Olegario Peña Vega tiene 94 años y es sacerdote desde 1951. Risueño, ágil, feliz. Es “el cura más viejo de la diócesis de los que andan por la calle”, una reliquia viva de la historia de la Iglesia en Canarias y un testigo protagonista de los primeros cincuenta años de vida de la Obra en estas islas afortunadas.
Natural del municipio de Valdesequillo y sus palmerales, hoy reside en el corazón de Las Palmas de Gran Canaria. En estos 70 años de sacerdote ha ido pasado por diecisiete parroquias intentando entender, querer y encender a las personas que le han asomado su alma. Ha tratado de ser un sacerdote dispuesto, con el sí en la boca, los brazos abiertos, y Jesús en sus palabras, en sus gestos y en su intención.
Don Olegario es el segundo sacerdote agregado que pidió la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz en Canarias, allá por la primavera de 1969, cuando casi todo esto era campo para el desarrollo del Opus Dei en aquel rincón de España. Un año antes se habían inaugurado los primeros viajes apostólicos de personas de la Obra a la capital de Gran Canaria y dos años después se levantó el primer centro.
Le tenemos en un sofá, a la distancia de seguridad oportuna, con la mascarilla al acecho. Se le ve feliz hablando de su ministerio, de sus años en la Obra, y de estas cinco décadas prodigiosas que han pasado en la historia de las islas con personas del Opus Dei intentando santificarse por sus calles y tratando de difundir, con su ejemplo, el espíritu encarnado de un compromiso cristiano en medio del mundo.
Se le encienden los ojos hablando de su obispo, y de los obispos que han pasado por su trayectoria sacerdotal, porque han sido “los san-pedros de Canarias”. “Tengo la obediencia muy metida en la cabeza y en el alma”. Don Olegario es un hombre con los pies en la arena y un sacerdote enamorado de su vocación. En su sotana conviven los brillos y las oscuridades del alma humana, pero él ha logrado salir indemne de cualquier atisbo de cinismo, porque está cerca de Dios y eso se nota, porque por la boca vive el pez.
“A mí san Josemaría me robó el corazón”, dice, y a él esa conexión con más de 52 años de vida le ha dado alas para vivir su sacerdocio. Del fundador del Opus Dei bebió conceptos fundamentales de su espíritu que salen, con naturalidad, en esta conversación: la filiación divina, el valor divino de lo humano, la vida de infancia, el amor al Papa y a los obispos, el trato de cariño con la Virgen María… “La Obra es un milagro para el mundo. La pena es que el mundo y los que estamos en la Obra no seamos conscientes de eso con nuestra fidelidad”.
Sonríe, rebobina con la elasticidad de un atleta, y entre recuerdo y recuerdo da gracias a Dios, y expresa con sencillez “que cada vez tengo más claro eso de la pata de banco de la que hablaba san Josemaría: que se sirve de cualquier instrumento, aunque no tenga las mejores condiciones, para extender el Reino de Cristo”.
Salvavidas, boya y faro
Don Olegario está así, contento y ágil a sus 94. Con esa juventud de espíritu que es capaz de tirar de cualquier no-puedo. En estos años ha construido sus muletas de optimismo con piedad y con obras. Cuesta arriba y cuesta abajo. Con marea alta y marea baja. Con cielo claro y con panza de burro. “A mí me ha servido siempre vivir con fidelidad el plan de vida, que es sagrado”. Su Misa, sus ratos de oración, sus cosas con Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, María, san José. Todo eso, en medio de la agenda efervescente de un sacerdote 4x4, que a veces es las manos y los pies de un barrio, el salvavidas de más de una persona sola, el ancla que estabiliza las penas que naufragan en océanos bravíos, la boya que saca a flote la esperanza, el faro que ilumina el camino de quien no sabe a qué puerta llamar.
Dice don Olegario que “la gran desgracia de los cristianos -religiosos, sacerdotes o laicos, da igual-, es sucumbir al demonio, al mundo y a la carne sin dejarse arrastrar por la omnipotencia de nuestro Padre”. Quizá ese sea el resumen de su biografía sacerdotal. Algo de eso transmiten sus ojos.
Con este porte palpable de nonagenaria juventud, el presbítero canario cuenta que sigue admirado al comprobar “cómo Dios elige a las personas”, y la eficacia “de la presencia de Dios en la historia”. Que sigue aprendiendo todos los días, y que ahora “aprendo a morir”. Recuerda a su madre, que le explicó la Trinidad con los dedos, y elogia el fruto de su devoción a la Divina Misericordia, “que es la que me ha traído hasta aquí” y la que le ha ayudado a “encontrar soluciones para las personas” sin pasar de largo por la vida de la gente.
Esa mirada jovial que ha vencido la tentación a envejecer no mira para otro lado, como si todo el pasado hubiera sido un cuento de Navidad. No. Él ha trajinado en municipios con récords de prostitutas por metro cuadrado, y ha sabido mirarlas a los ojos y entender el alcance de aquella alerta del Evangelio: “Os precederán…”. Y ha lidiado con las corrientes anticristianas y los tsunamis ideológicos del modernismo o el paganismo. Él, sacerdote encendido, ha visto y contempla cada día “la pena de que el hombre se haya olvidado de Dios y que idolatre el dinero, el poder y el placer”. Su respuesta no es un cíclico ¡qué mal está el mundo! o echar el pestillo a la grandeza de su misión para evitar quemarse en el último tramo del camino. Su respuesta es tener a Dios muy presente cada día.
Los mismos pasos, el mismo horizonte
Combina en sus pasos el servicio a la Iglesia y su vocación al Opus Dei. Avanzan juntos al centenario su amor al Papa, a los obispos –“yo los he querido con locura”-, y a san Josemaría, “que es un padrazo”. Se mezclan como la vida misma en sus palabras aspectos que se explican con puntillismo en los tratados, y en los libros de derechos particulares. Iglesia diocesana hasta los tuétanos. Espíritu del Opus Dei hasta la médula.
Don Olegario viste sotana desde el tercer año de seminario, y lo hace sin arrastrar los pies. Lento al pasear, a sus 94, pero con un ritmo interno de serena admiración. Con su historial de luchas y sus propias confesiones. “Sin perder el punto de mira de todo cristiano”, que es el cielo. Él, que quería ser militar, y lleva ya setenta años de cura con los ojos achispados. “Estoy para lo que Dios quiera”. Dispuesto todavía. Porque “mi tiempo es para dárselo a Dios”.
Veníamos a escuchar apuntes históricos del cincuenta aniversario de la Obra en Canarias, pero nos hemos llevado un testamento, porque la verdadera historia la escriben las personas fieles con las luces y las sombras de sus vidas.