¿Cómo conoció a Guadalupe?
Nos situamos en 1949, yo tenía 19 años. Soy andaluza, pero en esos días estaba en Madrid porque había ido con mis padres a visitar a un hermano. Otra hermana mía era muy amiga de Guadalupe y un día me llevó a la residencia universitaria Zurbarán. Cuando llegamos, entramos en una sala en la que Guadalupe estaba empezando una clase de formación cristiana. Hablaba sobre la oración. Ahora mismo podría repetir lo que oí ese día. Me impresionó la fuerza y la convicción —se notaba que era experiencia personal— con la que nos decía que podíamos hablar con Dios de tú a tú en todo momento, a lo largo del día, que era nuestro Padre y que nos quería con locura. Explicaba la presencia real de Jesucristo en el sagrario, donde nos esperaba para que le contáramos nuestras cosas. Por entonces yo ya vivía una vida cristiana y eran verdades que conocía, pero nunca había vibrado con ellas. Y decidí volver a Zurbarán: así se lo dije a mis dos mejores amigas, que habían asistido también a la clase.
¿Qué le llamó la atención de Guadalupe?
Su naturalidad: inspiraba confianza y se veía que las universitarias que eran residentes la conocían bien, la querían.
En ese primer día parece que no habló personalmente con ella...
Efectivamente, pero dos o tres días después, mi hermana me preguntó si quería volver. Esperaban una visita, así que nos dedicamos a ayudar en cosas de la casa. Al terminar, Guadalupe vino y estuvimos hablando. Casi de entrada, me invitó a participar en un curso de retiro en una casa llamada Molinoviejo, en Segovia. Como estaba en Madrid de paso, le contesté que ya haría uno cuando volviese a Andalucía, con la parroquia. Me invitó con mucha delicadeza y, por las fechas, vi que entraba en el tiempo que iba a permanecer en Madrid. Sin embargo, no me decidí y me despedí de ella, pensando que no volvería a verla. Fue una conversación muy agradable, de la que salí muy alegre.
Tuve una conversación muy agradable con Guadalupe, de la que salí muy alegre
¿Y tuvo más relación con ella?
Ese mismo día, mientras estábamos comiendo en casa, llamaron por teléfono: era Guadalupe. Quería saber qué había pensado del retiro. Le dije que no iría y me comentó que quizás me arrepentiría de esta respuesta, así que me llamaría más tarde para ver si había cambiado de parecer. Cuando volví a la mesa, mi hermano, que había oído la conversación, me preguntó: “Pero tú, personalmente, ¿quieres ir? Porque seguramente lo que te cuesta es hablar con papá y mamá, pedir el dinero… todo lo que implica, pero si a ti te gustaría ir, no te preocupes que yo me encargo de todo”. Cuando vi que se ponía fácil, como yo realmente quería ir al retiro, me decidí e invité a dos amigas. Luego, llamé a Guadalupe y le dije que íbamos las tres.
¿Al retiro fue también Guadalupe?
Sí, del retiro recuerdo el ambiente de silencio, para facilitar que cada una pudiera hablar con Dios y escucharle. Pero, sobre todo, la conversación decisiva que tuve con Guadalupe. Me explicó el mensaje del Opus Dei, de santidad en medio del mundo, de un modo muy bonito, con claridad y con exigencia al mismo tiempo, con detalle: se trataba de amar a Jesucristo con todo el corazón, con todas las fuerzas y, a través del trabajo, en el ambiente familiar, darlo a conocer, procurar sembrar alegría y paz en todos los ambientes. Y en un momento dado me dijo: “¿No piensas que podría ser un camino vocacional para ti?”.
