Primeros años de sacerdote

Tras su ordenación, san Josemaría desarrolló diversas tareas. En 1928 vería el Opus Dei, y dedicaría su vida a seguir esa específica voluntad del Señor.

En el curso 1925–26, aunque se había matriculado como alumno no oficial, frecuentó las clases de la Facultad de Derecho. En junio de 1926 se presentó a Derecho Internacional Público (Matrícula de Honor), Derecho Mercantil (notable), Derecho Político (notable) y Derecho Administrativo (aprobado). En la convocatoria de septiembre aprobó Derecho Penal, Hacienda Pública, y Procedimientos judiciales, y consiguió notable en Derecho internacional privado. Le quedaba sólo, para terminar la carrera, una asignatura, Práctica forense y redacción de instrumentos públicos. Acogiéndose a la R.O. de 22 de diciembre de 1926, sobre exámenes extraordinarios para alumnos a quienes no faltasen más de dos asignaturas para acabar sus estudios, la aprobó en la convocatoria extraordinaria de enero de 1927. Obtuvo así el título de Licenciado en Derecho, pues entonces estaba vigente un R.D. de 10 de marzo de 1917, que había suprimido las reválidas y ejercicios para la obtención de títulos. Bastaba pagar los derechos –37,50 Ptas.–, cosa que hizo el 15 de marzo de 1927, al mismo tiempo que solicitaba el traslado de expediente a Madrid, para cursar allí el doctorado.

David Mainar Pérez se acuerda bien de aquellos años, especialmente del curso 1925–26, en que don Josemaría, ya sacerdote, iba asiduamente a la Facultad. No se le ha olvidado el banco del patio de la Universidad en que pasaron tantos ratos entre clase y clase. Era “muy abierto en el trato con los demás”. Llegó a tener verdadera amistad incluso con alumnos que tenían muchas dudas de fe. Sabía acomodarse con gracia a las conversaciones de los estudiantes, que podían haber dado lugar a situaciones violentas para un sacerdote por los temas o el lenguaje. Pero –continúa David Mainar– “tenía un algo especial para salir airoso –con su personal sentido del humor– de momentos embarazosos, sin perder la dignidad y haciéndose respetar delicadamente, sin violencia”.
Otro compañero, Juan Antonio Iranzo Torres, alude también a que, al principio, se le miraba con cierto reparo, pero la confianza y la llaneza con que se mostraba, hizo que todos le tratasen enseguida como uno más. Elogia su carácter llano y sencillo, nada engolado, ni que pudiese pensarse vanidoso. Domingo Fumanal remacha esta idea: “Alguien ha dicho que era vanidoso, y esto es absolutamente mentira: era todo lo contrario”; “era un hombre íntegro que, sonriendo, sabía mantener Sus principios”. Y agrega que ponía especial cuidado en el trato con mujeres.
Un día mencionó a Domingo Fumanal su posible marcha a Madrid. Le pareció lógico, porque “en Zaragoza no tenía campo, ni le ayudaban como merecía”, pensó Fumanal. Don Josemaría apuntó la posibilidad de colocarse como preceptor, y Fumanal le dio algunos consejos, con lenguaje vivo de estudiante, para que tratase a las mujeres de una manera distinta a como venía haciéndolo: por la delicadeza con que el joven sacerdote vivía la castidad, su amigo temía que no pudiera prosperar en ese tipo de trabajo.
Don Josemaría se había planteado salir de Zaragoza, porque, con su corazón dispuesto a secundar el querer divino, pensaba que eso que Dios le pedía –pero aún ignoraba– podría cumplirlo más fácilmente en una ciudad como Madrid. No obstante, mientras esperaba nuevas luces de Dios, continuó su trabajo sacerdotal en la diócesis de Zaragoza.

