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La fuerza en la música la pone el amor. Y, en Dios, el Amor Infinito es el Espíritu Santo. Alguien a quien vale la pena conocer mucho más. Paloma en el Bautismo de Jesús. Nube luminosa en la Transfiguración. Viento impetuoso en Pentecostés. Y fuego.

Ahora piensa un momento en Jesús; con Él a solas, frente a frente. Es posible que la imagen que viene a tu corazón sea distinta de la mía. Quién sabe. Pero apostaría a que hay dos o tres cosas en común: brillo en sus ojos, una sonrisa amable y fuego en su interior.

Así quiso mostrarse el Señor al revelar más su Sagrado Corazón: con llamas de fuego. Fuego en el Corazón de Cristo, pero fuego que comienza a estar también en mi corazón. Esto conecta fuerte con el primer punto de Camino, que tiene una garra especial. Todo el libro vibra y quema, pero el primer punto quizá más: “Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Es el Espíritu Santo. Él es el fuego que libera de toda oscuridad

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”.

¿Cuál es ese fuego de Cristo, que llevo también en mi corazón? ¿Qué vida es, qué fuerza, qué luz? ¿A qué se refería Jesús cuando hablaba de un fuego que traía a la tierra y que se moría de ganas de que ya estuviera ardiendo?

Así es: es el Espíritu Santo. Él es el fuego que libera de toda oscuridad. El que pone algo de la chispa, de la justicia, de la santidad del mismo Dios en nuestros corazones. Es el enviado por el Padre y el Hijo una vez que se ha realizado la Pascua de Jesús: su dar muerte a la muerte al morir en la Cruz y su resucitar a una vida nueva.

Una vida que no se apagará jamás y que llega a mí al recibir al Espíritu Santo. Como dice el Papa Francisco en un texto joven, “el Espíritu Santo llena el corazón de Cristo resucitado y desde allí se derrama en tu vida como un manantial. Y cuando lo recibes, el Espíritu Santo te hace entrar cada vez más en el corazón de Cristo para que te llenes siempre más de su amor, de su luz y de su fuerza” (Christus vivit, 130).

Como Adán empezó a vivir al recibir el soplo de Dios, el cristiano vive vida nueva con un soplar del Señor. Ese soplo, ese aire, es el Espíritu Santo. Por eso la insistencia del Señor en la Última Cena, la importancia del Espíritu Santo: “les conviene que yo me vaya”. Por eso la premura de Jesús nada más resucitar: en cuanto está con ellos, en su primer encuentro con los apóstoles, sopla y reciben al Espíritu Santo. Por eso aguardan en Jerusalén luego de la Ascensión a que viniera en plenitud el día de Pentecostés… ¡por eso hoy los sacramentos y la lectura viva de la Sagrada Escritura!

Estar con Jesús, conocerlo y quererlo, nos hace presentes también al Padre y al Espíritu Santo. Siempre los Tres, que son un solo Dios. Solo a Jesús le hemos visto caminar por este mundo y a los otros dos no. Pero de inmediato manifiesta que su alegría más profunda es ser el Hijo del Padre. Es su identidad y su vocación. Conversa con Él Padre, habla de Él, abraza fielmente cada uno de sus anhelos.

Al mismo tiempo, conocemos bien el relato del Evangelio: cuando el Ángel anunció a María y Ella concibió al Señor fue “por obra y gracia del Espíritu Santo”. Esa maravilla se realizó porque Él la cubrió con su sombra. Desde el minuto cero de la biografía de Jesús, el Espíritu Santo está siempre presente. Si te interesa un poco más de esto, te recomiendo un texto breve, reciente y luminoso: La Trinidad explicada hoy, de Guilio Maspero.

A propósito de cubrir y hacer un poco de sombra… ¿te has fijado en un gesto que hace el sacerdote solamente una vez en la Misa? Es un gesto especial. La Misa se celebra con muchas variantes de oraciones, gestos y dinámicas. Y, sin embargo, este gesto no falta jamás. Muy poco antes de la Consagración: ese movimiento fugaz de extender las manos sobre el pan y el vino que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Junto a ese gesto, una oración en palabras. Es el momento de la epíclesis, en que se pide que descienda sobre esas ofrendas el Espíritu Santo. Él convierte, transforma, diviniza. Regala su vida.

¿Y no es el mismo gesto que vemos cuando alguien es ordenado sacerdote? El momento central, cuando el obispo pone sus manos sobre la cabeza del que recibe aquel regalo ¡El mismo gesto que hace el obispo al confirmar! Extiende su mano y, añadiendo la unción con el crisma, confiere el sacramento. En la confesión, igual.

La vida de Dios llega a la humanidad por la acción impresionante del Espíritu Santo

La vida de Dios llega a la humanidad por la acción impresionante del Espíritu Santo ¡Nunca más como esclavos, sino como hijos! No pesimistas, sino radiantes de alegría: es el grito continuo de san Pablo en sus cartas. No confiando en mis propias fuerzas y en mis obras, sino en el Amor Infinito de Dios. En que “Él nos amó primero”, añade san Juan.

Confiando sin duda ninguna, por lo que se verificó en Jesús. Porque se cumplió el plan de salvación y su efecto en nosotros es que somos hechos hijos de Dios, gracias a la acción eficaz del Espíritu Santo. Él conecta. Él entra en nosotros y nos ilumina. Su iluminación no es violenta ni ruda, sino que llama a nuestra puerta y le abrimos (si queremos) mediante la fe. Iluminación que purifica, sana nuestra naturaleza humana y la eleva hasta hacernos participar de la naturaleza divina.

¿Cómo es que “el Verbo de Dios se hizo carne”? Por la acción del Espíritu Santo ¿Cómo es que nació la Iglesia en Pentecostés? ¿Qué hizo posible aquella reacción al ver unas huellas en la nieve o aquella otra al percibir de un modo nuevo el “tengo sed” de Jesús? ¿Cómo es que mi propia vida interior se va llenando de la vida interior del mismo Dios? Por el don del Espíritu Santo. Vivificante. Presente. Fuego. Y silenciosa paloma.

Dicen que somos polvo de estrellas, aunque de poco me sirve si la muerte del cuerpo tiene la última palabra. Es cierto aquello del Miércoles de Cenizas: polvo somos y al polvo volveremos. Pero también es cierto que (si queremos) somos hechos hijos de Dios. Hijos en el Hijo, por el don del Espíritu Santo. Y sin méritos previos, gratis: ¡la gracia de Dios!