Alfonso Riobó // Revista Palabra
Tras el fallecimiento de Mons. Javier Echevarría, que ha dirigido el Opus Dei desde 1994, el 23 de enero fue elegido y nombrado nuevo Prelado por el Papa Francisco el hasta entonces “número 2” de la Prelatura, el sacerdote español Fernando Ocáriz Braña. Transcurridas poco más de dos semanas desde entonces, Mons. Ocáriz ha concedido a Palabra esta amplia entrevista.
El objetivo acordado era dedicar buena parte de la entrevista a acercar al lector la persona de Mons. Fernando Ocáriz. El nuevo Prelado del Opus Dei lo ha cumplido fielmente, superando su notable reticencia a centrar la conversación en sí mismo. La reserva es parte de su carácter, como la sobriedad expresiva, aunque no le faltan cordialidad ni apertura. Por lo que se refiere a la sesión fotográfica, fue para él un deber poco grato pero asumido con buen humor.
La reserva es parte de su carácter, como la sobriedad expresiva, aunque no le faltan cordialidad ni apertura.
El encuentro tiene lugar en la sede de la Curia de la Prelatura del Opus Dei, el edificio donde vivieron y trabajaron san Josemaría Escrivá, el beato Álvaro del Portillo y Javier Echevarría. Aunque Fernando Ocáriz pasó al primer plano del gobierno de la Obra en 1994, cuando fue nombrado vicario general (desde 2014 era vicario auxiliar), reside aquí desde hace 50 años, conoce cada detalle de la actividad del Opus Dei y actúa en plena identificación con sus predecesores.
Agradecemos al Prelado esta entrevista, la primera de esta amplitud, apenas dos semanas después de su elección y nombramiento el 23 de enero de 2017.
Primeros años
Usted nació en París en 1944, de una familia española. ¿Cuál era el motivo de que residieran en Francia?
La guerra civil. Mi padre era militar en el lado republicano. Nunca quiso contar detalles; pero tengo entendido que, por su posición como comandante, tuvo ocasión de salvar a gente, y dentro del mismo ejército republicano acabó por estar en una situación arriesgada. Como no era partidario de Franco, pensó que convenía marcharse a Francia, y aprovechó la cercanía de la frontera de una parte del ejército, y se pasó allí, a través de Cataluña. Era veterinario militar, pero se había dedicado sobre todo a la investigación en biología animal. No era lo que podría considerarse un político, sino un militar y un científico.
¿Conserva algún recuerdo de esa época?
Lo que sé de esa época es por haberlo oído contar. Cuando la familia se marchó a Francia yo aún no había nacido, y tampoco mi séptima hermana, la anterior a mí (no llegué a conocer a mis dos hermanas mayores, que murieron siendo muy pequeñas, mucho antes de que yo naciera). Los dos menores nacimos en París. Yo nací en octubre, justo un mes después de la liberación por parte de las tropas americanas y las francesas del general Leclerc.
¿Se hablaba de política en casa?
No tengo recuerdos acerca de París. Ya en España, se hablaba poco; más bien se hacían comentarios sueltos y breves, no favorables, aunque no violentos, al régimen de Franco. De todos modos hay que reconocer que, a partir de esa época, mi padre y la familia llevaron una vida pacífica: mi padre fue readmitido más adelante en un centro oficial de investigación, dependiente del Ministerio de Agricultura, en Madrid, donde trabajó hasta la jubilación.
¿Y de religión? ¿Recibió la fe en la familia?
En el hogar familiar aprendí lo básico de la vida de piedad.
Recibí la fe fundamentalmente en la familia, sobre todo de mi madre y mi abuela materna, que vivía con nosotros. Mi padre era una persona muy buena, pero en aquella época estaba bastante alejado de la religión. Con el tiempo volvería a la práctica religiosa, y llegó a ser supernumerario del Opus Dei. En el hogar familiar aprendí lo básico de la vida de piedad.
De París, volvieron a España.
Yo tenía entonces tres años, y sólo conservo un vago recuerdo, como una imagen grabada en la memoria, del viaje en tren de París a Madrid.
¿En qué colegio estudió?