Al día siguiente de su primera Misa en la capilla del Pilar, había salido para Perdiguera, a 24 kilómetros de Zaragoza, en el extremo occidental de la comarca de los Monegros, entre la sierra de Alcubierre y el valle inferior del río Gállego. Durante e? tiempo que estuvo en ese pueblo, vivió con una familia de campesinos, todos fallecidos ya: Saturnino Arruga; su mujer, Prudencia Escanero, y un hijo. En los dos meses que pasó allí, no cesaron las inquietudes de su alma:
Me hospedé en casa de un campesino muy bueno. Tenía un hijo que todas las mañanas salía con sus cabras, y me daba pena ver que pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.
Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:
–Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
–¿Qué es ser rico?, me contestó.
–Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...
–Y... ¿qué es un banco?
Se lo expliqué de un modo simple, y continué:
–Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?
Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:
–Me comería ¡cada plato de sopas con vino!...
Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo.
Esto lo hizo la Sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa.

En Perdiguera trabajó –hasta el 18 de mayo de 1925– como un sacerdote ejemplar, según estima el entonces monaguillo, hoy sacristán de la parroquia, don Teodoro Murillo Escuer: tiempo de confesionario, Santa Misa, rosario por la tarde, hora santa los jueves, catequesis y primeras comuniones, preocupación especial por los enfermos. Los visitaba con frecuencia y, si les pedían sacramentos, siempre los facilitaba: “Por aquella época sólo se solía llevar la Sagrada Comunión a los enfermos graves, y en procesión; él la llevaba a todos los enfermos que la pidiesen y en privado”.
Teodoro Murillo sintió de veras su marcha. En tan poco tiempo le había tomado gran afecto, porque era “alegre, con un humor excelente, muy educado, sencillo y cariñoso”.
Don Josemaría volvió a Zaragoza. Dedicó más horas que antes a terminar sus estudios civiles. Su madre y sus hermanos vivían con él en una casa de la calle de San Miguel –derribada años después–, poco más allá del cruce con la de Santa Catalina. Dio clases de Derecho Romano y Canónico en el Instituto Amado, quizá para atenderlos económicamente.
Dirigía aquel centro, situado en la calle de Don Jaime 1, número 44, don Santiago Amado Lóriga, capitán de Infantería, Licenciado en Ciencias. Era una academia, como las que existían en las ciudades más importantes del país, en la que se podían estudiar el Bachillerato y los cursos preparatorios de algunas Facultades. También se preparaban allí alumnos para el ingreso en las Escuelas de Ingenieros y en las Academias Militares, o para las conocidas oposiciones a Abogados del Estado, Judicatura, Notarías y Registros, o para otros muchos concursos a cuerpos del Estado. En el Instituto Amado se formaban además estudiantes de Derecho, Letras, Ciencias, Comercio y Magisterio.
Debió ser un centro de prestigio –no pura academia preparatoria de oposiciones–, pues en 1927 comenzó a publicar una, revista mensual, en la que, junto a informaciones generales, se incluían ensayos especializados sobre Derecho, temas militares, o Ingeniería y Ciencias. Entre sus profesores figuraron personas que serían antes o después catedráticos de Universidad, o figuras conocidas en la vida española. En el número 3 de la revista, correspondiente a marzo de 1927, aparece, por ejemplo, una nota de don Santiago Amado, director del Instituto, que explica la ausencia de la colaboración de un profesor del centro, don Luis Sancho Seral, porque acaba de ganar sus oposiciones a la cátedra de Derecho Civil en Zaragoza. Se publica también en ese número un artículo de don Josemaría Escrivá, sobre La forma del matrimonio en la actual legislación española: es el primer texto impreso que se conoce del Fundador del Opus Dei.
En Zaragoza celebraba Misa por lo general en la iglesia de San Pedro Nolasco, de los PP. Jesuitas, que residían en las torres de San Ildefonso, pero iban a San Pedro para el culto (todos los Padres y Hermanos de aquella comunidad han fallecido). Acudía, con gente joven, a varias catequesis, una en el barrio de Casablanca. En la Semana Santa de 1927 fue destinado a Fombuena. En el archivo de la Notaría Mayor del Arzobispado de Zaragoza consta su nombramiento como regente auxiliar del señor párroco de Perdiguera (30 marzo de 1925), pero su nombre no vuelve a aparecer en ese archivo, hasta el 17 de marzo de 1927, en que se le concede permiso por dos años, para marchar a Madrid, con motivo de estudios.
Mientras esperaba confiadamente la definitiva luz de Dios, don Josemaría fue –como será toda su vida– un sacerdote cien por cien, entregado a su ministerio.

