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Sexualidad y amor

La realidad humana es una realidad corporal y espiritual. Siendo aspectos distintos se presentan de manera conjunta: no deja de impresionar como una realidad espiritual, como la tristeza o la alegría, se exprese y manifieste en algo corporal como las lágrimas o la expresión en un rostro; o como algo tan físico como el dolor puede provocar una pérdida del sentido de la vida. En este modo corporal y espiritual de ser se encuadra la sexualidad humana: el sexo para el ser humano no es algo meramente corporal si no que es también espiritual y requiere un trabajo por parte del ser humano para integrar estas dos dimensiones.

El sexto mandamiento se puede formular diciendo “no cometerás adulterio” o “no cometerás actos impuros”. En ambos casos hace referencia a la sexualidad humana, es decir, al sexo, al amor, al matrimonio y la familia y el celibato; y manda no usarla en contra de los fines para los que el Creador dispuso, que son la procreación y la unión matrimonial. Al igual que los mandamientos restantes se manda amar algo que es una gustosa obligación: amar a Dios en primer lugar, y a continuación a las otras personas en su unidad de alma y cuerpo, es decir, no amar solo el alma o solo el cuerpo, sino que a la persona en su unidad. La sexualidad es un regalo de Dios para participar de su poder creador de la vida, y requiere una integración en el plan divino. Jesucristo reafirma esta enseñanza cuando dice “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).

Integración de la sexualidad

Hoy más que en otros tiempos es fácil saber sobre sexo, en el sentido de tener información sobre cómo funciona una relación sexual desde un punto de vista físico y biológico; pero no se sabe tanto o no se quiere saber tanto sobre el significado humano que tiene. Para saber sobre el significado de la sexualidad se requiere convicciones sobre lo que es el hombre, la mujer y el amor que puede haber entre ambos. Así como podemos saber que los pulmones nos sirven para respirar, oxigenar el cuerpo y dar vida al organismo, otra cosa es saber qué sentido tiene vivir; del mismo modo podemos saber la función biológica de los genitales, pero es necesario saber su finalidad espiritual. Esta finalidad es el amor: cumplir este mandamiento permite amar como Dios ama, entregarse a otro como un regalo exclusivo y generando una vida nueva procreando (participar del poder creador de Dios) y uniendo la totalidad de la persona (su cuerpo y su alma).

Integrar la sexualidad en la persona quiere decir trabajar para conseguir el dominio de uno mismo. Con ese dominio la sexualidad se puede hacer personal y verdaderamente humana y se puede vivir como un acto de entrega y de amor entre un hombre y una mujer.

Cumplir con el  mandamiento

La experiencia nos muestra que tenemos las consecuencias del pecado original y que por tanto experimentamos una tendencia al mal y a desvirtuar nuestra propia naturaleza. Por eso, en este mandamiento se nos pide custodiar esa capacidad de amar para que esas tendencias desordenadas lleguen al lugar alto que Dios les ha otorgado.

La lujuria es el vicio contrario a la castidad; es el disfrute desordenado del placer sexual, al margen de sus fines. El Catecismo enumera así los pecados contra la castidad: masturbación, fornicación, adulterio, pornografía, prostitución. Ellos suelen ser antecedidos por el deseo impuro, del que Jesús dice: «El que miró a una mujer con deseo, ya cometió con ella adulterio en su corazón» (Mt 5, 28). Detrás de esos pecados hay un deseo frustrado de comunicación con el otro que queda truncado.

Sexualidad y matrimonio

Es en el amor de marido y mujer donde la sexualidad alcanza su sentido propio y pleno, en todas sus dimensiones: corporales, afectivas y espirituales, según el proyecto creador divino. Ese designio fue revelado ya en el Génesis con la fuerte expresión «una sola carne», y luego reiterado por Jesús a propósito de la indisolubilidad del matrimonio (Mt 18, 6). La relación sexual entre esposos supera con mucho el nivel carnal, porque abarca el espíritu entero, pero está dotada por el Creador de un placer físico y de un gozo que, por su origen y destino, es bueno y santo.

Por esta razón el matrimonio, entendido como la unión entre un hombre y una mujer con el fin de amarse y procrear, requiere de la fidelidad, es decir exige el compromiso para toda la vida. Actualmente se piensa que el sexo es algo en el que no interviene el amor y cuya finalidad sería el placer individual. Pero el cristianismo enseña otra cosa: es el compromiso de amor lo que hará gozoso el sexo y no el sexo gozoso el que hará el compromiso duradero.

A esta fidelidad se opone el adulterio, que consiste en la relación sexual de una persona casada con una tercera persona, relación que atropella los derechos exclusivos del otro cónyuge, y atenta contra la institución misma del matrimonio. Pero la fidelidad de los esposos es mucho más que no engañar al cónyuge de esa manera: es una entrega recíproca exclusiva, de cuerpo y alma, que abarca los sentidos, el pensamiento y el corazón.

Cuando el cuerpo envejece y la sexualidad disminuye su pasión y romanticismo podría pensarse que el amor conyugal debe disminuir. Sin embargo, siendo el amor conyugal mucho más que gratificación sexual y afecto sensible, su destino es transformarse en una relación más plena y profunda: en una conducta moral más alta, más ligada al don de sí, a la renuncia, a la generosidad y al sacrificio: es la madurez del amor, que garantiza su solidez y estabilidad.