Días
atrás, al celebrar la Santa Misa me detuve un breve momento, para
considerar las palabras de un salmo que la liturgia ponía en la
antífona de la Comunión: el Señor es mi pastor, nada podrá faltarme (Ps
XXII, 1; Antífona de la Comunión, en la Misa del Sábado de la cuarta
semana de Cuaresma). Esa invocación me trajo a la memoria los versículos
de otro salmo, que se recitaba en la ceremonia de la Primera Tonsura:
el Señor es la parte de mi heredad (Ps XV, 5). El mismo Cristo se pone
en manos de los sacerdotes, que se hacen así dispensadores de los
misterios -de las maravillas- del Señor (1 Cor IV, 1).
En el verano próximo recibirán las Sagradas Ordenes medio centenar de
miembros del Opus Dei. Desde 1944 se suceden, como una realidad de
gracia y de servicio a la Iglesia, estas promociones sacerdotales de
unos pocos miembros de la Obra. A pesar de eso, cada año hay gentes que
se extrañan. ¿Cómo es posible, se preguntan, que treinta, cuarenta,
cincuenta hombres con una vida llena de afirmaciones y de promesas,
estén dispuestos a hacerse sacerdotes? Quisiera exponer hoy algunas
consideraciones, aun corriendo el riesgo de aumentar en esas personas
los motivos de perplejidad.
El santo Sacramento del Orden Sacerdotal será administrado a
este grupo de miembros de la Obra, que cuentan con una valiosa
experiencia -de mucho tiempo tal vez- como médicos, abogados,
ingenieros, arquitectos, o de otras diversísimas actividades
profesionales. Son hombres que, como fruto de su trabajo, estarían
capacitados para aspirar a puestos más o menos relevantes en su esfera
social.
Se ordenarán, para servir. No para mandar, no para brillar, sino para
entregarse, en un silencio incesante y divino, al servicio de todas las
almas. Cuando sean sacerdotes, no se dejarán arrastrar por la tentación
de imitar las ocupaciones y el trabajo de los seglares, aunque se
trata de tareas que conocen bien, porque las han realizado hasta ahora y
eso les ha confirmado en una mentalidad laical que no perderán nunca.
Su competencia en diversas ramas del saber humano -de la historia, de
las ciencias naturales, de la psicología, del derecho, de la
sociología-, aunque necesariamente forme parte de esa mentalidad laical,
no les llevará a querer presentarse como sacerdotes-psicólogos,
sacerdotes-biólogos o sacerdotes-sociólogos: han recibido el Sacramento
del Orden para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes
sacerdotes cien por cien.
Probablemente, de tantas cuestiones temporales y humanas entienden más que bastantes seglares. Pero, desde que son clérigos, silencian con alegría esa competencia, para seguir fortaleciéndose con continua oración, para hablar sólo de Dios, para predicar el Evangelio y administrar los Sacramentos. Esa es, si cabe expresarse así, su nueva labor profesional, a la que dedican todas las horas del día, que siempre resultarán pocas: porque es preciso estudiar constantemente la ciencia de Dios, orientar espiritualmente a tantas almas, oír muchas confesiones, predicar incansablemente y rezar mucho, mucho, con el corazón siempre puesto en el Sagrario, donde está realmente presente El que nos ha escogido para ser suyos, en una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan.
Todas esas consideraciones pueden aumentar, como os decía, los motivos
de extrañeza. Algunos continuarán quizá preguntándose: ¿por qué esa
renuncia a tantas cosas buenas y limpias de la tierra, a tener una
ocupación profesional más o menos brillante, a influir cristianamente
con su ejemplo en la sociedad desde el ámbito de la cultura profana, de
la enseñanza, de la economía, de cualquier otra actividad ciudadana?
Otros recordarán cómo hoy, en no pocos sitios, serpea una notable
desorientación sobre la figura del sacerdote; se charlotea de que es
preciso buscar su identidad y se pone en duda el significado que, en las
circunstancias actuales, reúne ese darse a Dios en el sacerdocio.
Finalmente, también podrá sorprender que, en una época en la que
escasean las vocaciones sacerdotales, surjan entre cristianos que ya
habían resuelto -gracias a una labor personal exigente- los problemas
de colocación y trabajo en el mundo.
