"¿Por qué no rezamos juntos la oración de Isidoro?"

Salvador Ravina había nacido el 16 de abril de 1914 y cuando ocurrió este suceso tenía una alta graduación en el Cuerpo jurídico del Ejército. Tenía entonces 47 años y falleció diez años más tarde, el 14 de mayo de 1972. Pertenecía al Opus Dei desde 1953. En 1961 escribió a san Josemaría la siguiente carta.

Cádiz, 26 septiembre 1961

Mons. D. Josemaría Escrivá

Roma

Querido Padre:

Hace muchísimo tiempo, cerca de tres meses, que debería haberle escrito, conforme pensaba, pero, un día por una cosa y otro por otra, lo he ido dejando hasta hoy, pues no quiero de ninguna manera que pase más tiempo sin contarle algo que considero debe saber Vd.

El día 29 de mayo de este año caí enfermo, al parecer con una fuerte infección hepática, con grandes dolores y temperatura oscilando entre los 37.8 y 38.5, con gran decaimiento e índice de velocidad de sedimentación de la sangre en 112 a la primera hora (según me decía el médico el normal es de 1 a 10). Comencé a tomar antibióticos —dos comprimidos cada cuatro horas— sin que cediera la fiebre ni la infección; más bien aumentando ligeramente ambas cosas. En estas circunstancias, el viernes día 2 de junio, comenzó el médico a hablar de la posibilidad de tener que intervenir ante lo intenso de la infección y su rebeldía, amaneciendo el sábado día 3 con fiebre de 39, que se mantuvo todo el día, llegando a 39.4 a las ocho de la noche, hora en que el médico recetó además de antibiótico un compuesto de Cortisona, marchándose preocupado.

Al poco rato entró en mi habitación mi hijo mayor (14 años) y le dije: «Mira, mañana domingo, cuando después de comulgar vayas hacia el banco le dices al Señor: “De parte de mi padre, que él cree que todavía hace alguna falta a nosotros aquí, pero que, sin embargo, Tú hagas lo que quieras”». Le aseguro Padre que esta frase la estaba repitiendo frecuentemente para mí desde que caí enfermo, pues me daba cuenta de que era algo de importancia lo que tenía, y por eso no temí correr el riesgo de impresionar al chico, pensando, por un lado, en el valor de su oración y, por otro, en lo que podía tener de enseñanza para él.

Bien, continúo. Poco después, mi mujer (que también es de la Obra) vino a traerme las medicinas y, con gran preocupación, que intentaba en vano disimular, me dijo: «¿Por qué no rezamos juntos la oración de Isidoro?», a lo que yo no pude menos de contestarle: «¡Cuidado que somos brutos! ¡Mira que no haber caído en la cuenta hasta hoy en hacerlo, cuando era lo primero que deberíamos haber hecho!». Eran las diez de la noche aproximadamente cuando la rezamos, repitiéndole yo a Isidoro la misma frase que le había dicho a mi hijo antes y, eso sí, con gran fe en el Señor, en el cual me abandoné por completo.

Como antes le decía, era muy grande mi decaimiento, aunque los dolores habían disminuido mucho. Bueno, pues, a los pocos momentos, me quedé dormido, despertándome mi mujer cuatro horas más tarde para darme las medicinas y, al preguntarme cómo me encontraba, tuve que decirle que muy bien, por sentirme tranquilo, mucho más animado y fuerte. Me puse el termómetro y tenía 36.5, temperatura que se mantuvo en términos parecidos a partir de ese instante, tanto el día siguiente como los sucesivos, sin que volviera a aparecer la fiebre.

Puede Vd. suponerse la cara de asombro del médico, cuando vino a verme a mediodía del día siguiente, domingo 4 de junio, y me encontró con pulso normal, muy animado y sin fiebre, sin encontrarle explicación natural a esa desaparición de la fiebre —y de la infección, por consiguiente— ya que tan sólo había tomado un comprimido de Cortisona, dosis incapaz, por lo pequeña, de producir por sí tal resultado.

Y esto es todo, Padre. Tanto mi mujer como yo nos quedamos convencidos de la intervención del Señor por medio de Isidoro, pues incluso el médico nos dijo, aquel domingo 4, que él había estado barajando varios nombres de distintos cirujanos, a ver cuál de ellos nos parecía mejor, para que efectuara la intervención que él creía era indispensable y urgente.

Lo que ahora me maravilla es la seguridad absoluta que tenía entonces de que no podían suceder las cosas de manera distinta, la convicción de que el Señor me escuchaba y de que, por tanto, me iba a curar mi enfermedad. Comprendo que no debía maravillarme; que la postura lógica —teniendo esa fe que debemos tener siempre— era la de aquella certeza absoluta e inconmovible que entonces tenía; pero no puedo evitar el que, cada vez que lo recuerde, sienta como un escalofrío —como la conciencia de algo sobrenatural visto muy de cerca— y lo agradezca de todo corazón al Señor como lo que es: un estupendo regalo.

No quisiera Padre que fuera Vd. a creerme, como bien dice Vd., milagrero, pero —como al principio de esta, ya larguísima, carta le decía— he creído que debería conocer esto para que fuera un motivo de alegría, ocasión de compartir la satisfacción de uno de sus hijos que con tanto cariño le recuerdan [...].

Y nada más por hoy, querido Padre. Pida también por mí a Dios, que ya sabe lo hace por Vd. con todo cariño su hijo

Salvador Ravina

[rubricado]