En Areneros, el colegio de los jesuitas. Allí estuve hasta el final del bachillerato. Era un colegio bueno y con una disciplina bastante seria. A diferencia de lo que he oído contar de otros colegios de la época, jamás vi a un jesuita pegarle a nadie, en los ocho años que estuve allí. Es algo que me suscita agradecimiento. Me acuerdo de bastantes profesores, sobre todo de los de los últimos años; por ejemplo, en el último curso tuvimos como profesor de matemáticas a un laico y padre de familia, de apellido Castillo Olivares, una persona verdaderamente valiosa, a la que admirábamos mucho.
Encuentro con el Opus Dei
Estudió la carrera de Ciencias Físicas en Barcelona. ¿Cuál fue el motivo del traslado?
En realidad, el primer año de la Universidad lo hice en Madrid. Era el “selectivo”, que introducía a todas las ingenierías y facultades de ciencias. Había sólo cinco asignaturas, comunes a todas esas carreras: matemáticas, física, química, biología y geología. Éramos un curso muy numeroso; varios grupos, cada uno de más de cien alumnos.
Ese primer año tuve de profesor de matemáticas a don Francisco Botella [catedrático, sacerdote y uno de los primeros miembros del Opus Dei]. Cuando después se enteró de que yo era de la Obra y de que pensaba estudiar Físicas, me dijo: “¡Cómo haces Físicas! ¿Por qué no haces Matemáticas? Si quieres ganar dinero, hazte ingeniero; pero si es porque te interesan las ciencias, ¿por qué no estudias Matemáticas?”.
Cuando fui a Barcelona ya era miembro del Opus Dei. Viví en el Colegio Mayor Monterols, donde compatibilicé los estudios de Física con la formación teológica y espiritual que reciben las personas que se incorporan a la Obra.
¿Cuándo conoció el Opus Dei?
Por conversaciones entre mis hermanos mayores y mis padres, yo había oído la expresión “Opus Dei” siendo muy pequeño. Aunque no tenía ni idea de lo que era, esa palabra me resultaba familiar.
Allí se rezaba, se estudiaba, se charlaba y, entre una cosa y otra, fui asimilando el espíritu del Opus Dei
Estando en quinto de bachillerato, fui a un centro de la Obra que estaba en la calle Padilla número 1, esquina con Serrano, y por eso se llamaba “Serrano”; ya no existe. Fui pocas veces. Me gustaba el ambiente y lo que se decía, pero en el colegio ya teníamos actividades espirituales y quizá no acababa de ver la necesidad. También fui alguna vez a jugar al fútbol con los de “Serrano”.
Más adelante, en el verano de 1961, después del bachillerato y antes de la universidad, mi hermano mayor, que trabajaba como ingeniero naval en uno de los astilleros de Cádiz, me invitó a pasar unas semanas allí con su familia. Muy cerca de su casa había un centro del Opus Dei, y empecé a acudir. Estaba de director un marino e ingeniero de armas navales que me animaba a que aprovechara el tiempo: ¡hasta me dio un libro de química para estudiar, cosa que yo jamás había hecho en verano! Allí se rezaba, se estudiaba, se charlaba y, entre una cosa y otra, fui asimilando el espíritu del Opus Dei.
Acabó hablándome de la posibilidad de tener vocación a la Obra. Yo reaccioné como hacen muchos, diciendo: “No. En todo caso, como mi hermano, que es padre de familia”. Di largas al tema, hasta que me decidí. Recuerdo el momento preciso: estaba oyendo una sinfonía de Beethoven. Naturalmente, no es que me decidiera a causa de la sinfonía, sino que coincidió que estaba oyéndola cuando me decidí, después de haber pensado y rezado mucho. A los pocos días volví a Madrid.
Por tanto, ¿le gusta la música?
Sí.
¿Cuál es su músico preferido?
Quizá Beethoven. También otros: Vivaldi, Mozart…, pero si hubiera que elegir uno, me quedaría con Beethoven. La verdad es que desde hace años oigo muy poca música. No sigo un plan preciso.
¿Le importaría describir esa decisión de entrega a Dios?
No hubo un momento preciso de “encuentro” con Dios. Ha sido una cosa natural, gradual, desde que era pequeño y me enseñaron a rezar.
