Desde joven, Jorge sintió una gran pasión por los deportes. Compaginando el estudio con los entrenamientos, llegó a debutar en la máxima categoría nacional de jockey sobre hierba. Sin embargo, su deporte favorito es la bicicleta, con la que ha coronado las principales rutas del Pirineo. Este vasco de 46 años es, además, un gran aficionado a la lectura. A su reciente ordenación sacerdotal han acudido un numeroso grupo de familiares y amigos de Bilbao, entre ellos varios profesores, alumnos y ex alumnos del colegio Gaztelueta, en el que trabajó durante quince años. "Muchos de los que vienen me han apoyado especialmente con su oración durante la grave enfermedad que me descubrieron hace casi seis años y cuya curación atribuyo, sin duda, a la intercesión de don Álvaro del Portillo".
Si no tiene inconveniente, ¿puede contarnos algo de su enfermedad?
Comencé a notar algún síntoma en el verano de 1999. Me sentía bastante cansado, y me daban golpes de calor. Un día me desmayé. Lo comenté con el médico y, después de descartar que se pudiera tratar de una hernia, me sometí a una endoscopia. Siguiendo el consejo de mi familia, viajé a Pamplona, para ser tratado en la Clínica Universitaria de la Universidad de Navarra. Allí me hicieron otras pruebas y diagnósticaron una metástasis de melanoma en el estómago y en la pierna.
¿Cómo reaccionó cuando le confirmaron que se trataba de algo serio?
Lo primero que hice fue rezar y pensar que estaba en las manos de Dios. Después me encomendé a la intercesión de don Álvaro del Portillo. Fue inolvidable que el prelado del Opus Dei, monseñor Javier Echevarria, me escribiera una docena de cartas durante mi convalecencia en la clínica. Estuvo siempre al corriente de la evolución de mi enfermedad, y me animó a acudir a los medios sobrenaturales y a no dejar de encomendarme a don Álvaro. Tras realizarme varias pruebas y constatar que rechazaba el tratamiento, tomé una actitud pasiva ante esa situación: me había tocado y mi vida había cambiado por completo y para siempre. Sin embargo, gracias a los consejos de los médicos, que siempre me animaron a luchar, y a los constantes apoyos de las personas que me acompañaban, nunca me desanimé. A los cuatro meses me hicieron nuevos análisis y los doctores descubrieron unas manchas en el páncreas, por lo que pensaron que podría ser una metástasis o un cáncer de las vías biliares. Pero resultó ser una intoxicación por la enfermedad. En enero de 2000 me hicieron otra prueba y me dijeron que las manchas habían desaparecido: fue una gran sorpresa. En seguida pensé en el milagro, aunque no me gusta que me consideren una persona que ha recibido un milagro. Pero la realidad es que a partir de ese momento, lo único que hago es una revisión semestral para controlar que los síntomas malignos no reaparecen.
¿Ha tenido ocasión de animar a otras personas en situaciones similares a la suya?
Sí. Algunas veces he podido transmitir la experiencia sobre mi enfermedad a personas que han pasado por lo mismo. Hay gente que te pregunta por qué esa persona se ha curado y sin embargo otra no. Y te lo preguntan porque saben que eres consciente de lo que están pasando. Yo les animo diciéndoles que esa situación sólo se desbloquea cuando rezan, cuando acudan a Dios con confianza. En verdad, sólo Dios sabe lo que quiere cuando permite que la enfermedad pase a formar parte de la vida de un hombre. Todo acontecimiento, también aquellos más dolorosos, debe ser contextualizado en el proyecto que Dios tiene para cada uno. Y, entonces, es más fácil encontrar un sentido, que no es otro que el que dió Jesús a la Pasión. El misterio de la Cruz del hombre se entiende en el misterio de la Cruz de Cristo.
El contacto directo con la enfermedad, ¿le ha ayudado en cualquier modo a prepararse para el sacerdocio?
Naturalmente. Aunque Dios va al encuentro del hombre y de la mujer habitualmente a través de sucesos pequeños, aparentemente intrascendentes, no sólo existe la providencia ordinaria. Creo que no hay que asustarse si alguna vez el Señor se hace presente pidiendo algo grande. Es una muestra de amistad y de confianza. Por otro lado, me doy cuenta de que el sacerdocio es un don muy grande. Si veo claro que Dios desea que le sirva a partir de ahora como sacerdote, no me puedo equivocar al responder a su llamada. Aunque no faltarán sacrificios, estoy convencido de que el mejor negocio que puede hacer una persona es abrir las puertas a Dios, y responder que sí a su llamada. A mí me ha dicho “sígueme ahora como sacerdote" y mis sentimientos son de enorme agradecimiento.
Usted ha sido ordenado sacerdote en un momento especial. Han trascurrido casi dos meses de la muerte de Juan Pablo II y un mes de la elección de Benedicto XVI.
Realmente hemos vivido unos días inolvidables, sobre todo los que hemos tenido la suerte de residir en Roma durante este período único. Hemos palpado la extraordinaria humanidad de Juan Pablo II y de muerte santa que ha conmovido a todo el mundo. Una humanidad y una santidad que encuentran su fundamento en Cristo. ¡Cómo olvidar las miles de personas que han pasado gustosamente cinco, diez y hasta más de doce horas en pie haciendo cola para saludarlo por última vez! Ha sido algo impresionante. Lo que personalmente más me ha conmovido ha sido el amor apasionado de Juan Pablo II por la Eucaristía, pues hasta el último día que estuvo consciente tuvo como absoluta prioridad celebrar la Santa Misa. En el sacrificio del calvario, el Papa encontraba el sentido de toda la existencia. Considero un hecho no menos significativo en el diseño amoroso de la Providencia que su sucesor haya sido elegido en el Año de la Eucaristía. Esto es una gracia especial que debemos aprovechar todos -no solo los sacerdotes- para que crezca nuestro amor a la Eucaristía.