El encargo que recibió un puñado de hombres en el Monte de los Olivos, cercano a Jerusalén, durante una mañana primaveral allí por el año 30 de nuestra era, tenía todas las características de una "misión imposible". Recibiréis el poder del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra (Act 1, 8).
Las últimas palabras pronunciadas por Cristo antes de la Ascensión parecían una locura. Desde un rincón perdido del Imperio romano, unos hombres sencillos —ni ricos, ni sabios, ni influyentes— tendrían que llevar a todo el mundo el mensaje de un ajusticiado.
Menos de trescientos años después, una gran parte del mundo romano se había convertido al cristianismo. La doctrina del Crucificado había vencido las persecuciones del poder, el desprecio de los sabios, la resistencia a unas exigencias morales que contrariaban las pasiones. Y, a pesar de los vaivenes de la historia, todavía hoy el cristianismo sigue siendo la mayor fuerza espiritual de la humanidad. Sólo la gracia de Dios puede explicar esto. Pero la gracia ha actuado a través de hombres que se sabían investidos de una misión y la cumplieron.
Cristo no presentó a sus discípulos esta tarea como una posibilidad, sino como un mandato imperativo. Así leemos en San Marcos: Andad a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; mas el que no crea, se condenará (Mc 16, 15-16). Y San Mateo recoge las siguientes palabras de Cristo: Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 19-20).
Son palabras que traen a nuestra memoria las pronunciadas por Jesús en la Ultima Cena —como Tú me enviaste al mundo, así los he enviado Yo al mundo (Jn 17, 18)—, de las que el Concilio Vaticano II ha hecho el siguiente comentario: “Este mandato solemne de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo ha recibido de los Apóstoles con el encargo de llevarlo hasta el fin de la tierra”[1]. [...]
Los primeros cristianos supieron cambiar su sociedad, poniendo todo su esfuerzo al servicio del mandato de Cristo: Entonces, ellos partieron y predicaron por todas partes, mientras el Señor estaba con ellos y confirmaba la palabra con los prodigios que la acompañaban (Mc 16, 20).
Ante una sociedad que parece huir alocadamente de Dios, los cristianos de este siglo hemos sido llamados a realizar una nueva evangelización “En y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”[2].
Y, con palabras de Juan Pablo II, “esto sólo será posible si los fieles laicos saben superar en sí mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su cotidiana actividad en la familia, en el trabajo y en la sociedad la unidad de vida que encuentra en el Evangelio inspiración y fuerza para realizarse en plenitud”[3]. El mundo espera cristianos sin fisuras, cristianos de una pieza. Con fallos, con errores, pero con la firme voluntad de rectificar cuanta voces sea preciso y seguir adelante en el camino que, de la mano de la Virgen, nos lleva al Padre a través de Cristo, Camino, Verdad y Vida.
[1] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 17.
[2] Josemaría Escrivá, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 114.
[3] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, n. 34.
* Artículo publicado en Catholic Familyland, Issue XXVII, pp. 11-14.