No hubo un momento preciso de “encuentro” con Dios. Ha sido una cosa natural, gradual, desde que era pequeño y me enseñaron a rezar. De una manera progresiva me fui luego acercando a Dios en el colegio; allí teníamos la oportunidad de recibir la comunión diariamente, y pienso que eso ayudó a que la decisión posterior de hacerme de la Obra fuera relativamente rápida. Pedí la admisión en la Obra cuando me faltaba un mes para cumplir 17 años, por lo que me incorporé ya con 18.
¿Qué podría contar de los años de Barcelona?
En Barcelona estuve cinco años, dos como residente en ese centro de estudios y tres como parte de la dirección del Colegio Mayor. Allí estudié los otros cuatro años de carrera, y luego seguí un año más dando clases en la Facultad como ayudante. Todos los recuerdos de Barcelona son estupendos: de amistad, de estudio... Un recuerdo especial son las visitas que hacíamos a pobres y enfermos, como es tradición en la Obra. Muchos de los universitarios que acudíamos nos dábamos cuenta de que el contacto con la pobreza, con el dolor, ayuda a relativizar los propios problemas.
¿Cuándo conoció a san Josemaría Escrivá? ¿Qué impresión le produjo?
El 23 de agosto de 1963. Fue en Pamplona, en el Colegio Mayor Belagua, durante una actividad formativa de verano. Tuvimos con él una tertulia muy larga, por lo menos de hora y media. Me produjo una impresión estupenda. Me acuerdo que, después, comentamos entre varios que habría que ver al Padre –así llamábamos al fundador– mucho más frecuentemente.
[De san Josemaría] llamaba la atención su simpatía y su naturalidad: no era una persona solemne, sino natural, de buen humor, que contaba anécdotas con frecuencia; y a la vez decía cosas muy profundas.
Llamaba la atención su simpatía y su naturalidad: no era una persona solemne, sino natural, de buen humor, que contaba anécdotas con frecuencia; y a la vez decía cosas muy profundas. Era una síntesis admirable: decir cosas profundas con sencillez.
Lo volví a ver poco después, creo que al mes siguiente. Fui a pasar unos días en Madrid, y coincidió que el Padre estaba en Molinoviejo, así que fuimos a verle desde varios lugares.
En ninguna de esas ocasiones llegué a hablar con él personalmente. Luego, aquí en Roma sí, claro: muchas veces.
Cincuenta años en Roma
A Roma se traslada en 1967...
Vine para realizar los estudios teológicos, y también conseguí una beca del gobierno italiano para investigar en Física durante el curso 1967-1968, en la Universidad La Sapienza. En realidad, de investigación pude hacer poco, lo indispensable exigido por la beca. Cuando vine, no tenía expresamente la perspectiva de seguir una carrera académica en Teología. Las cosas fueron rodando solas. No tenía planes en ese sentido.
Su ordenación sacerdotal fue en 1971.
Sí. Me ordené el 15 de agosto de 1971, en la basílica de San Miguel, en Madrid. El obispo ordenante fue don Marcelo González Martín, todavía obispo de Barcelona, poco antes de trasladarse a Toledo.
Decían, en broma, que en la promoción éramos cuatro franceses: dos eran franceses “completos”, Franck Touzet y Jean-Paul Savignac; luego estábamos Agustín Romero, español que estaba en Francia desde hacía muchos años; y finalmente yo, que había nacido en París y vivido allí tres años.
No puedo decir que hubiera sentido desde siempre la llamada al sacerdocio. Cuando vine a Roma manifesté una disposición de principio, y luego dije abiertamente a san Josemaría: “Padre, estoy dispuesto a ordenarme”. Me tomó del brazo, y me dijo, entre otras cosas, más o menos: “Me das mucha alegría, hijo mío; pero cuando sea el momento tienes que hacerlo con total libertad”. Esa conversación fue en la Galleria della Campana, pienso que al terminar alguna de las tertulias que entonces teníamos con él con mucha frecuencia.
¿Recibió en España alguna tarea pastoral, tras la ordenación?
No. Tres días después de la ordenación dije la primera misa solemne en la basílica de San Miguel, e inmediatamente volví a Roma. Aquí había colaborado antes en las actividades de apostolado con jóvenes en Orsini, que entonces era un centro para universitarios, dando clases de formación cristiana y participando en otras actividades.
