Una amistad de 72 años

Rosalía López tiene 93 años y una lucidez mental que muchos querrían a su edad. Los recuerdos se le agolpan entre pecho y espalda, y los suyos valen oro. Como ella misma comenta con desparpajo: “¡Que me quiten lo ‘bailao’!”

Este mes de diciembre, Rosalia cumplirá 72 años de estancia en Roma, donde se trasladó para ayudar a san Josemaría a sacar adelante las primeras casas del Opus Dei en la Ciudad Eterna. Allí ha convivido con varios santos; entre otros, la futura beata Guadalupe Ortiz de Landázuri. A ella le agradece, además, el descubrimiento de su vocación, allá por el año 1946. En estas líneas relata sus memorias.

Mi familia viene de Burgos. Como ocurre en otros lugares de España, venimos de un pueblo que ya no existe, tras marcharse todos sus habitantes y quedar abandonado. Mis padres eran labriegos y tuvieron nueve hijos, a los que procuraron educar en la fe cristiana. Al igual que otros de mis hermanos, salí de mi pueblo muy jovencita y me marché a Bilbao para ganarme la vida. Allí habían vivido también mis padres un tiempo y fue en esa ciudad donde conocí el Opus Dei.

A través de las religiosas del Servicio Doméstico, entré en contacto con la residencia universitaria Abando, el 11 de febrero de 1946. Se necesitaban empleadas para trabajar en la administración doméstica de la residencia, así que el 8 de febrero Guadalupe acudió al Colegio de Servicio Doméstico y nos entrevistó a varias jóvenes. A los tres días yo ya estaba en Abando. Acababa de cumplir 21 años.

La Gran Vía de Bilbao en 1940.

La residencia había abierto unos meses antes, en septiembre de 1945. Guadalupe se ocupaba en ese momento de la gestión material y económica de la casa y, a partir de marzo de ese año, pasó a ser la directora.

Descubrí mi vocación al Opus Dei gracias a la ayuda de Guadalupe. Ella me fue mostrando cómo santificar mi trabajo

Comencé a trabajar con otras empleadas como Dora del Hoyo y Concha Andrés, que ya tenían la experiencia del Colegio Mayor Moncloa, en Madrid, y fueron a Bilbao a echar una mano tras la apertura de Abando. Ellas me ayudaron mucho. Nos transmitían las experiencias de su quehacer a las recién llegadas. Aprovechaban los menores detalles para enseñarnos a trabajar bien y, al mismo tiempo, explicaban cómo podíamos ofrecer a Dios esas tareas.

Descubrí mi vocación al Opus Dei gracias a la ayuda de Guadalupe. Ella me fue mostrando cómo santificar mi trabajo y procuraba que hubiera un ambiente cordial entre todas las empleadas. Nos enseñaba a ser piadosas y se preocupaba de nuestra formación humana y religiosa. Guadalupe me llamó en una ocasión para disculparse conmigo porque pensaba que me había tratado sin delicadeza y se había quedado preocupada. Aquello me conmovió. Era muy cariñosa y siempre estaba contenta.

A finales de marzo de 1946, decidí asistir a un curso de retiro que predicaría don José María Hernández Garnica -uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei-. Después de un par de meses, Guadalupe me preguntó si había pensado alguna vez en la posibilidad de ser de la Obra. Respondí afirmativamente, porque llevaba tiempo considerando la llamada del Señor, y pedí la admisión el 28 de julio.

En ese momento conocía muy poquito del Opus Dei, pero tenía muy claro que venía a santificarme trabajando en las tareas del hogar. Fui al pueblo a hablar con mis padres y lo único que me pidieron es que, si tenía vocación, fuera para adelante y que no me volviera atrás. Se quedaron encantados. Con los años llegaron a conocer a san Josemaría, por el que sentían admiración y cariño.

Cuando veo su estampa, no me sale pedirle nada, solo le digo: ¡guapa!

De esto han pasado ya 72 años, y doy cada día gracias a Dios. Me sale espontáneo también agradecer a Guadalupe todo lo que ha hecho por mí, ayudándome en los primeros pasos de mi vocación. Ella me quería muchísimo y yo también la quería.

Con Guadalupe volví a coincidir años después en Roma. Aunque estaba delicada de salud, conservaba su sentido del humor. Me contó un chiste con un marcado acento mexicano del que todavía me acuerdo. Cuando veo su estampa, no me sale pedirle nada, solo le digo: ¡guapa!