Guadalupe me explicó el mensaje del Opus Dei, de santidad en medio del mundo, de un modo muy bonito, con claridad y con exigencia al mismo tiempoMe habló con mucho cariño y respeto a mi libertad, y yo tenía la disposición de hacer lo que Dios me pidiera. Sin embargo, me sorprendió su audacia y le dije: “Guadalupe, tú no me conoces, ¿cómo puedes proponerme esto?”. Guadalupe me contestó: “Tienes razón, no te conozco, pero conozco muy bien a tu familia y sé la formación que has recibido en tu casa, así que ahora es cuestión de generosidad”. Y añadió: “Tú piénsalo y haz absolutamente lo que quieras —subrayó mucho la libertad— pero si te decides, te decides. No es hoy sí y mañana no, es una decisión para siempre”. Ella me lo explicó tan bien que yo entendí que, si me decidía, lo hacía plenamente. Luego me dijo: “Ya no te diré nada más, no te hablaré más de este tema”.
Me fui al oratorio, y cuando entré, delante del sagrario, donde está realmente presente Jesucristo, le dije que sí: decidí que quería responder que sí al Señor en ese momento, sin hacerle esperar más. Seguramente fue una gracia muy especial, que me llevó a decidirme en poco tiempo, pero fue una decisión totalmente consciente, que luego he mantenido —con la ayuda de Dios— durante todos estos años. Fui a buscar a Guadalupe para preguntarle cómo podía pedir la admisión y ella me explicó que debía escribir una carta al fundador del Opus Dei, para decirle que quería ser del Opus Dei.
Noté la confianza que Guadalupe había tenido en mí al dejarme pedir la admisión porque, nada más terminar el retiro, me volví a Baños de la Encina, en Jaén, donde no había nadie del Opus Dei. Allí, debía hablar con mis padres. No temía que se opusieran, porque mi padre decía siempre que los hijos son, primero, hijos de Dios y, después, de los padres, y que ningún padre se puede oponer a una justa determinación de los hijos, no solo en el campo profesional, sino en todos los ámbitos. Primero se lo conté a mi madre, y su reacción fue mirar una imagen del Sagrado Corazón que teníamos en el salón, mientras se le saltaron dos lágrimas. Mi padre, cuando vio que estaba decidida, me dijo que adelante.
¿Mantuvo el contacto con Guadalupe?
En España coincidí muy poco con ella. Durante esos años empezaba la expansión de la Obra a otros países: México, Estados Unidos… y pronto supimos que Guadalupe se iba a México.
¿Cuándo volvió a ver a Guadalupe?
Apenas dos años más tarde, en 1951, me fui a vivir a Roma. Allí la volví a ver, porque hizo un viaje desde México en 1956. Seguía como siempre: era una persona muy animada, contaba muchas cosas, también sucesos divertidos, cantaba canciones… en definitiva, siempre la veía alegre, sonriente, muy agradable y amable.
Luego, por invitación de san Josemaría, se quedó a vivir en Roma, para trabajar junto a él y, durante ese tiempo, nos vimos en algunas ocasiones y siempre me alegraban esos encuentros. La última vez había estado enferma y le habían administrado los últimos sacramentos, aunque luego lo superó, pero estaba igualmente serena y atenta a las personas. Sin embargo, por la afección cardiaca que padecía era más conveniente que regresara a España.
¿Qué características destacaría de Guadalupe?
Puedo subrayar su sencillez en el trato con Dios. Era una persona inteligente, toda de una pieza, tenía un gran deseo de acercar a muchas personas a Dios y lo hacía con naturalidad, sin nada postizo… Recuerdo todavía aquel día en que ella me explicó la Obra, porque me habló sin ninguna imposición, abriendo ante mis ojos un panorama muy atractivo. Y también destacaría su esfuerzo por hacer agradable la vida a los demás, su capacidad de ocuparse de todos.
¿Pensó alguna vez que estaba ante una persona santa?
Me pareció muy normal que se abriera el proceso de beatificación de Guadalupe, no tenía ninguna duda de que se había ido derecha al Cielo.
Sinceramente, durante mucho tiempo he rezado por ella con un gran agradecimiento, porque para mí fue un punto de apoyo fortísimo. Recé por Guadalupe hasta que llegó el momento de empezar su causa de beatificación.
A mí, Guadalupe me ha impresionado globalmente, por cómo vivía el espíritu del Opus Dei: de forma sencilla y concreta. Era una santidad muy normal, que buscaba alegrar la vida de los que tenía a su lado.
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