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¿Conoces una pintura impresionante del Greco sobre el día de Pentecostés? Está en el Museo del Prado, en Madrid. Una pintura plena de fuerza, llena de color. La Virgen María, María Magdalena, los apóstoles: rezando, unidos, recibiendo la luz y la alegría del Espíritu Santo.

Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad es una afirmación de San Pablo que asombra, acoge e inspira. Pero solo si me la tomo en serio. Si no, entra por una oreja y sale por la otra. Es una frase que ayuda a asomarse al corazón de Dios, a sus motivaciones y sentimientos. Y a entender mejor lo que era la Iglesia para los primeros cristianos y lo que es hoy para nosotros.

Dios nos quiere felices a todos. Y para siempre.

Como dice José Ignacio Munilla en un libro que es fantástico ya desde el título, Dios te quiere feliz. Dios quiere mi felicidad, mi alegría. Pero muy de verdad, y para siempre. Ahora bien, no solamente la mía. Como dice San Pablo, Dios quiere que todos los hombres se salven; Dios nos quiere felices a todos. Y para siempre.

Por eso, por nosotros y por nuestra salvación nos dice el Credo, nació y vivió Jesús. Justo para eso fue formando una comunidad de discípulos, llamando a unos y otros para compartir con ellos su vida. Les dijo Yo soy la luz del mundo, y más adelante los sorprendió con esto otro: ustedes son la luz del mundo. De uno en uno, pero con el deseo de llamar a todos, de ofrecer a todas las personas la felicidad que es para siempre.

Aquellos hombres y mujeres, amigos de Jesús, fueron fortalecidos e iluminados por el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Una comunidad sólidamente unida, con tantos signos de santidad incluso en medio del barro, con la totalidad de los medios de la salvación regalados por Dios y fundamentada en los Doce que eligió Jesús. Una, santa, católica y apostólica. Se sabían llamados por Dios y acompañados hasta el final de los tiempos por el Señor. Nos dicen textos muy antiguos que rezaban juntos, recordaban juntos las enseñanzas de Jesucristo y participaban juntos del memorial de la Redención. No solitarios, sino solidarios.

Así, la Iglesia es desde el inicio la convocación de gente que recibe de Dios tantas ayudas, gente que tiene tantas oportunidades de sentir más vivamente la paciencia, calidez, ánimo y mirada sonriente del Padre del Cielo. Tenemos la claridad radiante de la doctrina, la maravilla de los sacramentos y los textos auténticos de las Escrituras inspiradas.

Y no para ser un grupo encerrado. No es la Iglesia un grupo de gente excepcional. No es un club exclusivo. Es luz de Dios con misión de expandirse, de recibir a todos, de acercarse a todos los corazones para acompañar, sanar y dar fuerza para el camino. Por eso la sonrisa y la audacia en los santos: en Carlo Acutis y en Montse Grases, en Teresita de Lisieux y en Óscar Romero.

Todo lo que existe comienza en el ser de Dios. Cada flor, cada estrella y cada golondrina. Comienza y recibe de Él su ser todo lo que existe, todo ser espiritual y material. Gráficamente, nos dice el texto del Génesis que todo el género humano fue formado por el Señor en su materialidad del mismo barro del suelo, del mismo polvo, aunque dotado también de una energía espiritual, de un soplo inmaterial, un modo de ser que infunde el poder conocer y el querer libre. En Él vivimos, nos movemos y existimos.

Dios quiere que todos los hombres se salven. Dios llama a todos

Toda la humanidad tiene un origen común, es una unidad, por diversos que sean los rasgos físicos, las lenguas y los modos de vivir de los distintos pueblos y naciones. Es verdad aquello de que cada hombre es hermano de los demás, que hay una igual dignidad humana, que todos y cada uno merecen que sea respetada su libertad. Así fue la creación y así también la redención, realizada por Cristo. Llamados juntos a la vida y llamados juntos a la vida sobrenatural.

Como se dice en el Apocalipsis, Dios está a la puerta de cada corazón y llama. Invita, señala su presencia cercana y el deseo de compartir su vida con nosotros. Una vida y una libertad no meramente natural. El anuncio cristiano es que, por Jesucristo y gracias a la acción del Espíritu Santo, podemos vivir con una libertad de hijos de Dios. Dios quiere que todos los hombres se salven. Dios llama a todos. Dios convoca a todos a su Iglesia. Todos, todos, todos nos dijo el Papa Francisco en la JMJ de Lisboa.

Pero lo hace sin obligar, sin imponerse, sin machacar. La Iglesia es una con-vocación; somos muchos, llamados a ir juntos y a lo mismo, a la vida de hijos de Dios. A que, libremente, quien así lo quiera pueda compartir su mesa, beber de su pozo, gozar de su alegría. No como siervos, sino como amigos. No como asalariados, sino como hijos. No una relación con Dios limitada a las mutuas conveniencias, sino con la lógica del todo lo mío es tuyo. Si hijos, también herederos, dice San Pablo; coherederos con Cristo.

¿Tiene esto una traducción visible, humanamente encarnada en la historia, institucional? Evidentemente, y es clarísimo en los evangelios que Jesús lo quiso así y fue estructurando ese nuevo Israel. Una canción con bemoles y algunos carraspeos: Jesucristo no rehuyó darle tiempo al tiempo, convivir sabiamente con la imperfección y confiar en los caminos del Padre del Cielo, tantas veces inescrutables para la miope visión humana. El Señor quiso su Iglesia, la estructuró y la dejó andando confiada a las manos de sus apóstoles. A propósito, un texto animante, sabio, breve y nutritivo es Carta a una Iglesia que sufre de Robert Barron.

Lo central es tener el oído atento a la voluntad del Padre, confiar en que Jesús estará todos los días con nosotros hasta el fin del mundo y contar con el protagonismo vivificante del Espíritu Santo. Fe. Y grandeza de corazón. Por eso, qué natural se nos hace y qué maravilla es ver que en ningún momento de la historia ha dejado de haber santos. Para entender más qué es la Iglesia, para conocer su verdadero rostro, hacemos bien en mirar a María Santísima y a la multitud de los santos. Por ejemplo, en el Pentecostés del Greco.