Comprendo esa extrañeza, pero no sería sincero si asegurara
que la comparto. Estos hombres que, libremente, porque les da la gana
-y es ésta una razón bien sobrenatural- abrazan el sacerdocio, saben
que no hacen ninguna renuncia, en el sentido en el que ordinariamente
se emplea esta palabra. Ya se dedicaban -por su vocación al Opus Dei-
al servicio de la Iglesia y de todas las almas, con una vocación plena,
divina, que les llevaba a santificar el trabajo ordinario, a
santificarse en ese trabajo y a procurar, con ocasión de esa tarea
profesional, la santificación de los demás.
Como todos los cristianos, los miembros del Opus Dei, sacerdotes o
seglares, cristianos corrientes siempre, se incluyen entre los
destinatarios de estas palabras de San Pedro: vosotros sois el linaje
escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de
conquista, para publicar las grandezas de aquel que os sacó de las
tinieblas a su luz admirable. Vosotros que antes no erais pueblo, y
ahora sois el pueblo de Dios; que no habíais alcanzado misericordia, y
ahora la habéis alcanzado (1 Pet II, 9-10).
Una y la misma es la condición de fieles cristianos, en los sacerdotes y
en los seglares, porque Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la
plenitud de la caridad, a la santidad: bendito sea el Dios y Padre de
Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha colmado en Cristo de toda suerte de
bendiciones espirituales del Cielo; así como por El mismo nos escogió
antes de la creación del mundo, para ser santos y sin mácula en su
presencia por la caridad (Eph I, 3-4).
No hay santidad de segunda categoría: o existe una lucha constante por
estar en gracia de Dios y ser conformes a Cristo, nuestro Modelo, o
desertamos de esas batallas divinas.A todos invita el Señor, para que
cada uno se santifique en su propio estado. En el Opus Dei esta pasión
por la santidad -a pesar de los errores y miserias individuales- no
encuentra diferencia en el hecho de ser sacerdote o seglar; y, por lo
demás, los sacerdotes son sólo una pequeñísima parte, comparados con el
total de los miembros.
No se trata por tanto de renuncia alguna, si se mira con ojos de fe,
cuando se llega al sacerdocio; y llegar al sacerdocio no supone tampoco
un coronamiento de la vocación al Opus Dei. La santidad no depende del
estado -soltero, casado, viudo, sacerdote-, sino de la personal
correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede, para aprender a
alejar de nosotros las obras de las tinieblas y para revestirnos de
las armas de la luz: de la serenidad, de la paz, del servicio
sacrificado y alegre a la humanidad entera (Cfr. Rom XIII, 12).
El sacerdocio lleva a servir a Dios en un estado que no es,
en sí, ni mejor, ni peor que otros: es distinto. Pero la vocación de
sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada
en la tierra supera. Santa Catalina de Siena pone en boca de Jesucristo
estas palabras: no quiero que mengüe la reverencia que se debe
profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les
manifiesta, no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre
que yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto,
deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no
más... No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a
ellos. Por eso lo he prohibido, y he dispuesto que no admito que sean
tocados mis Cristos (Santa Catalina de Siena, El Dialogo cap. 116; Cfr.
Ps CIV, 15).
Algunos se afanan por buscar, como dicen, la identidad del sacerdote.
¡Qué claras resultan esas palabras de la Santa de Siena! ¿Cuál es la
identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y
debemos ser no ya alter Christus sino ipse Christus otros Cristos, ¡el
mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma
sacramental.
Para realizar una obra tan grande -la de la Redención-,
Cristo está siempre presente en la Iglesia, principalmente en las
acciones litúrgicas. Está presente en el Sacrificio de la Misa, tanto
en la persona del Ministro -"ofreciéndose ahora por ministerio de los
sacerdotes el mismo que se ofreció a sí mismo en la Cruz"- como sobre
todo bajo las especies eucarísticas (Concilio Vaticano II, Const.
Sacrosantum Concilium 7; Cfr. Concilio de Trento, Doctrina acerca del
Santísimo Sacrificio de la Misa cap. 2).
Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente
para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es
Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración,
cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su
Sangre y su Divinidad.
En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una
grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios
Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar
santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las
maravillas de las grandezas del Señor. Quienes celebramos los misterios
de la Pasión del Señor, hemos de imitar lo que hacemos. Y entonces la
hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostias de
nosotros mismos (San Gregorio Magno, Dialog. 4, 59).
