. Hch 15,28), hemos decidido, el Espíritu Santo con nosotros, así actúan siempre los Apóstoles. Juntos, sin dividirse, a pesar de tener sensibilidades y opiniones diferentes, escuchan al Espíritu.
Y Él enseña una cosa, que también es válida hoy: toda tradición religiosa es útil si facilita el encuentro con Jesús, toda tradición religiosa es útil si facilita el encuentro con Jesús. Podríamos decir que la histórica decisión del primer Concilio, de la que también nosotros nos beneficiamos, estuvo movida por un principio, el principio del anuncio: en la Iglesia todo debe ser conforme a las exigencias del anuncio del Evangelio; no a las opiniones de los conservadores o los progresistas, sino al hecho de que Jesús llegue a la vida de las personas.
Por tanto, toda opción, todo uso, toda estructura, toda tradición debe ser evaluada en la medida en que favorezca el anuncio de Cristo. Cuando se encuentran decisiones en la Iglesia, por ejemplo, divisiones ideológicas: “Yo soy conservador porque… yo soy progresista porque…”. ¿Pero dónde está el Espíritu Santo?
Estad atentos que el Evangelio no es una idea, el Evangelio no es una ideología: el Evangelio es un anuncio que toca el corazón y te cambia el corazón, pero si tú te refugias en una idea, en una ideología ya sea de derechas, ya sea de izquierdas, o de centro, tú estás haciendo del Evangelio un partido político, una ideología, un club de gente. El Evangelio siempre te da esta libertad del Espíritu que actúa en ti y te lleva adelante. Y qué necesario es hoy tomar de la mano la libertad del Evangelio y dejarse llevar adelante por el Espíritu.
Así el Espíritu ilumina el camino de la Iglesia, siempre. En efecto, no es sólo la luz de los corazones, es la luz que orienta a la Iglesia: esclarece, ayuda a distinguir, ayuda a discernir. Por eso es necesario invocarlo a menudo; hagámoslo también hoy, al comienzo de la Cuaresma.
Porque como Iglesia podemos tener tiempos y espacios bien definidos, comunidades, institutos y movimientos bien organizados, pero sin el Espíritu todo queda sin alma. La organización no basta: es el Espíritu que da vida a la Iglesia. Si la Iglesia no le reza y no le invoca, se encierra en sí misma, en debates estériles y agotadores, en fatigosas polarizaciones, mientras se apaga la llama de la misión. Es muy triste ver a la Iglesia como si fuera un parlamento; no, la Iglesia es otra cosa.
La Iglesia es la comunidad de hombres y mujeres que creen y anuncian a Jesucristo, pero movidos por el Espíritu Santo, no por las propias razones. Sí, se usa la razón, pero viene el Espíritu a iluminarla y a moverla. El Espíritu nos hace salir, nos empuja a anunciar la fe para confirmarnos en la fe, nos empuja a ir en misión para encontrar quién somos. Por eso el apóstol Pablo recomienda: «No extingáis el Espíritu» (1 Tes 5,19), no extingáis el Espíritu.
Recemos a menudo al Espíritu, invoquémoslo, pidámosle cada día que encienda en nosotros su luz. Hagámoslo antes de cada encuentro, para convertirnos en apóstoles de Jesús con las personas que encontremos. No extingáis el Espíritu en las comunidades cristianas y tampoco dentro de cada uno de nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, partimos y volvemos a partir, como Iglesia, desde el Espíritu Santo. «Sin duda es importante que en nuestras programaciones pastorales partamos de encuestas sociológicas, de análisis, de la lista de las dificultades, de la lista de expectativas y quejas. Sin embargo, es mucho más importante partir de las experiencias del Espíritu: este es el verdadero punto de partida.
Y por eso es necesario buscarlas, enumerarlas, estudiarlas, interpretarlas. Es un principio fundamental que, en la vida espiritual, se llama primado de la consolación sobre la desolación. Primero está el Espíritu que consuela, reanima, ilumina, mueve; después vendrá también la desolación, el sufrimiento, la oscuridad, pero el principio para regularse en la oscuridad es la luz del Espíritu» (C.M. Martini, Evangelizar en la consolación del Espíritu, 25 de septiembre 1997). Este es el principio para regularse en las cosas que no se entienden, en las confusiones, también en tantas oscuridades, es importante.
Tratemos de preguntarnos si nos abrimos a esta luz, si le damos espacio: ¿yo invoco al Espíritu? Cada uno se responda dentro. ¿Cuántos de nosotros rezamos al Espíritu? “No, padre, yo rezo a la Virgen, rezo a los santos, rezo a Jesús, pero a veces, rezo el Padre Nuestro, rezo al Padre” – “¿Y al Espíritu?” ¿Tú no rezas al Espíritu, que es lo que te hace mover el corazón, que te lleva adelante, te lleva la consolación, te lleva adelante las ganas de evangelizar y de hacer misión?
Os dejo esta pregunta: ¿Yo rezo al Espíritu Santo? ¿Me dejo orientar por Él, que me invita a no cerrarme sino a llevar a Jesús, a testimoniar el primado de la consolación de Dios sobre la desolación del mundo? Que la Virgen, que ha entendido bien esto, nos ayude a entenderlo.