​Dar más sin ser héroes

Ser santos es “dar lo mejor de uno mismo” y, al mismo tiempo, darse cuenta “de que al final siempre es Dios quien lo hace todo”. Texto sobre la santidad que nos pide el Señor.

El episodio de la pesca milagrosa que narra san Lucas puede ayudarnos a descubrir lo que el Señor nos pide a cada uno; una petición que se resume en una palabra exigente y a menudo incomprensible: santidad.

Fijémonos en la vida de Jesús, que en el momento en que se narra este pasaje del Evangelio es un maestro famoso, buscado, escuchado y seguido por muchas personas. Jesús ve dos barcas a orillas del lago de Genesaret. “Los pescadores, que habían desembarcado, lavaban sus redes. Subiendo a una de las barcas, la de Simón, le pidió que se alejara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: `Rema mar adentro y echad las redes para la pesca´. Respondió Simón: `Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, por tu palabra, echaré las redes´” (Lc 5, 2-5).

El Señor llama a los pescadores justo en el momento en que han fracasado

Como sabemos, la historia continúa con una pesca abundante, pero es importante fijarse en el hecho de que Jesús sube a la barca de los pescadores y los llama, les pregunta, les anima a hacer algo más grande de lo que ya estaban haciendo. Al considerar esta historia, se nos podría venir a la mente: “Sí, debería hacer algo más, pero bastante tengo con sobrevivir...”. Es una reacción normal, pero equivocada. El Señor no nos dice: “No has hecho ni la mitad de lo que tenías que hacer, ahora tienes que hacer más...”. Jesús sube a la barca porque quiere saber cómo se está dentro de nuestra barca: eso es la vocación. Es una llamada para dar lo mejor de uno mismo. Curiosamente, en esa escena la llamada se produce cuando los pescadores lavan sus redes después de haber trabajado toda la noche sin éxito. Es decir, el Señor llama a los pescadores justo en el momento en que han fracasado.

El cardenal Ratzinger, en un artículo publicado en el Osservatore Romano el día de la canonización de san Josemaría, el 6 de octubre de 2002, señaló que existe una idea equivocada de lo que es la santidad: “Sabiendo que en los procesos de canonización se busca la virtud heroica, casi inevitablemente se nos mete un concepto erróneo de santidad: `No es para mí´, podemos pensar, porque no me siento capaz de alcanzar las virtudes heroicas: es un ideal demasiado alto”. La santidad se convertiría entonces en algo reservado a algunas personas especiales, no a personas normales como nosotros. “Pero se trata de una concepción equivocada de la santidad, una percepción errónea que ha sido corregida –y este me parece el punto clave– por el propio Josemaría Escrivá”.

El esfuerzo gimnástico por la perfección

Sin embargo, sabemos que la santidad normal y ordinaria no es exclusiva de san Josemaría: hay muchos otros testimonios de santidad alcanzable –“la santidad de la puerta de al lado”, la denominó el Papa Francisco en Gaudete et exsultate–. En efecto, existe una concepción muy peligrosa de lo que es la santidad: la santidad concebida como un esfuerzo gimnástico por hacer todo a la perfección. Esta no es la experiencia de los santos, ni es la experiencia de los apóstoles. Su llamada no se explica porque fueran buenos o porque en ese momento estuvieran dando lo mejor de sí. El santo no es el que hace todo bien, sino el que deja que la voluntad de Dios actúe en su vida. ¿Por qué? Porque confía en Él.

El santo no es el que hace todo bien, sino el que deja que la voluntad de Dios actúe en su vida

Por eso, el error debe corregirse en primer lugar a nivel terminológico, porque se habla de santidad en la vida cotidiana, de santificación del trabajo, de una llamada a la santidad dirigida a todos... Pero “las palabras son importantes”, y si no se entienden las palabras tenemos un problema. No podemos dar por supuesto que atribuimos su verdadero significado a términos como bienaventurado, manso, santidad, pecado, reconciliación, eucaristía... En concreto, la “santificación” puede entenderse equivocadamente como una especie de perfección ética o incluso estética, propia de una persona infalible (“porque he aprendido y ya no me equivoco”).

