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El día que mi hermano murió, mi mundo se vino abajo. Todo fue muy rápido; llevaba ya algunas semanas con dolores de cabeza muy fuertes, pero no fue hasta hace unos días que cayó en cama. Era extraño verlo así: Lázaro rara vez se enfermaba.

Marta, nuestra hermana mayor, se movía de un lado a otro de la casa sin parar: limpiaba el piso, hacía pan suficiente para un ejército romano, lavaba ropa que ni siquiera habíamos usado… Creo que era su forma de lidiar con su dolor. Yo, en cambio, me quedaba sentada junto a la cama de Lázaro. Le hablaba en voz baja, y él sonreía para tranquilizarme.

Intentamos todo, y vinieron varios doctores, pero la vida de mi hermano se fue apagando poco a poco. Era muy difícil escuchar su respiración entrecortada y ver su frente perlada por el sudor. Rara vez se quejaba, pero era evidente que tenía mucho dolor. Sabíamos que se acercaba el final, y mandamos llamar a sus amigos más cercanos para que pudieran despedirse. En la víspera del Shabat,murió.

Preguntas para considerar en tu oración

¿Has pasado por alguna experiencia muy dolorosa? ¿Cómo fue?

¿Qué es el dolor? ¿Por qué Dios lo permite?

    Cuando Lázaro murió, llevábamos ya muchos años viviendo únicamente nosotros tres en casa, pues nuestros padres también murieron hace tiempo. Sin embargo, nunca nos habíamos sentido solos: Marta y Lázaro tenían muchos amigos que nos visitaban con frecuencia, aunque ninguno como Jesús.

    Recuerdo muy bien el primer día que Lázaro lo invitó a cenar a la casa. Llegó Él solo, con una vasija llena de higos para compartir. Con ese detalle, rápidamente se ganó el cariño de mi hermana.

    Jesús prácticamente se volvió parte de la familia.

     Nos visitaba con frecuencia, aunque había temporadas en las que nos veíamos un poco menos. En una ocasión trajo a Su madre consigo, y María nos hizo reír con varias anécdotas de cuando Él era niño.

    Quizá por eso se entiende que llamáramos inmediatamente a Jesús cuando vimos que Lázaro empeoraba. Pero Él no llegó. Tengo que confesar que eso me dolió casi tanto como la enfermedad de mi hermano.

    Habían pasado ya cuatro días desde la muerte de Lázaro. Amigos, vecinos y familiares habían venido para acompañarnos en nuestro duelo. Marta los atendía a todos, y yo intentaba ayudar, aunque creo que estorbaba más. De pronto, el rumor: ¡Jesús de Nazaret ha entrado a Betania, y se encamina hacia nuestra casa! Marta salió a recibirlo, pero yo me quedé en la cocina. Creo que nunca ninguna masa de trigo ha sido trabajada con tanta fuerza como yo lo hice en aquel momento. ¿Qué hacía Jesús aquí? No era justo que se presentara después de habernos dejado solas a la hora de mayor dolor. Golpe a la masa, lágrima. Golpe. Lágrima. Lágrima y un golpe más.

    «María, Jesús te llama»

    De repente, alguien entra a la casa: «María, Jesús te llama». Muchos pensamientos se arremolinaron en mi cabeza: No saldría. Él no vino; yo no iré. No, mejor sí. Saldré para que se dé cuenta lo mucho que me costó que nos abandonara. ¿Por qué se ausentó cuando más lo necesitábamos?

    Preguntas para considerar en tu oración

    ¿Algunas vez has sentido que Dios no responde a tu oración?

    ¿Ha habido alguna experiencia que haya puesto a prueba tu fe?

      Con paso decidido y las manos llenas de harina, salí a donde estaba Él con varios de sus discípulos y mi hermana. Lo miré y Él me miró. Al fijarme en sus ojos, sentí que las fuerzas me abandonaron, mis rodillas se doblaron y rompí a llorar. Estaba enojada, pero la tristeza era mayor. Necesitaba escuchar Sus palabras de consuelo; necesitaba saber que había alguna razón por la cual mi hermano había muerto de forma tan repentina. Los hombros me temblaban, y escondí el rostro en mis manos.

      «María». Su voz me llegó como un eco.«Si hubieras estado aquí, Lázaro no habría muerto», le dije, entre sollozos.

      «María», volví a escuchar. Levanté la mirada. Jesús se había arrodillado frente a mí. Sus ojos, llenos de una profunda tristeza, se asomaron a mi alma. En silencio, me lo dijo todo. Sin dejar de mirarme, preguntó: «¿Dónde lo han puesto?» Alguien respondió: «Ven, Señor, y lo verás».

      Jesús, tomándome por los hombres, me ayudó a ponerme de pie, y todos nos dirigimos a la tumba de Lázaro. Me sentía removida, y con una extraña serenidad que no había tenido en muchos días. Mirando de reojo a Jesús, me di cuenta de que lloraba. Las lágrimas le corrían por sus mejillas y caían sobre la tierra.

      Al llegar al sitio donde estaba enterrado mi hermano, Jesús pidió que se removiera la piedra que cubría su tumba. Quizá quería despedirse bien. Marta dijo en voz alta lo que yo también pensaba: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días». Pero Jesús le sonrió con ternura y le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?» Después, mirando hacia el cielo, exclamó: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo ya sabía que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho a causa de esta muchedumbre que me rodea, para que crean que tú me has enviado».

      «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?».

      El silencio era expectante. Yo intenté comprender el significado de sus palabras, y estaba tan concentrada que me sobresalté cuando Jesús, con voz fuerte, dijo: «¡Lázaro, sal de ahí!»

      Ya te imaginarás el susto que nos llevamos cuando vimos a mi hermano salir de la tumba envuelto todavía en las vendas que yo misma le había colocado. A la fecha, Lázaro asegura que con el abrazo que le dí casi lo mandaba de regreso a la tumba. Yo no diría eso. Pero bueno. No sería mi hermano si no se riera de mí todo el tiempo.

      Preguntas para considerar en tu oración

      ¿Le pides a Dios que te ayude a confiar en Él?

      ¿Encuentras consuelo en Sus ojos al mirarlo en el Sagrario? ¿Te das cuenta de la forma en que Él te mira desde la Eucaristía?