Siendo ya sacerdote, en Roma, colaboré varios años en la parroquia del Tiburtino (San Giovanni Battista in Collatino), y después en la de Sant’Eugenio; atendí sacerdotalmente varios centros de la Obra, tanto de mujeres como de hombres; y trabajaba aquí en las oficinas de la sede central. En fin, una trayectoria normal.
Se sabe que le gusta el tenis. ¿Cuándo adquirió la afición?
Empecé con el tenis relativamente pronto, en Barcelona. Me enseñó mucho un italiano, Giorgio Carimati, ahora sacerdote y ya anciano, que entonces jugaba al tenis muy bien; en Italia había sido casi profesional. Pero ha habido idas y venidas con lo del tenis, porque me lesioné el codo derecho y algunas épocas me dediqué a la bicicleta. Ahora procuro practicarlo; intento jugar todas las semanas. Pero no siempre es posible, por el clima, por las ocupaciones, etc.
¿Juegan partidos…“de verdad”, a ganar?
Sí, claro. En cuanto a ganar, depende de con quién juegue.
¿Le gusta leer?
El espíritu del Opus Dei es el Evangelio puesto en la vida ordinaria
Sí, pero no hay mucho tiempo… No tengo un autor preferido. He leído también clásicos. Por la falta de tiempo he tardado años en terminar algunos libros grandes; hace ya bastante tiempo tardé un año en acabar Guerra y paz. De Teología he tenido que leer mucho, porque he dado clases hasta el año 1994, y porque también para la Congregación para la Doctrina de la Fe tengo que estudiar temas teológicos.
En lo teológico, ha estudiado aspectos centrales del espíritu del Opus Dei como la filiación divina. ¿Considera necesario ahondar en esas reflexiones?
Ya se ha hecho mucho en ese campo. Lo que hay que hacer es continuar, y habrá que hacerlo siempre. El espíritu del Opus Dei es, solía decir el filósofo y teólogo Cornelio Fabro, “el Evangelio sine glossa”. Es el Evangelio, puesto en la vida ordinaria; siempre hay que profundizar más.
En ese sentido, no es que haya ahora una nueva época, porque ya se ha hecho muchísimo. Basta leer, por ejemplo, los tres “tomazos” de Ernst Burkhart y Javier López titulados Vida cotidiana y santidad.
En un artículo en esta revista, hablando de Mons. Javier Echevarría, ha usado la expresión “fidelidad dinámica”. ¿Con qué significado?
La expresión “fidelidad dinámica” no es una originalidad, ni mucho menos. Se trata de lo que afirmó expresamente san Josemaría: cambian los modos de decir y de hacer, permaneciendo intocable el núcleo, el espíritu. No es asunto de ahora. Una cosa es el espíritu, y otra es la materialidad del funcionamiento en cosas accidentales, que pueden ir cambiando con los tiempos.
La fidelidad no es pura repetición mecánica; es aplicar la misma esencia a diversas circunstancias.
La fidelidad no es pura repetición mecánica; es aplicar la misma esencia a diversas circunstancias. Muchas veces es preciso mantener también lo accidental, y otras veces cambiarlo. De ahí la importancia del discernimiento, sobre todo para conocer cuál es el límite entre lo accidental y lo esencial.
¿Qué parte tuvo en el nacimiento de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz?
No tuve nada que ver en lo jurídico o institucional. Simplemente fui uno de los primeros profesores. Había sido profesor en el Colegio Romano de la Santa Cruz durante bastantes años, en conexión con la Universidad de Navarra, y desde 1980 hasta 1984 di clases en la Pontificia Universidad Urbaniana; como tenía también las publicaciones suficientes, la autoridad competente de la Santa Sede consideró mi cualificación adecuada para entrar directamente como profesor ordinario. Fuimos tres los que entramos como ordinarios, en esas condiciones: Antonio Miralles, Miguel Ángel Tabet y yo.
¿Quiénes han sido sus maestros, en lo intelectual?