Si alguna vez os topáis con un sacerdote que, externamente, no parece
vivir conforme al Evangelio -no le juzguéis, le juzga Dios-, sabed que
si celebra válidamente la Santa Misa, con intención de consagrar,
Nuestro Señor no deja de bajar a aquellas manos, aunque sean indignas.
¿Cabe más entrega, más anonadamiento? Más que en Belén y que en el
Calvario. ¿Por qué? Porque Jesucristo tiene el corazón oprimido por sus
ansias redentoras, porque no quiere que nadie pueda decir que no le ha
llamado, porque se hace el encontradizo con los que no le buscan.
¡Es Amor! No hay otra explicación. ¡Qué cortas se quedan las palabras,
para hablar del Amor de Cristo! El se abaja a todo, admite todo, se
expone a todo -a sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad de la
indiferencia de tantos-, con tal de ofrecer, aunque sea a un hombre
solo, la posibilidad de descubrir los latidos de un Corazón que salta
en su pecho llagado.
Esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de
esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si
se ha meditado en el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el
sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular.
Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas -más que Ella
sólo Dios- trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a
nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días:
viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde
ahora, prenda de la vida futura.
Ni como hombre ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar. Por eso es muy conveniente que el sacerdote profese una profunda humildad, para entender cómo en su caso también de modo especial se cumplen plenamente aquellas palabras de San Pablo: ¿qué tienes que no hayas recibido (1 Cor IV, 7). Lo recibido... ¡es Dios! Lo recibido es poder celebrar la Sagrada Eucaristía, la Santa Misa -fin principal de la ordenación sacerdotal-, perdonar los pecados, administrar otros Sacramentos y predicar con autoridad la Palabra de Dios, dirigiendo a los demás fieles en las cosas que se refieren al Reino de los Cielos.
El sacerdocio de los presbíteros, si bien presupone los
Sacramentos de la iniciación cristiana, se confiere mediante un
Sacramento particular, por el que los presbíteros, por la unción del
Espíritu Santo, son sellados con un carácter especial y se configuran
con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden actuar en la persona de
Cristo Cabeza (Cfr. Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis
n. 2). La Iglesia es así, no por capricho de los hombres, sino por
expresa voluntad de Jesucristo, su Fundador. El sacrificio y el
sacerdocio están tan unidos por ordenación de Dios, que en toda ley la
Antigua y la Nueva Alianza, han existido los dos. Habiendo, pues,
recibido la Iglesia Católica en el Nuevo Testamento, por institución
del Señor, el Sacrifico visible de la Eucaristía, se debe también
confesar que hay en Ella un nuevo sacerdocio, visible y externo, en el
que fue trasladado el antiguo (Concilio de Trento, Doctrina sobre el
Sacramento del Orden cap. I (Denzinger-Schön. 1764 (957)).
En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio
común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender
que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede,
en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los
cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además,
marcado cn el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia
esencialmente, y no sólo en grado (Cfr. Concilio Vaticano II, Const.
Dogm. Lumen Gentium n. 10) del sacerdocio común de los fieles.
No comprendo los afanes de algunos sacerdotes por
confundirse con los demás cristianos, olvidando o descuidando su
específica misión en la Iglesia, aquella para la que han sido
ordenados. Piensan que los cristianos desean ver, en el sacerdote, un
hombre más. No es verdad. En el sacerdote, quieren admirar las virtudes
propias de cualquier cristiano, y aún de cualquier hombre honrado: la
comprensión, la justicia, la vida de trabajo -labor sacerdotal en este
caso-, la caridad, la educación, la delicadeza en el trato.
Pero, junto a eso, los fieles pretenden que se destaque claramente el
carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a
administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin
constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que
sean (Cfr. Ibidem, Decreto Presbyterorum Ordinis n. 6). que ponga amor
y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el
confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que
adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique
la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que -aunque
conociese perfectamente- no sería la ciencia que salva y lleva a la
vida eterna; que tenga consejo y caridad con los necesitados.
En una palabra: se pide al sacerdote que aprenda a no
estorbar la presencia de Cristo en él, especialmente en aquellos
momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre y
cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental auricular y
secreta, perdona los pecados. La administración de estos dos
Sacramentos es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo
demás debe girar alrededor. Otras tareas sacerdotales -la predicación y
la instrucción en la fe- carecerían de base, si no estuvieran
dirigidas a enseñar a tratar a Cristo, a encontrarse con El en el
tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta del
Sacrificio del Calvario, en la Santa Misa.