El Señor no se sube a nuestra barca porque hayamos pasado la noche triunfando y pescando con éxito. En realidad, a veces lo hará en los momentos de fracaso: “Hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero por tu palabra echaré las redes” (Lc 5, 5). Y Pedro lanza las redes de nuevo, en contra de su experiencia, porque el pescador sabe que se pesca de noche. Pero aun sabiendo esto, confía más en Dios que en su propia experiencia. Este es el gran acto de confianza de Pedro, gracias al cual “se llevaron una enorme cantidad de peces, hasta el punto de que las redes casi se rompían. Tuvieron que llamar a los compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron las dos barcas hasta casi hundirse” (Mt 5,6-7).

Si uno se fía de Dios, suceden cosas que uno no espera. Santificar el trabajo, santificarse en la vida diaria, no significa que Dios nos recompensa porque lo hacemos todo bien y no nos equivocamos nunca. Aunque no lo pensemos así, en el fondo, cuando cometemos un acto malo, por orgullo, envidia o celos, con frecuencia nos viene a la cabeza pensar: “Ahora el Señor me castiga porque he hecho algo mal”. Esta es una concepción no evangélica, no cristiana de la santidad. De igual manera, la santificación de la vida familiar no equivale a que el orden siempre reinará en casa. Una madre o un padre con hijos pequeños o adolescentes puede tener la tentación de pensar: “Si santificara mi vida diaria, mis hijos siempre irían bien peinados, con las manos limpias, los dientes blancos como en los anuncios de pasta de dientes…”. No, santificación no es una perfección externa de la vida diaria, o de la vida social o familiar. Significa más bien tratar de poner buena cara, incluso cuando el desorden parece prevalecer; significa sonreír pese a que todo en la jornada vaya mal o nuestro entorno sea caótico y muestre su imperfección de modo evidente.

Los santos, como nosotros

En la exhortación Gaudete et exsultate, el Papa Francisco recuerda que “para ser santos, no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosos” (Gaudete et exsultate, n. 14). La santidad no es para personas especiales. “Muchas veces nos sentimos tentados -dice el Papa- a pensar que la santidad está reservada a aquellos que tienen la posibilidad de distanciarse de las ocupaciones ordinarias para dedicar mucho tiempo a la oración”. Por supuesto, no hay santidad sin oración, pero corremos el riesgo de pensar (quizá después de leer la biografía de un santo o el resumen de dos líneas de su voz en Wikipedia) que los santos son personas que tuvieron frecuentes “arrebatos místicos”...

Los santos, por el contrario, fueron como cada uno de nosotros. No escaparon a las ocupaciones ordinarias, no lograron ser santos escapando de la presión de las mil y un preocupaciones y ocupaciones que nos afectan a todos. Es gracias a ellas que acudieron a la misericordia del Señor.

Si uno se fía de Dios, suceden cosas que uno no espera

Por eso, la santidad es tratar de estar en la realidad amando a los demás, considerando las personas y las situaciones como un don, viendo la presencia de Dios en la propia existencia diaria. La santidad no se alcanza “a pesar” de la realidad en la que nos encontramos, sino precisamente a través de la realidad, que consiste sobre todo en la familia y el trabajo. Luego, pueden existir situaciones extraordinarias, pero antes de nada está la situación en la que nos encontramos.

