es
Buscar
Cerrar

Soy fuerte. Mi padre siempre me lo dijo. De niña, le ganaba a todos los niños de mi pueblo en las carreras que organizábamos, y siempre era yo la que trepaba la higuera más alta. He de admitir que a mi madre eso la escandalizaba un poco, y todos los días me daba una regañiza por llegar a casa con el vestido empolvado y roto, y el cabello revuelto.

Mi padre se reía de mis travesuras; soy la más pequeña de mis hermanos —y la única chica– por lo que digamos que mi carácter fuerte y decidido fue resultado de un instinto básico de supervivencia. Con todo y los regaños de mi madre por volverme una “niña correcta”, las peleas con mis hermanos y el alto número de cicatrices que coleccioné por mis aventuras y juegos, tuve una infancia muy feliz. Mis padres me querían mucho; también mis hermanos me querían, aunque preferirían morir que admitirlo.

Todo cambió el día que cumplí 13 años. Como de costumbre, me encontraba haciendo algo que no debía; la aventura de ese día consistía en saltar el espacio entre el techo de dos casas. Un grupo de vecinos me había retado, y no podía decir que no. Todo iba muy bien hasta que noté un fuerte dolor en el abdomen. Intenté ignorarlo y me preparé para el salto. Tomé fuerza en las piernas y de un brinco cubrí el metro y medio que separaba los tejados; caí rodando por encima de la segunda casa, con el vestido roto y empapada en sudor, pero orgullosa de mí misma.

Al llegar a casa por la tarde, después de la acostumbrada reprimenda de mi madre por mi aspecto, le dije que me molestaba un dolor en la parte baja de mi estómago. Mi madre no le dio demasiada importancia, y me dijo que si pasara más tiempo ayudando en casa y menos tiempo saltando por los tejados, no tendría ningún dolor.

Pasaron los días, y como el dolor no disminuía, mis papás comenzaron a preocuparse. Así dio inicio un largo desfile de doctores, con un sinfín de remedios distintos. Ninguno supo dar remedio a lo que rápidamente se convirtió en una enfermedad que transformó mi vida.

Preguntas para considerar en tu oración

Hay cosas que aparecen repentinamente en nuestra vida. ¿Confías en que siempre, detrás de cualquier cosa, está la mirada amorosa de Dios, que es tu Padre?

¿Cómo reaccionas cuando parece que Dios no escucha tus oraciones ni da remedio a tus problemas?

Pasaron 12 años. Mi infancia, feliz y serena, dio paso a una adolescencia marcada por el dolor y la dificultad. Mis padres enfermaron y murieron con pocos meses de diferencia, y mis hermanos se trasladaron a pueblos vecinos con sus familias. De pronto me quedé sola, con una enfermedad desconocida que a veces no me permitía dejar la cama.

Mis hermanos me ayudaban con sus bienes para vivir lo más cómodamente posible, pero me parecía injusto gastar su dinero en remedios que no me servían para aliviar el dolor. Con los años, dejé de pedirles ayuda, y cuando se hubieron terminado los últimos ahorros de mis padres –gastados en médicos y hierbas medicinales– comencé una vida casi mendicante. Apenas comía, y dormía donde podía, pero fingía que no me importaba. “Soy fuerte”, me repetía a mí misma constantemente.

Llegó el día, sin embargo, que hasta mi propio convencimiento de fortaleza me abandonó. Entonces me rebelé contra Yahvé: ¿dónde estaba el Dios de mi pueblo y de mis padres? ¿De qué había servido la piedad de mi familia y mi esfuerzo por cumplir con las leyes judías? Me encontraba sola en mi enfermedad y en mi pobreza.

Un día que esperaba a las afueras de la sinagoga, esperando que alguien se apiadara de mí y me diera algunas monedas, escuché una conversación entre dos hombres que llamó poderosamente mi atención. Hablaban de un tal Jesús, un profeta, que obraba milagros. “Hace ver a los ciegos, y curó a un paralítico”, escuché decir a uno de aquellos hombres. “Sí, respondía el otro. Dicen que con solo tocarlo, la gente queda curada”.

