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¿Quieres un consejo? Nunca des la espalda a un camello enojado. Yo terminé con la espalda llena de saliva, y ni siquiera puedes imaginar el olor. Toda mi vida he crecido rodeado de camellos y por la arena del desierto de Oriente. Mi padre solía decir que habíamos sido elegidos por Yahvé para observar el cielo nocturno, y que por eso nuestra familia siempre había vivido fuera de las grandes ciudades. Todas las noches, después de guardar a los camellos, solíamos recostarnos sobre una duna para mirar y estudiar las constelaciones y los movimientos de los astros.

Siempre mi padre hablaba de cuánto teníamos que agradecer a Yahvé el que se hubiera tomado el tiempo de pintar cada estrella del cielo. “Es un mensaje para nosotros”, decía con una expresión seria. “Por eso tenemos que estar atentos”.

Yo me limitaba a asentir. Siempre he amado a mi padre, pero no podía evitar sentir algunas dudas en mi interior. ¿Por qué un Dios lo suficientemente poderoso para crear el sol y la luna se preocuparía por nosotros? Y si de verdad existía, ¿por qué nunca nos hablaba directamente? ¿Acaso éramos demasiado insignificantes para el Omnipotente?

En cambio, lo de que verdad me intrigaba no era tanto el misterio celeste, sino los países lejanos. Desde niño, una inquietud interior me quemaba por dentro: deseaba viajar alrededor del mundo y conocer los pueblos ubicados cerca de la puesta del sol. Sin embargo, también era consciente de mi deber con el negocio de mi padre.

Nuestra vida no era cómoda. En ocasiones, mi padre o yo nos ausentábamos durante varios días para comprar nuevos camellos, o vender algunas telas adquiridas de los forasteros que pasaban por nuestra aldea. No éramos ricos, pero eso rara vez nos preocupó. Teníamos lo que necesitábamos, y éramos felices.

La noche de mi decimoquinto cumpleaños, mientras observábamos el cielo, mi padre y yo descubrimos una nueva estrella. Nunca la habíamos visto. Mi padre estaba lleno de curiosidad, pero yo no le di demasiada importancia. Si Yahvé había decidido poner una estrella más, ¿a mí qué? ¡Qué equivocado estaba!

Una mañana, vinieron unos hombres a vernos. Vestían con telas finas, aunque no demasiado llamativas, y llevaban los cabellos y las barbas largas. Hablaban con ademanes refinados y elegantes; de inmediato me di cuenta cuenta de que se trataba de un grupo de sabios. Querían alquilar unos camellos: al parecer se disponían a emprender un largo viaje.

Mi padre los atendió con su amabilidad característica y les ofreció los mejores animales que teníamos disponibles. Uno de aquellos hombres, de piel oscura y bigote poblado, preguntó si disponía de algún criado que los pudiera acompañar para cuidar de los camellos. Yo me ofrecí a hacerlo de inmediato: era mi oportunidad para viajar más allá del horizonte, conocer nuevas ciudades y lenguas y tratar con personas distintas.

No fue fácil convencer a mi padre de que me diera permiso, pero al final lo conseguí. Los hombres sabios estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta, y quizá podría encontrar nuevas rutas de comercio para ampliar nuestro negocio familiar. Aquel viaje era la oportunidad que siempre esperé. ¡Ni siquiera podía imaginar cómo cambiaría el rumbo de mi vida!

Preguntas para considerar en tu oración

¿En ocasiones siento que Dios se encuentra demasiado lejos como para tratarlo? ¿Qué medios puedo poner para hablar con Él con mayor confianza?

¿Soy feliz con lo que tengo? ¿Agradezco a Dios los bienes que he recibido… y también aquello que me falta?