“Era un sacerdote íntegramente sacerdote y con todas sus consecuencias. Esta era la impresión imborrable que hacía en todos los que le tratamos en aquella época”, afirma el doctor don Juan Jiménez Vargas, hoy catedrático de Medicina, que conoció al Fundador del Opus Dei en 1932. A lo largo de estas páginas, tendremos ocasión de ver las más diversas consecuencias de la identificación de Mons. Escrivá de Balaguer con su sacerdocio. Todas obedecen a una única raíz: el amor al Santo Sacrificio de la Misa.
A mis sesenta y cinco años –comentaba en 1967–, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera. Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino.
A Cristo también le costó esfuerzo. Su Humanidad Santísima se resistía a abrir los brazos en la Cruz, con gesto de Sacerdote eterno. A mí nunca me ha costado tanto la celebración del Santo Sacrificio como ese día, cuando sentí que también la Misa es Opus Dei. Me dio mucha alegría, pero me quedé hecho migas.

“Toda su vida –ha escrito don Marcelo González, Cardenal Primado de España– fue como la prolongación de una Misa interrumpida que glorificaba al Padre, trataba de obtener el perdón para el pecado mediante la gracia sacramental, y ponía el trabajo profesional y las preocupaciones familiares como una hostia purificada junto al altar. Todo esto es lo que percibí en las conversaciones que tuve con él, y también lo he captado con sus escritos, y lo vengo comprobando en los sacerdotes del Opus Dei que he conocido”.

Sobre la Santa Misa, sobre la Sagrada Eucaristía, el Fundador del Opus Dei ha dejado páginas bellísimas. Son reflejo de su corazón enamorado, que entendía la Misa como un epitalamio, como un canto de bodas, manifestación de amor.
Es patente el influjo de esos textos, que han llevado a muchísimas almas, en el mundo entero, a saborear la divina realidad de que la Santa Misa es el centro y la raíz de la vida interior, como precisaba constantemente Mons. Escrivá de Balaguer, desde que era un joven sacerdote, y recogería textualmente el Concilio Vaticano II, muchos años después.
Las palabras del Fundador del Opus Dei sobre la Santa Misa mueven y conmueven, porque traslucen una realidad plena y enteramente vivida. “Creo que su chifladura era la Santísima Eucaristía”, estima don Joaquín Mestre Palacio, Prior de Nuestra Señora de los Desamparados en Valencia, que amplia así su testimonio: “Me viene a la memoria el cariño, la unción y la piedad con que al señor Arzobispo (se trata de don Marcelino Olaechea) y a mí nos enseñaba los oratorios de Bruno Buozzi (sede central del Opus Dei), deteniéndose especialmente en el Sagrario. Nos lo mostraba con la misma delicadeza y unción con que un misacantano, enamorado del sacerdocio, podría mostrar el cáliz de su primera Misa”.
Muchas personas han tenido ocasión de asistir a una Misa celebrada por Mons. Escrivá de Balaguer. Sus comentarios son unánimes, acerca del modo intenso, delicado, profundamente piadoso, con que celebraba.
El actual obispo de Sigüenza–Guadalajara, don Laureano Castán Lacoma, no ha olvidado las Misas del sacerdote recién ordenado, don Josemaría, en Fonz, un verano de 1926 ó 1927. Don Laureano, entonces seminarista, pasaba en Fonz –su pueblo natal– las vacaciones. Coincidieron con ocasión de las cortas visitas que don Josemaría, con su familia, hacia a su tío, mosén Teodoro, beneficiado de la capellanía de la casa Moner. Don Laureano le ayudó alguna vez a celebrar la Santa Misa en la capilla de los señores de Otal –Barón de Valdeolivos–, con quienes le unía –también a don Laureano Castán Lacoma– una gran amistad. Y enaltece “la piedad y fervor con que celebraba el Santo Sacrificio, al que yo me unía con piedad y devoción grandes, que no le pasaron inadvertidas a Mons. Escrivá, como en fecha reciente me comentaba por escrito don Álvaro del Portillo. Es fácil de entender que ya entonces vivía lo que años más tarde escribiría: La Misa es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la persona de Cristo, y en nombre de Cristo”.