Textos de don Álvaro

Ofrecemos algunos textos de don Álvaro del Portillo, procedentes de fuentes diversas y publicados en el libro "Orar. Como sal y como luz". En concreto, el apartado sobre la humildad.

99 Regnáre Christum vólumus! [queremos que Cristo reine]. Para lograrlo, antes ha de reinar en el corazón de cada uno de nosotros. Por eso os aconsejo (...) que os olvidéis de vosotros mismos, que procuréis servir a los demás, a la Iglesia, a través de vuestro trabajo en medio del mundo. Porque entonces el corazón se vaciará del yo, y Dios no encontrará obstáculo alguno para llenarlo según aquella medida buena, apretada y bien colmada hasta que se derrame (Lc 6, 38). Cuando se hace el vacío en un recipiente, basta abrir la más pequeña rendija para que penetre el aire. El vacío atrae, como la humildad reclama la misericordia divina. Si quitamos lo que estorba, el Señor entrará dulce e impetuosamente.

Carta pastoral, 1-VI-1976.

100 «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo —escribió san Agustín—, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad» (Epístola 118, 22). Y esto es así porque «la humildad es la morada de la caridad» (La santa virginidad 51): sin humildad no existe la caridad ni ninguna otra virtud y, por tanto, es imposible que haya verdadera vida cristiana.

Santa Teresa de Jesús afirmaba que «la humildad es andar en verdad» (Las Moradas VI, 10), es decir, caminar constantemente en la realidad de lo que somos. ¿Y qué somos cada uno de nosotros? Hombres y mujeres corrientes, con defectos, como todas las personas, pero llenos también de ambiciones nobles, de deseos de santidad, que el Señor pone y fomenta en nuestras almas; pobres criaturas que conocen sus límites personales y que, al mismo tiempo, son conscientes de que Dios se ha dignado utilizarlas como instrumentos para extender sus acciones de Amor en el mundo, en todos los quehaceres nobles, en todas las situaciones honradas de la sociedad, llegando a todos los pobladores de esta bendita tierra nuestra.

Carta pastoral, 1-VIII-1989.

101 No permitáis que la soberbia os engañe. Mirad que junto al convencimiento de que personalmente no valemos nada, de hecho muchas veces nos buscamos enseguida a nosotros mismos: hablo de una experiencia que nos aflige a todos. Buscarse a sí mismo —cuando no somos nada—, en vez de buscar la gloria de Dios, resulta absurdo. Y por desgracia, en esta situación permanecen muchos miembros de la Iglesia: no la Iglesia, que es santa, sin mancilla, sin mancha ni arruga. Hay pobres ignorantes, aunque se creen personajes, que pretenden poner a Dios en un rincón, porque les molesta; y, con increíble osadía, afirman que la Iglesia no debe ser teocéntrica, sino antropocéntrica. Se dejan arrastrar por el pecado más grave: sustituir a Dios por el hombre. Dios, como algo inservible, a una esquina. Y el hombre, lanzado en busca de una gloria —que, aunque en el caso de los genios durara siglos, siempre sería efímera—, para sí mismo. Estremece pensar hasta qué extremo lleva la locura de la soberbia.

Carta pastoral, 30-IX-1975, n. 52.

102 [La humildad] no consiste en actitudes exteriores, superficiales; es algo muy íntimo, profundamente radicado en el alma. Se manifiesta en el convencimiento profundo y sincero de que no somos mejores que los demás y, al mismo tiempo, en la certeza firme de que hemos sido convocados específicamente por Dios para servirle en medio de las distintas situaciones de cada momento y traerle muchas almas. Esta seguridad nos llena de optimismo, a la vez que nos impulsa a dar toda la gloria a la Santísima Trinidad, sin buscar nada para nosotros mismos, y nos empuja a interesarnos por quienes nos rodean.

Carta pastoral, 1-VIII-1989.

103 Mirad a la doncella de Nazaret. Convencida de su pequeñez, nada la distrae de Dios; mantiene su corazón en vela, pronta en cada momento a alabar y adorar a Quien, desde la eternidad, la ha mirado con predilección y la ha escogido para una misión excelsa. Su alma se vuelca en un cántico de alabanza: Magníficat ánima mea Dóminum! (Lc 1, 46).

La decisión de perseverar, con nuestra Madre, en recogimiento de adoración y de acción de gracias, exige que nos empeñemos en grabar en el alma la gran lección de humildad que fluye de la vida entera de María Santísima. Sólo quien adquiere el pleno convencimiento de su nada, se vuelve idóneo para adorar a Dios, porque los que se llenan de sí mismos, acaban adorando el propio yo o el falso dios que fabrican sus pasiones.

Carta pastoral, 2-II-1979, n. 22.

104 El enemigo capital de nuestra fidelidad a Dios es la soberbia. Con este gran pecado (…) aparece marcada la cabeza del Maligno, que sólo busca obcecar la nuestra, con el fin de confundirnos acerca de quiénes somos y cómo somos: seréis como dioses (Gn 3, 5), nos sugiere arteramente, con distintos matices, con su propuesta ancestral. La humildad de Santa María, en la que se cumple la profunda abnegación del Hijo de Dios —semetípsum exinánivit, formam servi accípiens! (Flp 2, 7), se anonadó hasta tomar la forma de siervo—, aplasta la orgullosa cabeza de la serpiente infernal.

Carta pastoral, 2-II-1979, n. 22.

105 [La humildad] es virtud eminentemente positiva, pues nos da una visión real de lo que valemos delante de Dios: nos lleva a reconocer la grandeza infinita de nuestro Creador y la nada que nos corresponde como criaturas; la vaciedad y locura que supone el pecado y, al mismo tiempo, las riquezas que nuestro Padre Dios ha depositado en nosotros al hacernos hijos suyos por la gracia. La humildad «es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»(AdD94), respondiendo plenamente a aquella profunda aspiración del alma, que san Agustín resumía así: «novérim me, novérim te, nec áliquid cúpiam nisi te» (Soliloquios I, 1), que me conozca, Señor, y que te conozca, y que no desee otra cosa sino sólo a ti.

Carta pastoral, 1-V-1990.

106 Al tropezar con nuestra debilidad, no nos invadirá el desánimo, que sería ilógico: lo natural es prorrumpir en un cántico de acción de gracias, al darnos mejor cuenta de que si Dios nos ha escogido es porque nos ha amado con amor de predilección, sin ningún mérito por nuestra parte. Ante la evidencia de nuestra poquedad, persuadámonos, en cuanto la notemos, de que el Señor nos ilumina con luces más potentes, más misericordiosas, para que miremos mejor los recovecos de nuestra alma. Nos esforzaremos entonces, no con desánimo —fruto de la soberbia—, sino con humilde agradecimiento, en cortar, en corregir, en modificar, y echaremos fuera tanta basura.

Carta pastoral, 30-IX-1975, n. 53.

107 La humildad, que Satanás no puede entender, fue la gran traza divina para vencer la soberbia del diablo. El demonio quizá esperaba una entrada triunfante del Hijo de Dios en el mundo. Y no fue así. Entró por la puerta de la humildad, María, y humildemente vivió con su Madre y con José; y, más tarde, con sus discípulos.

Carta pastoral, 2-II-1979, n. 24.

108 La explosión de santidad que el Señor desea, se traduce en crecer en humildad. A más humildad, más santidad.

Carta pastoral, 1-V-1990.