Por alguna razón, mi corazón se aceleró al escuchar aquello. ¿Sería algún gran médico que poseía remedios traídos de Oriente? ¿Cómo entonces curaba con tan solo el tacto? ¿O quizá un mago? No lo sabía, y después de pensarlo unos instantes, decidí olvidarme de aquello que había escuchado. Ya había sufrido demasiadas decepciones en manos de gente que afirmaba que podía curarme y que al final no lo hacía.

Preguntas para considerar en tu oración

¿Te das cuenta de que las dificultades son una oportunidad para probar tu fe y tu confianza en Dios?

¿Alguna vez te has enojado o rebelado contra Dios, o te has sentido abandonado por Él? ¿Qué hiciste en esos momentos?

    Fe… ¿en qué? ¿Cómo podía tener fe en Alguien a quien yo no conocía?


    Una mañana, pocos días después de mi 25° cumpleaños, me encontraba nuevamente sentada a las afueras de la sinagoga cuando vi salir a un grupo de personas muy numeroso. Entre las voces que se agolpaban por las calles, escuché un rumor: “Es Jesús, el profeta, que va a casa de Jairo para curar a la hija de este último, que está agonizando”.

    No sé qué fue lo que me impulsó a ponerme de pie para incorporarme al grupo de gente que caminaba detrás del nazareno. Supongo que podrías decir que fue fe. Fe… ¿en qué? ¿Cómo podía tener fe en Alguien a quien yo no conocía? Aún no te he contado la parte más importante de mi historia: cuando el grupo pasó frente a mí, el nazareno me volteó a ver. Eso fue lo único que bastó: con una mirada, me convencí de que aquel hombre era un enviado de Yahvé.

    Mientras caminaba detrás del grupo, me debatía entre que acción tomar. Podía esperar a que el nazareno curara a la hija de Jairo. Aunque, por otro lado, difícilmente tendría una mejor oportunidad que esta –con tanta gente alrededor del profeta– para acercarme a Él.

    Con dificultad, me abrí paso a empujones entre la multitud y me encontré caminando inmediatamente detrás del nazareno. Llevaba un manto con orlas en el borde de color rojo oscuro. No necesito hacer mucho, pensé. Si de verdad es un profeta de Yahvé, con tan solo tocar el borde su manto quedaré curada.

    Fingí entonces que tropezaba y caí a sus pies, al tiempo que estiraba la mano hacia el frente. Alguien me pisó por atrás y la gente me empezó a gritar, pero yo ya había conseguido lo que quería: tocar el borde de Su manto. El efecto fue instantáneo; inmediatamente supe que estaba curada y comencé a llorar: había olvidado lo que sentía al no tener dolor. Tan emocionada estaba que no me percaté que el grupo se había detenido. El profeta preguntaba quién le había tocado. Aterrada, consideré huir, pero al mismo tiempo sabía que eso era imposible. El profeta me encontraría y me haría pagar por la curación.

    “Hija, tu fe te ha salvado”. Y, sonriendo, añadió: “Vete en paz”.

    Temblando me acerqué al profeta y –cayendo a sus pies– confesé mi atrevimiento. Se hizo un silencio sepulcral. Noté entonces Su mano sobre mi cabeza y me atreví a levantar la mirada: Él se había puesto de cuclillas frente a mí y me miraba fijamente: “Hija, tu fe te ha salvado”. Y, sonriendo, añadió: “Vete en paz”.

    No sé cuánto tiempo pasé en el suelo después de ese momento. Años después supe que el Maestro no solo había curado a la hija de Jairo, sino que la había resucitado. No me sorprendió lo más mínimo: era el mismo Yahvé quien me había hablado y curado. Tiempo después, cuando Jesús fue crucificado por los fariseos, acompañé a Su Madre y al resto de las mujeres al pie de la Cruz. Él, que me había curado de un flujo de sangre, ahora derramaba Su sangre por la salvación de todos los hombres. Yo no lo dejaría solo ni un momento.

    Preguntas para considerar en tu oración

    ¿Eres consciente de que Dios tiene un plan para cada una, para cada uno?

    ¿Confías en que las dificultades y el sufrimiento purifican y fortalecen nuestra capacidad de amar?