    Al día siguiente me encontré siendo parte de una pequeña caravana que caminaba hacia el occidente. Los hombres sabios iban a pie, y más bien utilizaban los camellos para cargar sus pertenencias. Al principio, guardé un silencio casi absoluto. Me limité a guiar a los camellos, y a alimentarlos y limpiarlos en los periodos de descanso. Sin embargo, en la mañana del quinto día, el hombre de piel oscura me preguntó sobre mi familia y sobre las tradiciones de mi aldea. Se interesó enormemente cuando le hablé sobre la historias que mi padre me había contado acerca de las estrellas.

    “Nosotros seguimos una estrella”, aseguró. “Es una estrella nueva, que anuncia la llegada de un gran rey”.

    Recordando la estrella que había visto con mi padre, mi curiosidad se encendió de inmediato. “¿Qué clase de rey?”, pregunté.

    “Nosotros seguimos una estrella”, aseguró. “Es una estrella nueva, que anuncia la llegada de un gran rey”.

    “Se trata de un rey que cambiará el rumbo de la historia, un rey anunciado por distintas profecías desde hace muchos años”, respondió el sabio. “Nuestra familia ha estudiado estas historias por generaciones y, después de un largo tiempo de espera, finalmente apareció Su estrella. Por eso nos hemos puesto en camino”. El hombre de piel oscura guardó silencio por unos instantes. Después, mirándome a los ojos, añadió: “Se trata del mismo Yahvé, que viene a recordarnos Su grandeza y nuestra pequeñez”.

    La conversación terminó ahí. Me quedé muy inquieto. No dudé las palabras de aquel hombre (evidentemente sabía mucho más que yo), pero mi intranquilidad más bien era causada por el miedo a enfrentarme a un Dios a quien yo no conocía muy bien. ¿Qué esperaría Él de mí? ¿Tendría que entregarle algún tipo de ofrenda o regalo? Los sabios seguro llevaban grandes riquezas, mientras que yo no tenía nada que darle. ¿Se enojaría aquel Rey conmigo?

    El viaje fue mucho más largo de lo que esperaba. Caminamos durante muchos días sin parar, a excepción de unos días en los que la estrella desapareció misteriosamente. Como nos encontrábamos cerca del castillo del rey Herodes, los sabios se detuvieron a consultar el camino correcto, mientras yo esperaba afuera con los criados y los camellos.

    Mi intranquilidad más bien era causada por el miedo a enfrentarme a un Dios a quien yo no conocía muy bien. ¿Qué esperaría Él de mí?

    Con la indicación de que debíamos dirigirnos a Belén, proseguimos nuestro camino, y poco después apareció nuevamente la estrella. Con cada paso que dábamos, mi temor aumentaba; me dolía no tener nada que ofrecer a aquel Rey anunciado por la nueva estrella. ¡Nunca había deseado con más fuerza ser un hombre de gran poder y riqueza! Así, sí que podría presentarme con gran seguridad y orgullo.

    Preguntas para considerar en tu oración

    ¿Cuáles son las “estrellas” que dan rumbo a mi vida? ¿Esas estrellas de verdad me llevan a Dios, o más bien me alejan de Él?

    ¿Me “escondo” a veces de Dios, pensando que le fallé? ¿Cómo puedo confiar más en Su misericordia?

      Llegamos a Belén ya entrada la tarde, por lo que las calles estaban abarrotadas de personas que regresaban a casa después de trabajar en los campos. Yo miraba a las multitudes, sorprendido.

      “¿Cómo puede vivir aquí tanta gente?”, pregunté a uno de los sabios.

      “No todos viven aquí de forma permanente”, me explicó. “Hace un año, el emperador romano convocó un censo, por lo que todos tuvieron que regresar a su ciudad de origen. Sin embargo, es muy caro y complicado hacer un viaje largo. Por ello, muchos de los que se trasladaron para el censo se establecieron por una temporada aquí, en Belén”.