Dejad que me detenga, todavía un poco, en la consideración del Santo
Sacrificio: porque, si -para nosotros- es el centro y la raíz de la vida
del cristiano, lo debe ser de modo especial de la vida del sacerdote.
Un sacerdote que, culpablemente, no celebrase a diario el Santo
Sacrificio del Altar (Cfr. Ibidem). demostraría poco amor de Dios;
sería como echar en cara a Cristo que no comparte su afán de Redención,
que no comprende su impaciencia por entregarse, inerme, como alimento
del alma.
Conviene recordar, con machacona insistencia, que todos los
sacerdotes, seamos pecadores o sean santos, cuando celebramos la Santa
Misa no somos nosotros. Somos Cristo, que renueva en el Altar su
divino Sacrificio del Calvario. La obra de nuestra Redención se cumple
de continuo en el misterio del Sacrificio Eucarístico, en el que los
sacerdotes ejercen su principal ministerio, y por eso se recomienda
encarecidamente su celebración diaria, que, aunque los fieles no puedan
estar presentes, es un acto de Cristo y de la Iglesia (Cfr. Ibidem).
Enseña el Concilio de Trento que en la Misa se realiza, se contiene e
incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció
El mismo cruentamente en el altar de la Cruz... Una sola y la misma es,
en efecto, la Víctima; y el que ahora se ofrece por el ministerio de
los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció en la Cruz, siendo
sólo distinta la manera de ofrecerse (Concilio de Trento, Doctrina
acerca del Santísimo Sacrificio de la Misa (Denzinger-Schön. 1743
(940)).
La asistencia o la falta de asistencia de fieles a la Santa Misa no
altera para nada esta verdad de fe. Cuando celebro rodeado de pueblo, me
encuentro muy a gusto sin necesidad de considerarme presidente de
ninguna asamblea. Soy, por un lado, un fiel como los demás; pero soy,
sobre todo, ¡Cristo en el Altar! Renuevo incruentamente el divino
Sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi representando
realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis
manos, mi pobre corazón, tantas veces manchado, que quiero que El
purifique.
Cuando celebro la Santa Misa con la sola participación del que me
ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos,
a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes
todas las criaturas de Dios -la tierra y el cielo y el mar, y los
animales y las plantas-, dando gloria al Señor la Creación entera.
Y especialmente, diré con palabras del Concilio Vaticano
II, nos unimos en sumo grado al culto de la Iglesia celestial,
comunicando y venerando sobre todo la memoria de la gloriosa siempre
Virgen María, de San José, de los santos Apóstoles y mártires y de
todos los santos (Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen Gentium
n. 50).
Yo pido a todos los cristianos que recen mucho por nosotros los
sacerdotes, para que sepamos realizar santamente el Santo Sacrificio.
Les ruego que muestren un amor tan delicado por la Santa Misa, que nos
empuje a los sacerdotes a celebrarla con dignidad -con elegancia-
humana y sobrenatural: con limpieza en los ornamentos y en los objetos
destinados al culto, con devoción, sin prisas.
¿Por qué prisa? ¿La tienen acaso los enamorados, para despedirse?
Parece que se van y no se van; vuelven una y otra vez, repiten palabras
corrientes como si las acabasen de descubrir... No os importe llevar
los ejemplos del amor humano noble y limpio, a las cosas de Dios. Si
amamos al Señor con este corazón de carne -no poseemos otro-, no habrá
prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con El.
Algunos van con calma, y no les importa prolongar hasta el cansancio
lecturas, avisos, anuncios. Pero, al llegar al momento principal de la
Santa Misa, el Sacrificio propiamente dicho, se precipitan,
contribuyendo así a que los demás fieles no adoren con piedad a Cristo,
Sacerdote y Víctima; ni aprendan después a darle gracias -con pausa,
sin atropellos-, por haber querido venir de nuevo entre nosotros.
Todos los afectos y las necesidades del corazón del cristiano
encuentran, en la Santa Misa, el mejor cauce: el que, por Cristo, llega
al Padre, en el Espíritu Santo. El sacerdote debe poner especial empeño
en que todos lo sepan y lo vivan. No hay actividad alguna que pueda
anteponerse, ordinariamente, a esta de enseñar y hacer amar y venerar a
la Sagrada Eucaristía.
