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Hay pequeñas decisiones –sencillas en apariencia– pero que pueden cambiarte la vida. Recuerdo una tarde en la que salí a caminar por la costa. Había sido un día de trabajo muy intenso; mi padre hace redes de pesca, y yo estoy aprendiendo el oficio. Necesitaba despejarme, por lo que tomé algo de comida y salí a una pequeña colina junto al Mar de Galilea. Cuál no sería mi sorpresa cuando, en lugar de encontrar el silencio y la calma que buscaba, descubrí a una gran multitud que parecía esperar algo. Había cientos de personas: mujeres y hombres, niños, jóvenes y ancianos. Recuerdo que también había un gran número de enfermos, algunos recostados en camillas y otros apoyados en bastón.

Pensé que tendría que buscar mi tarde serena en otro lugar, pero no pude vencer mi curiosidad y me acerqué a un hombre mayor para preguntar qué sucedía. «Venimos a escuchar a Jesús, el Nazareno. ¿No has oído hablar de Él?».

Yo no tenía ni idea de qué me hablaba, y me disponía a responderle eso cuando un silencio repentino se extendió por toda la colina. Un hombre joven acababa de bajar de una barca que se encontraba en la orilla del mar. Al ver a la multitud que lo esperaba, sonrió. Recuerdo que Sus ojos me llamaron la atención; parecían tristes.

De pronto, Su voz, potente y amable al mismo tiempo, llegó a mis oídos ayudada por el eco de la colina. Nunca olvidaré Sus palabras. Con historias sencillas, me abrió un panorama totalmente nuevo para mi vida.

Preguntas para considerar en tu oración:

¿Le has preguntado a Dios en la oración cuáles son Sus sueños para ti? ¿Te permites estar un tiempo en silencio para escuchar Su voz?

¿Eres consciente de que sus palabras se encuentran contenidas en la Biblia, la cual nos dejó como regalo para mostrarnos el camino? ¿Sacas un tiempo –aunque sea breve– cada día para leer el Evangelio?

    No estoy seguro de cuánto tiempo pasé escuchándolo con la boca abierta. Lo bueno de ser todavía un niño –el próximo año cumpliré 14 años– es que aún podía mirar con intensidad sin preocuparme demasiado de verme algo ridículo. De hecho, cada vez me había acercado más al Nazareno, hasta que había terminado por sentarme a pocos metros de Él.

    El sol comenzó a meterse en el horizonte, pero la gente no parecía tener la intención de irse. Uno de los que acompañaban al Maestro se acercó para decirle algo. Él debió haber respondido algo incomprensible, porque su discípulo lo miró desconcertado. Jesús continuó hablando, pero sus acompañantes comenzaron a discutir en voz baja. «¿De dónde vamos a sacar pan para tanta gente?», escuché que decían.

    Yahvé te ha dado todo lo que tienes, ¿y tú no eres capaz de compartir algo con los demás?.

    Sentí como si el pan y los pescados que yo todavía llevaba en el bolsillo de pronto pesaran demasiado. Pero no. ¿De qué iban a servir cinco panes y unos pocos pescados para tanta gente? Además, si se los daba, seguramente ya no quedaría nada para mí.

    Intenté tranquilizar mi conciencia, repitiendo que yo no podía hacer nada. Intentando distraerme, volví a centrar mi atención en Jesús. Sorprendido, noté que en ese momento tenía la mirada puesta en mí. Apenas duró unos instantes, pero Sus ojos me atravesaron, y sentí vergüenza. Recordé unas palabras que mi madre siempre decía cuando me negaba a compartir algo con mis hermanos: «Yahvé te ha dado todo lo que tienes, ¿y tú no eres capaz de compartir algo con los demás?»

    Antes de que pudiera arrepentirme, me puse de pie y me acerqué a los discípulos. «Tengo algo de comida. Aquí está, por si sirve de algo», les expliqué mientras les entregaba el pan y los pescados. Aquellos jóvenes pescadores me miraron con extrañeza –por un momento pensé que se reirían de mí– pero me agradecieron y llevaron la comida al Nazareno.

    Preguntas para considerar en tu oración:

    ¿Confío en que Dios recibe con una sonrisa lo mucho y lo poco que tengo para ofrecerle? ¿Le pido que sea Él quien multiplique mis buenas obras y les dé un sentido de eternidad?

    ¿Qué tengo hoy para poner en manos de Dios? ¿Mis cansancios, mis preocupaciones, mis sueños, mis alegrías o tristezas?

      Jesús sonrió al recibir lo que yo había entregado. Al principio pensé que era una sonrisa excéptica al ver lo pequeño de mi gesto. Pero tomó en sus manos el pan, miró al Cielo y dijo algo en voz baja. Después, repartió cada pieza en una canasta distinta y pidió a sus discípulos que repartieran la comida.

      ¿Ves lo que puedo hacer con tu generosidad?

      Con un gesto, me indicó que me acercara. «¿Puedes ayudarnos también a repartir?», dijo. Pensé que era una broma: repartir… ¿Qué? ¿Medio pan? ¿Un cuarto de pan? No me atreví a decirle que no, me encogí de hombros y asentí con la cabeza. «Gracias», respondió simplemente, y se alejó para atender a una mujer mayor que lo estaba buscando.

      La verdad, me sentí un poco ridículo al dirigirme a la canasta que me tocaba llevar. Pero, al intentar levantarla, me llevé una gran sorpresa: estaba tan pesada que casi no podía moverla. Con dificultad, la cargué en ambos brazos y comencé a repartir uno a uno los panes y los peces. Comieron todos los que estaban cerca, repitieron hasta quedar saciados y muchos llevaron un poco a casa para sus familias. Después de alimentar a todos, recogimos las sobras y llenamos 12 cestos enteros.

      Yo seguía sin poder creer lo que acababa de presenciar. Entonces, Jesús me miró –parecía divertido con mi expresión de sorpresa– e, inclinando la cabeza, me dijo: “¿Ves lo que puedo hacer con tu generosidad?”

      Preguntas para considerar en tu oración:

      Al verme pequeño y débil, al saber que cometo errores y que mi voluntad es frágil, ¿llego a olvidar que es Dios quien hace todo a través de mí

      ¿Respondo con generosidad a las invitaciones que Dios me hace? ¿Le doy mi “sí”, aun cuando Sus planes parezcan demasiado grandes o imposibles para mí?