      Seguimos caminando hasta que llegamos a una zona bastante pobre a las afueras de la ciudad. La estrella se detuvo sobre una sencilla construcción de adobe. En el exterior de la casa, un hombre muy joven se afanaba en la reparación de una llanta de carreta. Al ver que nos acercábamos, se incorporó y se limpió el sudor de la frente.

      “¡Hola!”, dijo con una sonrisa. “¿Puedo ayudarlos con algo?”

      Me di cuenta que los sabios intercambiaban miradas. Finalmente, uno de ellos, de ojos rasgados y barba oscura, dijo: “Buen señor, somos viajeros de Oriente. Venimos de muy lejos en busca del Rey enviado por Yahvé y anunciado por Su estrella”.

      “Buen señor, somos viajeros de Oriente. Venimos de muy lejos en busca del Rey enviado por Yahvé y anunciado por Su estrella”.

      No sé muy bien cómo describir la reacción del joven artesano. Fue una mezcla de alegría, inquietud, temor y compasión. Finalmente, sin decir nada, dio media vuelta y entró a la casita que estaba detrás de él.

      “¡María! ¿Puedes salir un momento?”

      Unos segundos después, una muchacha –tenía más o menos mi edad– salió con un niño pequeño en brazos. Era un bebé precioso: tenía los ojos grandes y claros, como si reflejara la luz de la tarde, y su cabello ondulado se parecía mucho al de su madre.

      No supe qué pensar. Los hombres sabios cayeron de rodillas, pero yo me quedé inmóvil, y pude darme cuenta de que tanto la muchacha como el artesano intercambiaban miradas de sorpresa. Los regalos fueron entregados: cofres con monedas de oro, copales con incienso y frascos de cristal llenos de mirra. Además, también llevaban algunas telas coloridas, típicas de las tierras orientales, e incluso algunas vasijas de cerámica.

      Mientras el joven matrimonio recibía los presentes, uno de los hombres sabios se me acercó discretamente y me dijo al oído: Creo que Yahvé no solo vino a recordarnos Su grandeza y nuestra pequeñez. Nos ha recordado también que Él también es pequeño y, por eso, nosotros también somos grandes”.

      El artesano, mientras tanto, ofreció un poco de agua para beber y lavarnos las manos y los pies. Yo seguía casi sin respirar. La joven madre me veía fijamente. Era también muy bonita, con ojos de largas pestañas y piel oscura por el sol. Despacio, se acercó a mí con el niño en brazos.

      “¿Tú? ¿Tienes hambre? Tengo un poco de pan recién horneado”.

      No supe qué decir, por lo que me limité a negar con la cabeza. Para mi sorpresa el niño extendió sus brazos hacia mí. Nunca había cargado a un bebé en toda mi vida, pero María me ayudó a acomodarle contra mi pecho.

      Para mi sorpresa el niño extendió sus brazos hacia mí. Nunca había cargado a un bebé en toda mi vida, pero María me ayudó a acomodarle contra mi pecho.

      El artesano, de nombre José, soltó una carcajada: “Ya te tomó cariño”.

      Pasamos el resto de la tarde con la joven familia. Nos contaron sobre su viaje desde Nazaret, el anuncio del ángel y el nacimiento en el portal. Nosotros, a su vez, les hablamos de la estrella y de nuestro paso por el castillo de Herodes, mientras el niño Jesús dormía en mis brazos.

      Por la noche, antes de irnos, entregué el bebé a Su madre.

      “Muchas gracias por todo”, dijo ella con una sonrisa.

      Yo, entonces, expresé lo que me había preocupado todo el día: “Me gustaría poder darle un regalo yo también”.

      María me miró a los ojos: “Pasaste toda la tarde con Él, arrullándole con tu cariño y con el latido de tu corazón. No hay regalo más grande”.

      Preguntas para considerar en tu oración

      ¿Me doy cuenta de que Dios se hizo pequeño para que pueda acercarme a Él con confianza?

      ¿Qué “regalo” puedo dar al Niño Dios este nuevo año que comienza?