En Filosofía, Cornelio Fabro y Carlos Cardona. En Teología, no sabría decir uno concreto. Por una parte, están santo Tomás de Aquino, san Agustín, y Joseph Ratzinger más tarde. Pero sobre todo señalaría a san Josemaría Escrivá: en otro nivel distinto, lógicamente, no académico; pero sí por su profundidad y originalidad. Si hubiera que poner uno en lo teológico, sería él.
Recuerdos de tres papas
¿Cuándo conoció a san Juan Pablo II?
En una de las reuniones multitudinarias con el clero en el Vaticano, al inicio del pontificado. Luego le vi en bastantes ocasiones, y acompañando a Mons. Javier Echevarría comí con él algunas veces, junto con tres o cuatro personas más.
También almorcé con él otras dos veces, por razón del trabajo en la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En la primera ocasión, tuvimos una reunión en el apartamento pontificio en la que estaban, además del Papa, el Secretario de Estado, el Sustituto, el cardenal Ratzinger como Prefecto, y tres consultores. Después de un buen rato de reunión, fuimos al comedor las mismas personas, y durante la comida cada uno iba dando su parecer, por orden, sobre el asunto que se trataba. Mientras tanto, esta vez y también la segunda, el Papa fundamentalmente escuchaba. Al principio pronunció unas palabras de agradecimiento por nuestra presencia, luego dijo al cardenal Ratzinger que dirigiera la reunión, y al final él hizo un resumen sintético y de valoración de conjunto de lo que había oído.
Creo que fue en la segunda ocasión cuando, tras escuchar y agradecer todo lo que se había expuesto, llevándose la mano al pecho, dijo: “Pero la responsabilidad es mía”. Se vio que realmente aquello le pesaba.
Y a Benedicto XVI, ¿cuándo lo conoció?
[Benedicto XVI] escuchaba mucho, y nunca era él quien daba por terminadas las entrevistas.
Conocí al cardenal Ratzinger cuando fui nombrado consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1986. Luego coincidí con él con alguna frecuencia, en reuniones con pocas personas. Otras muchas veces he ido a verle para diversos asuntos.
¿Recuerda alguna anécdota de esos encuentros?
Un detalle percibí siempre en él: escuchaba mucho, y nunca era él quien daba por terminadas las entrevistas.
Recuerdo varias anécdotas. Por ejemplo, cuando el famoso affaire de Lefebvre, yo estuve en las conversaciones con el obispo francés, si no recuerdo mal, en 1988. En una reunión participaban el cardenal Prefecto Ratzinger, el Secretario de la Congregación, el mismo Lefebvre con dos consejeros, y uno o dos consultores más de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lefebvre había aceptado, pero luego se echó para atrás. Estando yo un momento solo con Ratzinger, le salió del alma decir con pena: “¡Cómo no se dan cuenta de que sin el Papa no son nada!”.
Como Papa, pude saludarle varias veces, pero no tener propiamente una conversación. Después de su renuncia le he visto en dos ocasiones, acompañando a Mons. Echevarría al sitio donde vive ahora: le noté muy cariñoso, anciano pero con la mente plenamente lúcida.
Ya que ha mencionado el problema de los lefebvrianos, ¿le ve salida?
No he tenido contactos desde las últimas reuniones teológicas con ellos, de hace poco tiempo, pero por las noticias que hay, parece que podría estar próximo a arreglarse.
¿Cuándo conoció al Papa Francisco?
Le conocí en Argentina, cuando era obispo auxiliar de Buenos Aires. Yo acompañaba a Mons. Javier Echevarría. Volví a verle en 2003, cuando ya era cardenal arzobispo. Causaba la impresión de ser una persona seria, amable, cercana a las preocupaciones de la gente. Luego su rostro ha cambiado: ahora lo vemos con esa sonrisa continua.
Siendo Papa le he visto varias veces. Ayer recibí una carta suya. Yo le había mandado una carta agradeciendo el nombramiento, la prontitud con que lo llevó a cabo y el detalle de una imagen de la Virgen que me mandó ese día. Y me ha contestado con una carta muy bonita en la que, entre otras cosas, me pide que rece por él, como siempre hace.
Prioridades
En su primer día como Prelado, se refirió a tres prioridades actuales del Opus Dei: juventud, familia y personas necesitadas. Empecemos por la juventud.
