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Puedes hacer la experiencia de preguntarle a Chat GPT: ¿quién perdona los pecados? La respuesta será: “Dios es quien perdona los pecados”. Y es que hasta las frías respuestas de la IA reconocen una verdad que la humanidad ha ido olvidando con demasiada frecuencia: que somos pecadores y que solo el Creador puede, haciendo un verdadero milagro o, si prefieres una nueva creación, perdonar los pecados.

Seguramente te has preguntado, en la sinceridad de tu corazón, ¿por qué al hacer algunas cosas que están establecidas como malas o negativas, incluso aunque existan opiniones que afirman lo contrario, en tu interior sientes algo, muchas veces difícil de describir, que te dice que eso no estuvo bien? Y además, esa voz no se acalla a pesar de que pase el tiempo y parece que esa acción o pensamiento o actitud casi desaparece con el paso de los días, meses o años. Eso es un pecado. “Una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín) que entra en nuestra alma (porque lo hemos dejado entrar) y no sale nunca si no es por una especial y concreta intervención de Dios que saca eso de nuestro interior.

Seguramente también te has preguntado alguna vez ¿por qué algunas cosas son pecado y otras no? A veces las respuestas que se escuchan son del tipo: algo es pecado porque está prohibido. No es una buena respuesta porque no va al fondo del asunto. Algo es pecado porque ofende a Dios. ¿Se puede ofender a Dios que es perfecto, eterno e inmutable (no cambia)? Esto es un misterio. San Pablo hablando de pecado dice que es “Misterium iniquitatis”, un misterio de iniquidad, de maldad. Hay algo de misterioso en esta ofensa a Dios. Pero es real. Y ¿por qué Dios se ofende? Porque nos quiere y con el pecado nos ve dañándonos a nosotros y entre nosotros. Es pecado aquello que me hace mal y que hace mal a otros, lo que daña mi relación con los demás, partiendo por mi Padre Dios y los demás seres humanos. Cada pecado es algo negativo que entra en el mundo.

El pecado es algo muy serio. San Josemaría escribió en Camino: “No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado” (386). Algo tan serio, un mal tan tremendo que solo Dios lo puede perdonar. Solo Él.
Cuando en la vida diaria tenemos un problema, algo que arreglar, existen muchas maneras de solucionarlo. Si un automóvil falla se lleva al taller, si mi salud está afectada voy al médico, y si el pelo crece mucho acudo al peluquero. Pero mi pecado solo Dios lo puede arreglar, perdonándolo en el sacramento de la Penitencia también llamado Confesión.

Sabemos que esto es así porque él mismo Jesús habló del pecado y de los pecadores muchas veces. Y lo censuró con duras palabras. Pero también habló del perdón. Él mismo vino a la tierra para perdonar los pecados. Si pudiéramos resumir todas las enseñanzas del Evangelio cabrían en una palabra: conversión. Y esta conversión parte por la necesidad de reconocernos pecadores. El Papa Francisco, con una frase muy bonita, nos ha dicho que Jesús es el rostro de la misericordia de Dios.

Son muchas las parábolas de Jesús donde nos habla del perdón de Dios y de la realidad del pecado y sus efectos. Las más conocidas son la del Hijo pródigo (Lucas 15, 11-32), la de la oveja perdida (Lucas 15, 4-7) y la de los dos deudores (Lucas 7, 36-50). Nos viene muy bien leerlas con frecuencia y meditarlas para acercarnos a este infinito misterio del amor misericordioso de Dios.

El perdón es una realidad vivencial. Algo pasa en nuestras vidas.

Cada vez que acudimos al sacramento del perdón experimentamos el amor de Dios. No se trata solo de restablecer una relación dañada o de recuperar la paz de nuestra alma. El perdón es una realidad vivencial. Algo pasa en nuestras vidas. Y es que el pecado nos lleva a una auto negación. A negarnos a ser aquello para lo que fuimos creados. Pecar es encerrarse en uno mismo y negarle a nuestro corazón aquello que es lo más buscado por él: darnos a los demás, amar. Es una mentira decir que se puede pecar “por amor”. El mal es esencialmente egoísta. Pecar es la soledad del encierro. Por eso es que el perdón de Dios significa una nueva creación, una apertura a lo infinito. Es una expresa intervención de Dios en nuestra vida. Es el soplo vivificante de Dios en nuestra alma. “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’” (Juan 20, 19-23).

Difícilmente podremos dimensionar lo que ocurre cada vez que nos acercamos a este maravilloso sacramento de la misericordia de Dios que Cristo nos ha ganado muriendo en la cruz.

Es una verdadera revolución interior que Dios ha querido que sea mediada por la Iglesia. De allí la necesidad del sacerdote, ministro de Dios en su Iglesia. Cada vez que me acerco a este sacramento me pongo en la presencia de Dios y humildemente pido perdón y también pido perdón a la Iglesia y a toda la humanidad, pues mis faltas dañan a la Iglesia y a toda la solidaria humanidad. “Misterium iniquitatis”, decíamos al inicio. Sí, el pecado es un misterio de iniquidad o del mal. Y todo el mal en el mundo tiene su origen en el pecado original y en los pecados personales de cada hombre.

Este sacramento nos ayuda a volver a Dios y a volver a encontrar la verdad sobre nosotros mismos y los demás.

Para beneficiarnos con esta fuente de perdón y sanación, lo único que nos pide Dios es el arrepentimiento y el propósito de no volver a pecar. Estar dispuesto, con la ayuda de Dios, a poner todos los medios a nuestro alcance para corregirnos. Posteriormente vamos al sacerdote arrepentidos, decimos los pecados que, después de un sincero examen de nuestra conciencia, recordemos desde la última confesión. Así estamos en condiciones de que las palabras de la absolución: “yo te absuelvo”, produzcan en nuestra alma la nueva creación de la gracia. Una pequeña penitencia que nos impone el sacerdote nos ayudará a satisfacer, en parte, o disminuir la pena temporal debida por los pecados.

Este maravilloso sacramento nos ayuda a volver a Dios y a volver a encontrar la verdad sobre nosotros mismos y los demás. Con la confesión el alma vuelve a caminar en la verdad de toda su maravillosa realidad y potencialidades. Todo esto acompañado de la gran paz que encontramos en el convencimiento de que solo en Dios encuentro mi felicidad terrena y la eterna.

Como decía con frecuencia el Papa Francisco, “Dios no se cansa de perdonar”; no nos cansemos nosotros de acudir al perdón cuando tenemos la desgracia de pecar.