El sacerdote ejerce dos actos: uno, principal, sobre el
Cuerpo de Cristo verdadero; otro, secundario, sobre el Cuerpo Místico
de Cristo. El segundo acto o ministerio depende del primero, pero no al
revés (Santo Tomás, S. Th. Supl. q. 36, a. 2, ad 1).
Por eso lo mejor del ministerio sacerdotal es procurar que todos los
católicos se acerquen al Santo Sacrificio siempre con más pureza,
humildad y veneración. Si el sacerdote se esfuerza en esta tarea, no
quedará defraudado, ni defraudará las conciencias de sus hermanos
cristianos.
En la Santa Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de
la criatura para su Creador: adorarás al Señor, Dios tuyo, y a El sólo
servirás (Dt VI, 13; Mt IV, 10). No adoración fría, exterior, de
siervo: sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable de
hijo.
En la Santa Misa encontramos la oportunidad perfecta para expiar por
nuestros pecados, y por los de todos los hombres: para poder decir, con
San Pablo, que estamos cumpliendo en nuestra carne lo que resta que
padecer a Cristo (Cfr. Col I, 24). Nadie marcha solo en el mundo,
ninguno ha de considerarse libre de una parte de culpa en el mal que se
comete sobre la tierra, consecuencia del pecado original y también de
la suma de muchos pecados personales. Amemos el sacrificio, busquemos
la expiación. ¿Cómo? Uniéndonos en la Santa Misa a Cristo, Sacerdote y
Víctima: siempre será El quien cargue con el peso imponente de las
infidelidades de las criaturas, de las tuyas y de las mías.
El Sacrificio del Calvario es una muestra infinita de la
generosidad de Cristo. Nosotros -cada uno- somos siempre muy
interesados; pero a Dios Nuestro Señor no le importa que, en la Santa
Misa, pongamos delante de El todas nuestras necesidades. ¿Quién no
tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza...
Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos
el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos
oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y
de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los
que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un
gesto de ayuda.
Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que
queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo
de que las almas se pierdan para toda la eternidad. Llevar a los
hombres a la gloria eterna en el amor de Dios: ésa es nuestra
aspiración fundamental al celebrar la Santa Misa, como fue la de Cristo
al entregar su vida en el Calvario.
Acostumbrémonos a hablar con esta sinceridad al Señor, cuando baja,
Víctima inocente, a las manos del sacerdote. La confianza en el auxilio
del Señor nos dará esa delicadeza de alma, que se vierte siempre en
obras de bien y de caridad, de comprensión, de entrañable ternura con
los que sufren y con los que se comportan artificialmente fingiendo una
satisfacción hueca, tan falsa, que pronto se les convierte en
tristeza.
Agradezcamos, finalmente, todo lo que Dios Nuestro Señor nos concede, por el hecho maravilloso de que se nos entregue El mismo. ¡Que venga a nuestro pecho el Verbo encarnado!... ¡Que se encierre, en nuestra pequeñez, el que ha creado cielos y tierra!... La Virgen María fue concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo. Si la acción de la gracia ha de ser proporcional a la diferencia entre el don y los méritos, ¿no deberíamos convertir todo nuestro día en una Eucaristía continua? No os alejéis del templo apenas recibido el Santo Sacramento. ¿Tan importante es lo que os espera, que no podéis dedicar al Señor diez minutos para decirle gracias No seamos mezquinos. Amor con amor se paga.
Un sacerdote que vive de este modo la Santa Misa -adorando,
expiando, impetrando, dando gracias, identificándose con Cristo-, y
que enseña a los demás a hacer del Sacrificio del Altar el centro y la
raíz de la vida del cristiano, demostrará realmente la grandeza
incomparable de su vocación, ese carácter con el que está sellado, que
no perderá por toda la eternidad.
Sé que me comprendéis cuando os afirmo que, al lado de un sacerdote
así, se haya de considerar un fracaso -humano y cristiano- la conducta
de algunos que se comportan como si tuviesen que pedir excusas por ser
ministros de Dios. Es una desgracia, porque les lleva a abandonar el
ministerio, a mimetizarse de seglar, a buscar una segunda ocupación que
poco a poco suplanta la que es propia por vocación y por misión. Con
frecuencia, al huir del trabajo de cuidar espiritualmente las almas,
tienden a sustituirlo por una intervención en campos propios de los
seglares -en las iniciativas sociales, en la política-, apareciendo
entonces ese fenómeno del clericalismo que es la patología de la
verdadera misión sacerdotal.