Es preciso favorecer que los jóvenes se hagan preguntas profundas que, en realidad, sólo encuentran plena respuesta en el Evangelio.
En la labor del Opus Dei con la gente joven se comprueba cómo la juventud de hoy –al menos, buena parte– responde con generosidad a los ideales grandes, por ejemplo a la hora de involucrarse en actividades de servicio a los más desfavorecidos.
Al mismo tiempo se percibe en muchos una falta de esperanza, por la ausencia de ofertas laborales, por problemas familiares, por una mentalidad consumista o por distintas adicciones que oscurecen esos ideales grandes.
Es preciso favorecer que los jóvenes se hagan preguntas profundas que, en realidad, sólo encuentran plena respuesta en el Evangelio. Un reto, por tanto, es acercarles al Evangelio, a Jesucristo, ayudarles a descubrir su atractivo. Ahí encontrarán motivos para sentirse orgullosos de ser cristianos, para vivir la fe con alegría y para servir a los demás.
El desafío es escucharlos más, entenderlos mejor. En esto juegan un papel principal los padres, los abuelos y los educadores. Es importante tener tiempo para los jóvenes, estar de su lado. Dar cariño, derrochar paciencia, ofrecer compañía y saber plantearles retos exigentes.
¿Cuál es, en su opinión, la prioridad para la familia?
Desarrollar lo que el Papa Francisco ha llamado “el corazón” de Amoris Laetitia, es decir, los capítulos 4 y 5 de la exhortación apostólica, sobre los fundamentos y el crecimiento en el amor.
En nuestros días se hace necesario redescubrir el valor del compromiso en el matrimonio.
En nuestros días se hace necesario redescubrir el valor del compromiso en el matrimonio. Podría parecer más atractivo vivir alejado de cualquier tipo de vínculo, pero una actitud así suele terminar en la soledad o en el vacío. En cambio, comprometerse es utilizar la libertad a favor de un empeño valioso de gran alcance.
Además, para los cristianos, el sacramento del matrimonio da la gracia necesaria para hacer fructífero ese compromiso, que no es cosa sólo de dos, pues Dios está por medio. Por eso, es importante ayudar a redescubrir la sacramentalidad del amor matrimonial, especialmente en el periodo de preparación al matrimonio.
En los viajes pastorales acompañando a Mons. Echevarría, ha conocido muchas iniciativas en favor de personas desfavorecidas. ¿Ha visto de cerca esa necesidad?
Es impresionante la pobreza en el mundo. Hay países que tienen, por un lado personas de altísimo nivel, científicos, etcétera, pero también una tremenda miseria, que conviven juntas en grandes ciudades. En otros lugares, te encuentras con una ciudad que parece Madrid o Londres y, a pocos kilómetros, con barriadas de una miseria material impresionante, que forman alrededor de la ciudad todo un cordón de chabolas. El mundo es distinto de unos sitios a otros. Pero lo que impresiona en todas partes es la necesidad de servir a los demás, de que la Doctrina Social de la Iglesia vaya haciéndose realidad.
¿En qué sentido son las personas necesitadas una prioridad para la Iglesia y, como tal, para el Opus Dei?
Son una prioridad porque están en el centro del Evangelio y porque son amadas de un modo especial por Jesucristo.
[Se trata de] ayudar a que cada fiel de la Prelatura y cada persona que se acerca a sus apostolados descubra que su vida cristiana es inseparable de la ayuda a los más necesitados.
En el Opus Dei hay como un primer aspecto más institucional: el de las iniciativas que personas de la Prelatura promueven con otras personas para paliar necesidades concretas del momento y del lugar en que viven, y a las que la Obra presta asistencia espiritual. Algunos casos concretos y recientes son, por ejemplo, Laguna, en Madrid, una iniciativa sanitaria para atender a personas que necesitan cuidados paliativos; Los Pinos, un centro educativo situado en una zona marginal de Montevideo, que promueve el desarrollo social de los jóvenes; o el Iwollo Health Clinic, un dispensario médico que ofrece atención gratuita a cientos de personas de zonas rurales de Nigeria. Esas y otras muchas obras similares deberían continuar y crecer porque el corazón de Cristo lleva a eso.
