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Siempre estuve contento en la casa de mi familia. Éramos mi padre, mi hermano mayor y yo, pues mi madre murió cuando era pequeño. Lo tenía todo: comida, comodidad y cariño. Me sentía el centro de mi pequeño universo, y llegó un día en el que me sentí listo para comerme el mundo. Creía que ya no había nada más que mi padre pudiera enseñarme. Me había acostumbrado a las facilidades que mi hogar ofrecía, y notaba en mi interior hambre de grandeza. Así que el día que alcancé la mayoría de edad, durante la cena que mi padre ofreció para celebrar mi cumpleaños, le pedí de regalo la parte de la herencia que me correspondía.

Me había acostumbrado a las facilidades que mi hogar ofrecía.

Mi padre se entristeció, pero no dudó en darme lo que le pedía. Me ayudó a empacar mis pertenencias, me regaló uno de sus caballos, me dio su bendición y me vio partir. Aun cuando ya me encontraba lejos de la casa paterna, me parecía sentir la mirada de mi padre, pidiendo a Yahvé que no me dejara solo.

Me fui lleno de buenos propósitos: quería iniciar mis propios negocios, y regresar rodeado de riquezas y regalos para mi padre. Sin embargo, poco me encontraba preparado para lo que me esperaba. Borracho de euforia por mi recién adquirida “libertad”, comencé a gastar mi dinero en apuestas, juegos y placeres. Cada día me decía a mí mismo que esa sería la última noche de excesos, que a la mañana siguiente comenzaría a trabajar. El problema es que eso nunca ocurrió. Y, mucho antes de lo que esperaba, el dinero se terminó.

Preguntas para considerar en tu oración

¿Cómo utilizas los bienes materiales que Dios y tu familia te han dado? ¿Cuidas de ellos para que duren el mayor tiempo posible?

Reflexiona sobre los gastos que haces. ¿Son por necesidad o capricho? ¿Cómo vives la pobreza cristiana que todos estamos llamados a vivir?

Los que consideraba amigos desaparecieron casi tan rápido como el dinero. Pronto descubrí lo que era estar solo y perdido, sin rumbo y sin familia, lejos del hogar. Pasé dos días sin querer levantarme de la cama, pero al tercer día el hambre me obligó a buscar alguna opción de sustento. Acudí al dueño de la posada en la que me encontraba para que me dejara trabajar. Al principio me miró con desconfianza, y no podía culparlo: durante meses me había visto regresar a mi habitación todos los días en un estado lamentable. Al final accedió a dejarme cuidar a sus cerdos. A cambio, me dejaría dormir en el establo y me daría lo que sobrara de la cocina de la posada.

Mi vida cambió por completo. Siempre tenía hambre, pues incluso los días en los que sobraba un poco de pan y de queso, rara vez había cantidad suficiente para calmar la insatisfacción de mi estómago. En el establo, las ratas pasaban toda la noche entre mis piernas y por encima de mi cabeza, y el olor de los animales impregnaba mi ropa. Mi antigua vida en la casa de mi padre me parecía un sueño muy lejano.

No me atrevía, sin embargo, a pensar en regresar: la idea me avergonzaba, pues no me sentía capaz de enfrentarme a mi padre y hermano.

En una de esas tardes calurosas, mientras miraba –casi con envidia– cómo los cerdos se comían hasta saciarse, me acordé de los jornaleros de mi padre y cómo los trataba como si fueran de la familia. Nunca les faltaba nada. Conforme pasaba el tiempo, me sorprendí a mí mismo pensando cada vez más seguido en mi antiguo hogar y en mi familia. No me atrevía, sin embargo, a pensar en regresar: la idea me avergonzaba, pues no me sentía capaz de enfrentarme a mi padre y hermano.

Una noche que pasé en vela por el hambre, salí del establo antes de que saliera el sol. Sentado sobre el corral, mientras miraba el horizonte, llegó a mi cabeza con mucha claridad el rostro de mi padre, sereno, sonriente. Fue tan fuerte la emoción de verlo con tanto detalle en mi memoria, que finalmente me rendí y asumí la posibilidad de regresar a casa. Regresaría –pensé– no esperando ser recibido como hijo, sino como un jornalero más. Empaqué mis cosas, me despedí del posadero y emprendí la marcha de regreso a mi tierra natal.

Preguntas para considerar en tu oración

Cuando cometes un error, ¿te da pena tratar a Dios otra vez? ¿Dudas de Su misericordia?

¿Acudes al sacramento de la reconciliación (la confesión), confiando en la gracia que da para luchar con nueva fuerza?

    Mi corazón latió con fuerza cuando vislumbré a lo lejos las tierras de mi familia. Mis piernas recuperaron vigor, y con un nuevo impulso recorrí los últimos kilómetros. Conforme más me acercaba, comencé a identificar detalles que me eran familiares: los establos al este, y la casa de mi padre orientada hacia el occidente.

    De pronto, una nueva figura apareció ante mis ojos. De lejos, no alcancé a ver quién era, pero comenzó a acercarse con rapidez. Yo también aumenté el paso. Cuando ya me encontraba a unos 100 metros, reconocí a mi padre. Al mirarlo de cerca, entendí por qué no le había reconocido antes: su paso era ágil, lejos de la torpeza y lentitud propias de su vejez. Casi parecía correr hacia mí.

    Cuando finalmente lo tuve frente a mí, caí de rodillas a sus pies. Con los ojos cerrados, comencé a hablar las palabras que había preparado durante todo el camino: «Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros». Pero mi padre ni siquiera me dejó terminar. Con una fuerza impropia de sus años, me levantó y me abrazó. En su rostro, no encontré un reproche ni una pizca de mirada crítica. No hubo una sola palabra de condena. Me recibió con el amor incondicional que solo un padre puede tener.

    No hubo una sola palabra de condena. Me recibió con el amor incondicional que solo un padre puede tener.

    Han pasado ya muchos años desde ese día. Mi hermano mayor y yo hemos sacado adelante las tierras de mi padre, y la riqueza de nuestra familia ha aumentado. Mi padre ha muerto ya, y todavía lo extraño. Sin embargo, todos los días recuerdo su comprensión y su cariño auténtico, que supo encontrar en mi debilidad una oportunidad para levantarme y acogerme. Espero algún día ser como él.

    Preguntas para considerar en tu oración

    ¿Eres pronto para perdonar a los demás? ¿Comprendes que los demás también cometen errores, y los quieres también por sus defectos y debilidades?

    ¿Eres consciente de que la santidad no es perfección, sino lucha? ¿Pides ayuda a Dios para levantarte siempre, después de cada caída?