¿Por qué un tipo de 14 o 15 años hacía lo que fuera para rezar todos los días junto a la Eucaristía? ¿Qué tenía en la cabeza Carlo Acutis? ¿Qué (o a quién) buscaba con tanta garra?
Salía el sol, recorría el cielo y se ponía. Un día y otro. Cientos y miles de días. Calcuta. Madre Teresa no siempre tuvo esas innumerables arrugas en su rostro. Se las fue ganando desde joven. A pulso, a fuerza de sonreír, consolar y llorar. ¿A quién seguía ella, que a su vez comenzó a ser seguida por cientos y miles de jóvenes?
¿Qué ejemplo de vida tuvo Maximiliano María Kolbe a la vista cuando dio su vida para rescatar la de un padre de familia en Auschwitz?
¿Qué par de ojos enamoraron a Guadalupe Ortiz de Landázuri, al punto de que ese volcán de carácter y creatividad saltara de España a México y de México a Italia y de Italia adonde hiciera falta?
¿En qué corazón encuentro yo lo que encuentro en el de Jesucristo?
Por si te sirve, me impresionó la lectura de Rabbí Jesús de Nazaret, de Francisco Varo: geografía, flora, fauna, contexto político, contexto religioso, incluso la gastronomía. Las cosas bien situadas, bien estudiadas. Al pan, pan; y al vino, vino.
Jesús de Nazaret fue un personaje histórico sumamente documentado. Sumamente. Fuentes cristianas y fuentes totalmente independientes del cristianismo. Mucho más documentado que Alejandro Magno, Aníbal o Gengis Kahn.
Alguien que no escribió nada, pero cuya historia y palabras han sido transmitidas con una fiabilidad total; la ciencia histórico literaria es contundente. Mucho más que la Ilíada y la Odisea, más que los relatos de las conquistas de Julio César o las sentencias de Confucio.
Lo central es que existió realmente, históricamente; en un espacio y en un tiempo perfectamente determinados. Sí: que vivió, pero también que murió. Tal como lo habían anunciado los profetas de Israel. Y, máximamente importante, que luego de morir resucitó. Esto es lo más central de todo lo central.
Algo por lo que hombre manifiestamente normales estuvieron dispuestos a hacer cosas extraordinarias. Dispuestos a dar su vida en testimonio de haberlo visto resucitado: 100% seguros de ese hecho y 100% confiando en que morir por aseverar eso valía la pena. Hombres normales, como nosotros, con luces y sombras: cobardes muchas veces cuando la situación se ponía adversa. Envidiosos y calculadores en términos meramente egoístas, en varias ocasiones. Con deseos de nobleza y hacer el bien, pero mil veces incapaces de llevarlos a efecto. Si ellos dieron la vida como la dieron, pudiendo fácilmente eludir la muerte, seguros y esperanzados estaban.
En una ocasión Jesús mismo les preguntó qué se decía por ahí de Él; luego dio un paso y les preguntó qué opinaban ellos mismos. Conocemos las respuestas que le dieron en ambos momentos.
Demos un salto: luego de su resurrección, preguntados por quien fuera (bien por gente indiferente, por gente entusiasmada o bien por gente violentamente adversa), respondieron con palabras e incluso con su sangre que ese hombre que realmente vivió y murió, al que conocieron a fondo durante tres años, había demostrado con su vuelta a la vida ser también el Hijo de Dios.
Los que hemos venido siglos después claramente no convivimos con Jesús en aquellas latitudes ni en aquellos años. Ha sido boca a boca. Algunos de los primeros pusieron recuerdos por escrito; de esos textos, un puñado muy selectivamente cribado se consideró dotado de inspiración directa del Espíritu Santo. Boca a boca, pero no dejando a nadie fuera: sin exclusiones y, de hecho, integrando a todos. Revolucionando el planeta continuamente en esto y en muchas cosas. San Pablo lo lanza así: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. En Jesucristo está el camino, la verdad y la vida para todos quienes lo acojan (cf. Juan 14,6). Él es la luz del mundo (Juan 8,12), y a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Juan 1,12).
Así se fue expandiendo, así fue yendo adelante el anuncio de lo que Jesús hizo y enseñó. No solamente de un modo fiel a su encargo (vayan a todos los rincones del mundo; digan todo lo que les he dicho; compartan la vida nueva, que viene por el bautismo), sino fundamentalmente sabiéndose acompañados por Él. Conviviendo con Él.
Tal cual. Presente en la Eucaristía de un modo real, personal, vivo y palpitante. Sonriente, animante. Imbatible: ¡es Dios! Es Dios hecho hombre, resucitado y victorioso. Y presente entre nosotros, en su Iglesia, por la acción del Espíritu Santo. San Pablo de nuevo: somos el Cuerpo de Cristo; ya no vivo solamente con mi vida, sino que vivo compartiendo los mismos latidos del corazón de Jesús.
Ese hombre de Nazaret, retratado en los Evangelios fue un hombre bueno. Sabio, amable, valiente, cautivante. Pero no solo eso. Indudablemente un ser humano hecho y derecho. Pero no solo eso. También Dios. No fue fácil ponerlo luego en palabras, intentar formularlo en el diálogo con personas ajenas, profundizar inteligentemente en sus matices. Aciertos y también pasos en falso ha habido por montones en la conversación teológica. Surgieron gigantes como Ireneo de Lyon, Atanasio de Alejandría, Basilio, Juan Crisóstomo, Cirilo, Agustín de Hipona, León Magno; y lapsus como los del docetismo, el arrianismo y el monofisismo. Quizá conoces la historia, o tal vez te interese dedicarle un poco de atención.
El estudio de Jesucristo, la Cristología, es apasionante. Ahora bien, la senda maestra la pone San Josemaría en un BETA muy directo: buscarle, encontrarle, tratarle y amarle. Ojalá a diario: en la Eucaristía, en la lectura del Evangelio y en el servicio a los demás.