La otra vertiente, más profunda, es ayudar a que cada fiel de la Prelatura y cada persona que se acerca a sus apostolados descubra que su vida cristiana es inseparable de la ayuda a los más necesitados.
Si miramos a nuestro alrededor, en nuestro lugar de trabajo, en la familia, encontraremos tantas ocasiones: ancianos que viven en soledad, familias que atraviesan dificultades económicas, pobres, parados de larga duración, enfermos del cuerpo y del alma, refugiados… San Josemaría se volcaba en el cuidado de los enfermos, pues veía en ellos la carne sufriente de Cristo redentor. Por eso solía referirse a ellos como “un tesoro”. Son dramas que encontramos en la vida ordinaria. Como decía la Madre Teresa de Calcuta, ahora santa, “no hace falta ir a la India para atender y dar amor a los demás: se puede hacer en la misma calle en la que vives”.
En la sociedad actual la evangelización plantea nuevos retos, y el Papa recuerda que la Iglesia está siempre "en salida". ¿De qué manera participa el Opus Dei de esta invitación?
El Papa llama a una nueva etapa evangelizadora, caracterizada por la alegría de quienes, habiendo encontrado a Jesucristo, se ponen “en salida” para compartir este don entre sus iguales.
En el Opus Dei se experimentan las mismas dificultades que todos en la Iglesia, y pedimos al Señor, que es el “dueño de la mies”, que envíe “trabajadores a su mies”.
Sólo puede dar verdadera alegría quien tiene experiencia personal de Jesucristo. Si un cristiano dedica tiempo a su trato personal con Jesús, podrá dar testimonio de fe en medio de las actividades ordinarias, y ayudar a descubrir ahí la alegría de vivir el mensaje cristiano: el obrero con el obrero, el artista con el artista, el universitario con el universitario…
Las personas del Opus Dei -con todos nuestros defectos- deseamos contribuir a la edificación de la Iglesia desde el propio lugar de trabajo, en la propia familia… esforzándonos por santificar la vida ordinaria. Muchas veces se tratará de ámbitos profesionales y sociales que todavía no han experimentado la alegría del amor de Dios y que, en este sentido, son también periferias a las que es necesario llegar, de uno a uno, de persona a persona, de igual a igual.
Una preocupación generalizada en la Iglesia son las vocaciones. ¿Qué aconsejaría, a partir de la experiencia del Opus Dei?
En el Opus Dei se experimentan las mismas dificultades que todos en la Iglesia, y pedimos al Señor, que es el “dueño de la mies”, que envíe “trabajadores a su mies”. Quizá un reto especial es fomentar la generosidad entre los jóvenes, ayudándoles a comprender que la entrega a Dios no es sólo renuncia sino don, regalo que se recibe y que hace feliz.
Ojalá en la vida de un católico no falte cada día un pequeño gesto por el Santo Padre
¿Cuál es la solución? Me viene a la cabeza lo que decía el fundador del Opus Dei: “Si queremos ser más, seamos mejores”. La vitalidad en la Iglesia no depende tanto de fórmulas organizativas, nuevas o antiguas, sino de una apertura total al Evangelio, que lleva a un cambio de vida. Tanto Benedicto XVI como el Papa Francisco han recordado que son sobre todo los santos los que hacen la Iglesia. Por tanto, ¿queremos más vocaciones para toda la Iglesia? Esforcémonos más por corresponder personalmente a la gracia de Dios, que es quien santifica.
Desde su elección ha pedido con frecuencia oraciones por la Iglesia y por el Papa. ¿Cómo fomentar esa unidad con el Santo Padre en la vida de las personas corrientes?
Me pide un consejo. Todos los que han saludado personalmente al Papa Francisco, y desde el 2013 habrán sido miles, han escuchado esta petición: “Rece por mí”. No es una frase hecha. Ojalá en la vida de un católico no falte cada día un pequeño gesto por el Santo Padre, que lleva mucho peso encima: recitar una oración sencilla, realizar un pequeño sacrificio, etc. No se trata de buscar cosas difíciles, sino algo concreto, diario. A los padres y madres de familia les animo también a que inviten a sus hijos, desde pequeños, a rezar una breve oración por el Papa.