Durante estos meses de alerta sanitaria, los ancianos de la Residencia de Ancianos “El Rocío” (Vigo), en la que trabajo como auxiliar de clínica desde hace cuatro años, solo han podido ver a sus familiares a través de videoconferencias o conversaciones telefónicas, lo que ha supuesto una dura circunstancia.
Mi trabajo consiste en levantar a los ancianos, asearles, darles la comida, hacer actividades con ellos, etc. Pero va mucho más allá
Hemos hecho lo posible para suplir el cariño de las familias ya que necesitan sentirse acompañados, acogidos y comprendidos. Han sido largas semanas en las que he tenido más presentes que nunca estas palabras de San Josemaría: “Para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él”.
Esta residencia pertenece a la Fundación San Rosendo de la diócesis de Orense. Mi trabajo consiste en levantar a los ancianos, asearles, darles la comida, hacer actividades con ellos, etc. Pero va mucho más allá, pues procuramos darles muestras de afecto: una caricia, mirarles a los ojos o sencillamente escucharles.
Sin enfermos por la COVID-19
Desde un principio, hemos procurado tener en cuenta todas las medidas sanitarias aconsejadas. Gracias a la rápida actuación, no hemos tenido enfermos de COVID-19. A pesar de todo, como en el resto de residencias, hemos vivido una dura realidad y durante el confinamiento han fallecido dos mayores por otras causas.
A pesar de todo, como en el resto de residencias, hemos vivido una dura realidad
A Carmen, enferma de cáncer, le costó mucho dejar su casa para venir aquí. Fueron precisos muchos momentos de conversación para ganar su confianza. Uno de los aspectos que más le ayudó fue el rezo del Rosario que suelo dirigir todos los días a las 16:00 horas. También solía ir a misa. Esto le ayudó a enfrentarse a la muerte con fe. En una ocasión me dijo: “Ya me puedo morir, estoy preparada”. Al día siguiente la trasladaron al hospital y falleció allí.
La gran mayoría son conscientes de que están en la última etapa de su vida, que han dejado su casa y que ya no volverán a ella. Se preguntan si morirán con alguien que les acompañe, si les dolerá, etc. Su mayor miedo es la soledad. Muchos se sienten solos, especialmente aquellos a los que nadie va a visitar.
Concha, Jalib y María Ángeles
Concha padece alzhéimer, pero físicamente se encuentra bien. Es una mujer que demanda una atención constante: está muy desorientada y se siente sola. Y vivir fuera de su casa le provoca un estrés más allá del habitual. “¿A dónde voy?, ¿seguro que puedo estar aquí?, ¿me van a regañar?”, me pregunta. Concha necesita sentirse tranquila, con confianza y, por eso, lo importante es tener con ella detalles de cariño y atención. Le gusta que le dé la mano, que la acompañe, peinarla, hacerle gestos de delicadeza, respeto y dignidad.
Y es que las personas que trabajamos en estos lugares no podemos curar este tipo de enfermedades, pero podemos cuidarles. Muchas veces me viene a la cabeza esta frase de Santa Teresa de Calcuta: “La peor enfermedad es la soledad ante el sufrimiento”.
Uno de mis compañeros, Jalib, musulmán de origen libanés, tiene presente que, en su religión, también tratan a los mayores con mucho respeto. Un día me comentó que notaba la mayor serenidad que tienen los creyentes por su fe en una vida tras la muerte, aspecto que confirman estudios científicos realizados en el tratamiento de mayores.
Ahora, los ancianos han comenzado a ser visitados por sus familiares y se nota su alegría
Por ejemplo María Ángeles, una residente supernumeraria del Opus Dei, que falleció y dejó en su mesilla 12 estampas de san Josemaría. Al arreglar su habitación, alguien las había tirado. Sin embargo, uno de mis compañeros, Pablo, las recogió, se quedó con una y el resto me las dio a mí. Lo hizo por las veces que le había hablado de él.
Desde hace unas semanas, los ancianos están recibiendo visitas de sus familiares y se nota su alegría. Son visitas a distancia, separados por una línea roja porque se siguen extremando las medidas sanitarias de prudencia.