Lavar cada uno las propias redes

La santidad también significa lavar las redes cuando parece que se pierde el tiempo, porque la pesca no ha servido para nada. Las redes son las herramientas de trabajo para los apóstoles; para cada uno de nosotros son las cosas que usamos habitualmente. Lavarlas supone mantenerlas en orden, es decir, tratar de hacer las cosas con puntualidad y sentido común, fomentando una actitud sonriente mientras se vive una vida normal. Y si a mí me parece que todo ha ido mal, intento seguir poniendo buena cara. Santidad no significa que todo ha ido bien y que he conseguido sonreír; significa que lo he intentado y que, después de una noche entera en la que no he pescado nada, al día siguiente lo intentaré de nuevo con paciencia.

Luchar por la santidad significa también ayudarse mutuamente entre una barca y otra. Quizá en el momento de la pesca nos demos cuenta que tal vez fue decisivo lavar las redes para que no se rompieran: ese detalle de cuidado de las cosas pequeñas ha hecho que resistan. Y ha sido necesaria entonces la ayuda de otra barca. Luchar por la santidad es tratar de ayudar en las necesidades del otro sin pensar que ahora “tiene que arreglárselas solo; tiene su propio barco, yo tengo el mío”.

Lavar las redes e ir hacia la otra barca significa cultivar las virtudes y las cualidades relacionales que ayudan a llevarse bien con los demás, porque no hay santidad encerrada en una torre de marfil, en un edificio donde todo es preciso y no hay contratiempos. En la convivencia ordinaria, aporta hablar con sentido positivo, más aún cuando se trata de personas, para reconocer las cosas buenas que han hecho. En general, hablar bien de los demás, mostrar estima, ayuda a crear ese buen ambiente que san Pablo recomienda: “Competid en la estima hacia los demás” (Rm 12, 10). Esto significa que se tiene que notar ese amor; no se puede querer a una persona sin manifestar ese cariño con palabras o gestos.

En el mensaje que el Señor ha confiado a san Josemaría hay también otro aspecto esencial. La santidad en la vida diaria no es solo una llamada a la vida individual de una persona: hay algo más. La llamada específica es una vocación personal, una especie de “ignición del bautismo”, que nos hace descubrir que la normalidad de la propia vida es una llamada y al mismo tiempo una misión. Es preciso sentirse enviado, con la misión de llevar luz y afecto allí donde cada uno desarrolla su propia vida. No porque sea mejor, sino porque he sido llamado. No se trata de una elección hecha en virtud de una supuesta superioridad, sino una misión para la que el Señor, en su sorprendente imaginación y bondad, nos elige y nos envía por medio del bautismo.

Atreverse a más, sin ser héroes

Cuando se da cuenta de lo que ha pasado, es decir, de que Jesús se ha metido en su barca después de un fracaso y de que entonces, paradójica y milagrosamente, la pesca ha sido un éxito, Simón Pedro se arroja a los pies de Jesús diciendo: “Señor, aléjate de mí porque soy un pecador” (Lc 5, 8). Pedro tiene miedo. Se trata de un sentimiento normal cuando uno percibe que Dios le llama. Si este encuentro fuera una cuestión académica, histórica, si fuera objeto de un estudio sobre otra época u otras personas, no tendría miedo. Pedro, por otro lado, tiene miedo de cómo se puede transformar toda su vida. Tiene miedo porque se siente llamado personalmente a involucrarse, a tratar de dar lo mejor de sí mismo, aquí y ahora.

Es preciso sentirse enviado, con la misión de llevar luz y afecto allí donde cada uno desarrolla su propia vida

Recuerdo que en un encuentro con jóvenes, el Papa san Juan Pablo II escuchó a un grupo cantando “Se puede dar más”, una canción que había ganado el festival de San Remo. Inmediatamente después, improvisó un comentario sobre la canción y dijo que había un verso muy profundo: “Pueden atreverse a más sin ser héroes. Hay quienes piensan que para atreverse a algo hay que mostrar ya una virtud heroica. Pero no todo es heroico, lo que cuenta es el valor y siempre podemos atrevernos a más sin ser héroes” (Juan Pablo II, Encuentro con los jóvenes del UNIV, 19 de abril de 1987). Se puede dar más sin que esto nos convierta en personas diferentes, diversos de quien el Señor quiere que seamos. “Tú, Señor –podríamos decirle–, me pides que sea lo que soy, pero siendo la mejor versión de mí mismo”. Es como cuando nos hacen una foto y sonreímos. No es que la sonrisa sea falsa, sino que al sonreír estamos dando lo mejor que llevamos dentro. Es la mueca la que no es auténtica. La sonrisa siempre es auténtica aunque suponga un esfuerzo, y el Señor nos pide una santidad sonriente. Toda persona que nos ama, si lo pensamos bien, nos imagina sonrientes, porque es nuestro verdadero rostro.

