Recuperé la salud en mi brazo derecho

Tropecé contra un desnivel en una estación de tren y caí: me había destrozado el brazo... Una amiga me dio una estampa de Montse Grases y empecé a pedir su ayuda.

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El 17 de mayo pasado, una amiga entrerriana me invitó a comer en su casa un rico plato de cordero de los que se crían en su provincia. Felicísima, y ya de regreso, me dirigí a tomar el tren en la estación San Isidro. Como se había hecho tarde y aún no estaban encendidas las luces de la estación, tropecé contra un desnivel y me caí sobre el brazo derecho, con todo el peso de mi cuerpo. El brazo siguió en su recorrido la línea del suelo, amortiguando la caída; de no haber sido así, me hubiera golpeado la cabeza y hoy no estaría contando lo que ocurrió. Fue una caída violenta, a pesar de que no iba apurada.

Tropecé contra un desnivel y me caí sobre el brazo derecho, con todo el peso de mi cuerpo

Me quise levantar y no hubo modo. Vinieron empleados del ferrocarril y me pusieron en pie como pudieron. Ellos quisieron llamar a la ambulancia local, mas me negué en rotundo porque quería ser atendida en mi obra social. Los mismos empleados me acompañaron hasta que tomé asiento en el primer tren que pasó. Mientras tanto, el brazo derecho colgaba fláccido, como sin vida, a mi costado: no lo sentía. Llegué a la estación Belgrano, allí me bajé y seguí la riada humana con paso lento —era “hora pico”—, hasta llegar a la parada del colectivo que me deja cerca de casa. Las mismas personas que hacían la fila de espera me ayudaron a subir, empujándome por la espalda. Una vez arriba del transporte le conté a mi compañera de asiento lo que me había pasado y ella, generosamente, se ofreció para llamar a uno de mis hijos desde su celular.

Me doy cuenta ahora de que yo estaba en shock, porque el golpe fue muy fuerte. Aún así me sentía conmovida por la solidaridad que encontraba en el camino. Bajé como pude en la parada, debía caminar tres cuadras para llegar a casa. En un momento dado, me pareció que no podía hacer más esfuerzos. Fue en ese instante cuando estacionó a mi lado un patrullero de la Policía Federal, del que bajó un oficial. Le vi cara de bueno, por eso me animé a pedirle: “Por favor, acompáñeme hasta mi casa, ya que ni siquiera voy a poder abrir la puerta”. El agente se portó como un ángel de la guarda.

Por favor, acompáñeme hasta mi casa, ya que ni siquiera voy a poder abrir la puerta

Después llegó mi hijo y me acompañó al hospital donde fui atendida en la sala de guardia. Me tomaron las primeras radiografías. Los médicos, con el ceño fruncido, al verlas dijeron: “No nos podemos hacer cargo. La tiene que ver un especialista. Su hombro está todo astillado”. Al día siguiente me vio el especialista: “Esto está para ser operado. Póngase un cabestrillo tipo Vietnam”. Y sin agregar más, se despidió de nosotros. Yo pensaba: “Tengo que consultar a un médico de mi confianza”.

Mientras tanto, una amiga me dio una estampa de Montserrat Grases y me dijo: “A ponernos a rezar y pedirle la gracia de que todo salga bien, y no haya que operar”. Puse la estampa de Montse en mi cabestrillo y me olvidé de ella. Sin embargo, me parece que Montse no quería que me olvidara de su presencia. Por esos días entré en la Basílica de La Merced y me dirigí al altar de San Judas Tadeo, “santo patrono de lo imposible”. En la barandilla de su altar encontré una estampa con la imagen de Montse y una oración impresa en francés. Vi eso como una señal, porque en mi familia hay una fuerte influencia francesa. A partir de ese momento, todo comenzó a resolverse.

Fui a la consulta de un conocido especialista en huesos: “El húmero estalló”, me dijo, y ordenó una tomografía computada y más radiografías. La tomografía se hizo en una cámara cerrada. Como soy claustrofóbica pensé que no lo iba a poder resistir. Tomé la estampa de Montse y me tendí en la camilla deslizable, mirándola fijamente. Todo duró media hora. Yo solo miraba a Montse y sentía una gran paz, podía rezar con serenidad, sin distraerme. En ningún momento tuve sensación de pánico por el encierro; al contrario, me sentía muy bien. Cuando el buen traumatólogo vio los estudios dijo: “No vamos a operar, vamos a esperar”.

Yo solo miraba a Montse y sentía una gran paz, podía rezar con serenidad, sin distraerme

Al mes, el desastre se había corregido. Mi brazo se pudo liberar de la inmovilidad de cabestrillo. Solo el codo había quedado en ángulo, mas días después recobró su correcta posición. La curación de mi brazo duró más de dos meses. Yo vivo sola, mis hijos no me podían ayudar porque todos tienen diversas ocupaciones. Durante toda la convalecencia conté con la ayuda abnegada de dos amigas de la Obra que me ayudaron en lo espiritual y en lo material. En ellas vi el espíritu de familia que san Josemaría imprimió en el Opus Dei. Todo este sencillo relato se dio tal como lo cuento. A partir de todo lo que me ocurrió, siento que Montse me acompaña siempre, que se quedó conmigo en lo cotidiano. Le pido, de todo corazón, que imprima en mí su sonrisa y su serenidad.

C.D., Buenos Aires, 8-VIII-2016

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