Queridos hermanos y hermanas.
1. Para comenzar, os sugiero dar gracias a Dios con todo el corazón porque, en el mundo entero, millares y millares de personas se reúnen hoy para agradecer al cielo la eficacia apostólica de la vida del queridísimo Obispo, Prelado del Opus Dei, don Álvaro del Portillo.
Aún resuenan en nosotros las palabras de Jesús en el Evangelio: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien (Mt 11, 25-26).
Entre las verdades reveladas por Cristo, la de nuestra filiación divina llena de alegría nuestras almas, siempre que nos detenemos para meditarla. En efecto, en la fuente bautismal, Nuestro Señor Jesucristo nos ha convertido en verdaderos hijos de Dios Padre por la gracia del Espíritu Santo. Desde ese momento, hechos partícipes de la naturaleza divina, hemos comenzado a formar parte de la familia de Dios. Nos lo han recordado las palabras de San Pablo a los Romanos: Hermanos, los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 14-15).
Ser hijos de Dios en Cristo es el distintivo de los cristianos, la condición fundamental de los seguidores de Jesús. Como bien sabéis, San Josemaría Escrivá recibió de Dios un sentido vivísimo de la filiación divina, para vivirlo personalmente y para enseñarlo a los demás. Ésta fue siempre su predicación. «Todos los hombres —escribía— son hijos de Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!»[1].
2. Este mensaje de perenne actualidad se hace aún más apremiante durante las semanas de preparación a la Pascua. En efecto, con su muerte y su resurrección, el Señor nos ha ganado la filiación divina adoptiva: dignidad inmensa que la mente humana nunca habría podido imaginar. Los Padres de la Iglesia, al exponer esta verdad, no dejan de manifestar su maravilla. «¿Qué es más asombroso —se preguntaba, por ejemplo, San Pedro Crisólogo—, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo?, ¿que se una a nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad?, ¿que asuma Él la muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿que nazca en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos suyos?, ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga herederos suyos, coherederos de su único Hijo? Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo, el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor»[2].
La fe en nuestra filiación divina en Cristo debería provocar en nosotros, cada vez que nos paramos a meditarla, un estupor grandísimo y una alegría inmensa. ¡Nunca deberíamos acostumbrarnos a esta realidad! Así vivió Mons. Álvaro del Portillo, especialmente desde el comienzo de su vocación al Opus Dei, cuando aprendió y experimentó plenamente las consecuencias prácticas de esta verdad. El queridísimo don Álvaro asimiló perfectamente las enseñanzas de San Josemaría; las hizo carne de su carne, vida de su vida. Quienes lo hemos conocido, recordaremos siempre la serenidad, la paz, el confiado abandono en las manos de Dios que lograba transmitir —a veces sólo con la mirada, con la sola presencia—, precisamente como fruto de quien se sabe y se siente hijo de Dios.
Este rasgo tan característico de su vida asume hoy para nosotros el valor de un ejemplo. Desde el cielo, nos invita a acordarnos de nuestra filiación divina en todo momento, y especialmente cuando las circunstancias de la vida traten de empujarnos en el foso oscuro de la tristeza o del desánimo. Escuchemos unas palabras suyas, tomadas de una carta pastoral. «El conocimiento de que somos hijos muy queridos de Dios nos moverá poderosamente. En efecto, la meditación frecuente de esta verdad trae consigo unas consecuencias bien precisas en la lucha interior, en el trabajo y en la labor apostólica: en toda la conducta. A impulsos de la piedad filial, la fe se hace inconmovible, la esperanza segura, la caridad ardiente. Ninguna dificultad, de dentro o de fuera, será capaz de remover nuestro optimismo, aunque externamente todo nos resulte arduo. Y como dote inseparable de este don preciosísimo, viene al alma el gaudium cum pace, la alegría y la paz, tan propia de los hijos de Dios (...), para que las sembremos abundantemente a nuestro alrededor»[3].
3. Muchos de los participantes en esta Santa Misa han venido a Roma con ocasión del Congreso Internacional de la Familia. Estáis aquí para dar testimonio, una vez más, de la belleza de la familia, que está fundada sobre el matrimonio, y para contribuir a la solución de algunos de los problemas con los que se confronta la sociedad civil en nuestro tiempo. Conscientes de vuestra filiación divina, y plenamente coherentes con vuestra fe cristiana, conocéis perfectamente que hay algunos puntos que hemos de defender a toda costa y promover con fortaleza y perseverancia, para el bien de todos. Nos mueve a esta actitud la lealtad hacia la ley de Dios y, en consecuencia, el deseo de sembrar en las almas la alegría y la paz.
El Santo Padre Benedicto XVI habla con frecuencia de estas cuestiones, aclarando sin cansarse que no es lícito ceder en ellas, porque está en juego el destino de la sociedad civil. Recientemente, una vez más, ha recordado esos temas en la exhortación apostólica sobre la Eucaristía. Hablando de la coherencia eucarística, el Papa escribe: «El culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe»[4]. Entre los puntos que todos hemos de defender y testimoniar, Benedicto XVI indica algunos valores fundamentales, «como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables»[5].
Vida, familia, libertad: tres grandes temas que interesan a todos los hombres y a todas las mujeres de buena voluntad, porque se hallan profundamente enraizados en la naturaleza humana. Es obvio que, en algunos de estos puntos, corresponde sobre todo a las personas casadas dar una respuesta humana y cristiana, con las palabras y con las obras. Os invito, pues, a intensificar vuestros esfuerzos y a uniros a tantas otras personas —incluso no católicas y no cristianas— que se sienten amenazadas en sus convicciones más profundas, para vencer el desafío lanzado por un modo de pensar secularizado y relativista.
4. Este empeño civil y de defensa de las raíces cristianas de nuestra sociedad era muy querido por don Álvaro. Recuerdo la prontitud y determinación con que secundó siempre las directrices del Papa. Por ejemplo, pienso en su carta pastoral de diciembre de 1985, escrita para animar a los fieles y a los cooperadores de la Prelatura del Opus Dei a tomar parte activa en la nueva evangelización de la sociedad. En aquellas páginas, después de exponer los peligros que amenazan a la sociedad, cuando no se reconoce el lugar primario de Dios en ella, mi amadísimo predecesor impulsaba a todos a una acción concreta e incisiva; y señalaba que el remedio más eficaz es la vida interior, la unión de cada uno con Dios y, como consecuencia necesaria, el apostolado personal, a través de la vida ordinaria de trabajo y de las relaciones sociales[6].
Al ofrecer esta Santa Misa en sufragio por don Álvaro, en el decimotercero aniversario de su partida de este mundo, pidámosle que interceda por estas intenciones. Las confiamos especialmente a Aquella que ha llevado en su seno a la Vida con mayúscula, el Hijo de Dios hecho Hombre. Que la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, Reina de la familia, nos ayude a sacar adelante este apostolado tan trascendental en los momentos actuales del mundo y de la Iglesia. Así sea.
Roma, Basílica de San Eugenio, 23-III-2007
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64,
[2] San Pedro Crisólogo, Sermón 67.
[3] Mons. Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 1-V-1988.
[4] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2207, n. 83.
[5] Ibid. [6] Cfr. Mons. Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 9.