El cardenal Luciani, unas semanas antes de convertirse en Juan Pablo I, escribió que Josemaría Escrivá de Balaguer (que en aquel momento ni siquiera había sido beatificado) había enseñado a convertir el trabajo en una “sonrisa diaria”. Muchas veces la santidad consiste en sonreír a los propios límites, a los del cónyuge, del colega, de los amigos… en definitiva, en sonreír a la realidad, porque nos sabemos mirados con cariño por nuestro Padre Dios. No tenemos que ser héroes pero, al mismo tiempo –diría san Juan Pablo II– sí que podemos hacer más.

Es consolador saber que los tres apóstoles más cercanos a Cristo, cuando fueron llamados, sintieron miedo

Jesús comprende muy bien nuestro miedo y el de Simón Pedro y dice: “No tengas miedo”. Poco antes puede leerse en el Evangelio de Lucas un detalle muy bonito sobre el estado de ánimo del apóstol: “el asombro lo había invadido a él y a todos los que estaban con él por la pesca que habían hecho” (Lc 5, 9), incluso a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo y compañeros de Simón. Es consolador saber que los tres apóstoles más cercanos a Cristo, cuando fueron llamados, sintieron miedo, “se llenaron de asombro”, tal vez pensando: “No puede ser, no soy un profeta, no soy un santo”. Jesús dice a Simón: “No tengas miedo. De ahora en adelante serás pescador de hombres” (Lc 5, 10). Es decir, a partir de ahora no solo tendrás un trabajo, sino que ayudarás a otros a través de tu vida, tu trabajo, tu presencia. Pero debemos entender bien este “de ahora en adelante”, que no significa de una vez por todas; significa más bien que cada vez que tengamos miedo, el Señor nos dirá: “No tengas miedo, a partir de ahora... vuelve a empezar”.

La fiesta litúrgica de san Josemaría es el 26 de junio. Unas semanas antes de su muerte (a finales de marzo de 1975), san Josemaría celebró el 50º aniversario de su ordenación sacerdotal e hizo una reflexión espontánea e improvisada sobre su vida: “He querido –decía– hacer la suma de estos cincuenta años, y me ha salido una carcajada. Me he reído de mí mismo, y me he llenado de agradecimiento a Nuestro Señor, porque es Él quien lo ha hecho todo”.

Esta es la santidad a la que estamos llamados. No es la de los que dicen “a partir de ahora mi trabajo, mis relaciones, mis hijos serán como yo digo”, sino la de los que se dan cuenta de que al final siempre es Dios quien lo hace todo. Al contemplar la llamada de los apóstoles en el Evangelio, es bueno recordar que Pedro, Santiago y Juan cometerán después muchos errores, pero que Jesús continuará llamándolos. La llamada a la santidad es diaria, no es de una vez por todas, sino que se renueva cada día. Fuera de Nuestra Señora, no hay santo que en la tierra no haya tenido experiencia del pecado, y el Señor no se aleja de sus hijos por esta razón, no se aleja de nuestra casa porque nos equivoquemos, sino que sube cada día a nuestra barca. A nosotros nos corresponde acogerlo, confiando en la promesa de una vida llena de frutos, de una vida hermosa.

Y vale la pena tratar de responder cada día, como la Virgen: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Carlo De Marchi