es
Buscar
Cerrar
Brillo en los ojos. Luz pura, radiante. Eso es lo que vemos tantas miradas.

Le brillan los ojos a esa chica mientras cuenta a su amiga los planes que tiene para un viaje. Le brillan los ojos a un papá que ve subir al estrado a su hijo durante la graduación. Brillan los ojos de un chico cuando ve venir a su novia sonriente, contenta de salir a caminar juntos y hablar de todo y de nada. Y también los de una niña pequeña ante el mostrador de una heladería.

Con qué ilusión vive un deportista esos segundos en los que tiene a la vista el trofeo, que en solo instantes más levantará feliz, con los ojos chispeantes y el corazón saltándole dentro. Una y otra vez lo vemos, en diversas competiciones durante el año. Y, curiosamente, una y otra vez nos encontramos con que ese mismo atleta quiere más. Quiere volver a participar el año entrante, quiere lograr alguna meta que aún no consigue, quiere entregar más alegría a los que le apoyan desde las graderías. Más, siempre más. Lo dicen con los ojos llenos de brillo.

¿Por qué esa sed de coronar el Everest en Hillary y Tenzing? ¿Por qué el tesón de Shackleton y sus compañeros, que lograron aquella proeza antártica? ¿Qué clase de sed interior movía a Dante al componer su Divina Comedia y a Virgilio la Eneida?

Y nosotros, ¿por qué teniendo tantas maravillas seguimos queriendo más? ¿Por qué una gran conquista de la ciencia o un récord deportivo impresionante al poco andar parecen reclamarnos que sigamos avanzando, que lleguemos más lejos?

Quizá es que tenía razón Santa Teresa cuando afirmó así de sucinta y rotunda: “solo Dios basta”. 

Y San Agustín, con su “nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”..

Además, ¿es solo estar chispeantes la historia de nuestros ojos? No. También hay lágrimas, a veces. Porque se extraña a una persona que queremos mucho. Porque aquella conversación de la que esperábamos algo grande terminó en casi nada. Porque anhelamos no sabemos muy bien qué exactamente, pero algo nos muerde ahí dentro.

Tenemos experiencia de que disfrutamos a fondo los momentos llenos de vida, de que es fantástico conocer las maravillas del mundo y admirarnos de la belleza que nos vamos encontrando. Bien, verdad, belleza. Encajamos en el mundo. Estamos a gusto en él. Pero, aunque lo que tocamos y vemos tiene tantos destellos geniales, notamos en nosotros una capacidad abierta siempre a más. Y no solo la capacidad de más, sino el deseo de más. Un tener y disfrutar que es a la vez anhelante de más. Una apertura en el conocer y en el amar que es como una sed. Una sed de algo (¡de Alguien!) infinito.

Qué bien lo expresa José Miguel Ibáñez en El Amor que hizo el sol y las estrellas: “el hombre es, por esencia y constitución, un ser religioso: el animal metafísico; el peregrino de lo Absoluto, que decía León Bloy”.

Cuánta sabiduría y amabilidad hay en las personas abiertas, las que se asombran de estar vivas y las que son agradecidas. Cuánta verdad y justicia en esa gratitud. A quienes les han dado la vida. A los que les han enseñado a caminar y hablar, de pequeños. A quienes con mil cuidados los han arropado con su cariño, los han vestido y alimentado. A quien les saluda con un buenos días, a los maestros y a quienes cooperan para que haya atención sanitaria cuando es necesario. A las generaciones anteriores. A Dios.

Al mismo tiempo que nos vemos capaces de tantas tonterías, es maravilloso todo lo bueno que podemos soñar. Pinturas magníficas en Altamira. Obeliscos y matemáticas en el antiguo Egipto. Estrategia e ingeniería en la Gran Muralla china. Sencillez y profundidad en El Principito. La osadía de alcanzar la Luna y la alegría de aquel “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”.

Habitamos el mundo material, pero continuamente lo estamos transfigurando.

Sabemos de aquel mundo interior que llevamos dentro, una fuente de novedad inédita en medio de los ciclos fijos de la naturaleza. Y algo sabemos también de esa dimensión que, más allá de lo solamente observable, trasciende nuestros estrechos límites.

Lo sabemos porque, aun gozando intensamente, notamos que en definitiva nada logra satisfacernos cabalmente. Lo intuimos ante la brevedad de la vida y la fragilidad de nuestro pequeño planeta en la inmensidad de la Vía Láctea.

Sabemos, saboreamos y seguimos buscando. Qué luz y qué fuerza en la fe cristiana: no solo es que deseamos profundamente, sino que efectivamente podemos encontrar a Dios. Encontrarlo, tratarlo y amarlo. Y en Él la fiesta, la plenitud, la estabilidad llena de paz y la novedad siempre viva.