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Cada uno de nosotros construimos nuestra vida, nuestra personalidad, nuestro proyecto vital de la mano de tantas personas... Pienso ahora, por ejemplo, en los profesores que, a lo largo de la vida, nos han ayudado. O los esposos en el matrimonio, que caminan juntos, con su familia, hacia un proyecto común cuya culminación es en el Cielo.

Si vamos a los evangelios vemos que muchos pasajes narrados nos hablan de un Jesús que camina. Y lo hace junto a otros. Esa primera comunidad de apóstoles y también tantas personas que lo seguían de una ciudad a otra, de un destino a otro, caminaban con Él.


Caminar es algo esencial en la vida.  
La vida es un trayecto, recorrer una senda que está trazada por Dios, pero que, de alguna manera, cada uno, con su libertad, atraviesa a su modo.

Un ejemplo muy gráfico de esa ayuda que recibimos al caminar nos lo puede ofrecer el deporte. Ya san Pablo comparaba la vida del cristiano como una carrera. Cuantas veces el deportista es alentado y ayudado en el desafío que se ha planteado: llegar a la meta. Lo vemos en los entrenadores que lo ayudan a mejorar su técnica, a superar errores y desánimos, tan comunes en el deporte. También lo apreciamos en los hinchas que animan al deportista. Tenemos grabadas las imágenes de esas interminables maratones donde el público anima a esos corredores, la gran mayoría de las veces sin ni siquiera conocerlos. Están los que motivan con sus gritos, los que aplauden y también los que ofrecen agua.

Y esos deportistas, que tienen limitaciones que los hacen dar lo que buenamente pueden, al sentirse acompañados y animados, sacan fuerzas de flaqueza. Muchas veces vencen superando sus marcas y expectativas.

Algo así ocurre con los sacramentos. Dios es nuestro principal hincha y cree en nosotros. Nos conoce muy bien y conoce nuestras miserias y limitaciones mejor que nosotros. Se la juega por cada uno. Con esta perspectiva, se pueden entender los sacramentos. Son momentos en los cuales Dios ve nuestra necesidad y acude a ayudarnos. Ocasiones donde se hace tan patente las diferencias entre el objetivo propuesto, la santidad, y lo que nos falta para llegar a ella.

Los tres primeros sacramentos, que se llaman de Iniciación Cristina, dan comienzo a la vida de Dios en nuestra alma mediante la gracia. Significa meterse y participar de la vida misma de Dios.


El gran punto de partida:
el pistoletazo es el Bautismo.

Aquí Dios nos llena de sus gracias y trasforma nuestra persona, haciéndonos hijos suyos. Limpia nuestra alma del peso del pecado original. Nos hace ligeros para correr al cielo. Además, nos integra a “su equipo”, la Iglesia. Acompañados por nuestros hermanos, iniciamos nuestra carrera donde encontramos la compañía familiar, el ánimo. También, adquirimos la conciencia de pertenencia tan importante para todo ser humano.


La Confirmación nos da la fortaleza de Dios por medio de una efusión especial del Espíritu Santo.

Es como un golpe de proteínas y vitaminas que fortalece nuestra alma. Nos prepara para el combate contra el enemigo que encontramos en el mundo, en el mismo demonio y en un ambiente que, muchas veces, nos anima a dejar la pelea por el trofeo y claudicar.


La Confesión o Penitencia se nos hace muy necesaria en el camino.

Muchas veces, caemos. Las fuerzas y el ánimo flaquean. Tenemos la tentación de pensar que el desafío que nos hemos propuesto por inspiración divina es demasiado para nosotros. Acudimos a este sacramento y, delante del sacerdote, que representa a Dios, recibimos el perdón y el aliento de Dios que nos dice: ¡ánimo, con mi ayuda, tú puedes!


A su vez, todo deportista debe recibir una alimentación equilibrada, que le permita mantener su cuerpo en forma para la prueba.

La Eucaristía cumple ese papel en la vida cristiana. Este “pan de los ángeles”, como lo llama la liturgia de la Iglesia, no es otro que Cristo mismo que, haciéndose pequeño se convierte en alimento del peregrino. La Santa Misa es el centro de la vida cristiana. La gran fuente de fuerzas. Por medio de la comunión, somos fortalecidos de manera sobreabundante, uniéndonos íntimamente a Jesús.


Para muchos, el matrimonio 
es una manera muy concreta, 
una vocación, una llamada, 
de correr a la meta.

Se está acompañado, y las responsabilidades de la familia y del compromiso matrimonial constituyen una ayuda. Son una gracia que hace más ligero y muy hermosa la superación de los obstáculos. Además, los esposos, dando origen a una familia, preparan a sus hijos a ser buenos cristianos y le pasan el testimonio de la fe. Ya se forma un equipo familiar donde a los vínculos genéticos se une al maravilloso lazo de la fe. El máximo deseo de una familia es llegar todos a la meta: la Gloria Eterna.


Algunos hombres tienen un papel fundamental en este caminar de la humanidad.

Son los sacerdotes. Ellos mediante el sacramento del Orden Sacerdotal, participan del sacerdocio de Cristo. Al mismo tiempo y en su nombre, distribuyen los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía. Son también buenos consejeros por medio del acompañamiento espiritual. A lo largo de nuestra existencia nos van acompañando en las diversas circunstancias de nuestra vida hasta el final terreno.


Por lógica, suele ocurrir que al final de la carrera las fuerzas flaquean.

Falta poco, pero el transcurso de la prueba y la enfermedad han hecho mella en el deportista. Son momentos decisivos. Dios nos da ese impulso especial por medio de la Unción de los Enfermos. En este sacramento, el alma del cristiano se llena de paz y fortaleza para ese último impulso.


Como vemos, somos muy privilegiados. No solo por haber sido llamados a esta gran aventura de la vida de cada uno, sino porque Dios mismo puso en el alma ese sentido de finalidad. Esos anhelos de felicidad que se originan en el mismo Dios. No existe otro anhelo que la total comunión y posesión eterna del Dios mismo, sumo bien del ser humano. Para lograr esa gran meta, Él mismo nos acompaña mediante los sacramentos, que son ayudas concretas, muy divinas y también muy humanas, para que seamos felices en la tierra. Así, recibiremos el trofeo final, felicísimos en el Cielo junto a Dios, la Santísima Virgen y los santos.