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Ser un burro no es cosa fácil. Créeme, lo sé. Desde que nací, en un establo a las afueras de Jerusalén, he vivido con apenas lo necesario: heno, algo de agua y un rincón para dormir. Aunque, la verdad, no me quejo. Después de todo, solo soy un burro. No hay nada especial en mí: tal vez solo mis orejas sean un poco más grandes de lo normal. No soy muy listo; no puedo volar como las aves y no ilumino la noche como las luciérnagas. Me asusto con facilidad, y me aterran las tormentas. Ya lo sé; es un terrible inicio para una historia. Pero no te preocupes: la historia que te voy a contar no es sobre mí. O al menos no es solo sobre mí. Esta es la historia del día en que Dios confió en mí.

Era un día como cualquier otro. Me entretenía mirando la luz del sol entrar por las rendijas del techo de mi establo, mientras mi madre dormitaba junto a mí. De pronto, mi dueño –Shmuel– entró acompañado por dos hombres jóvenes.

—Aquí están —dijo, mientras me señalaba con la mano—. El borrico nació hace un año, pero todavía no ha sido estrenado como animal de carga.

Los hombres jóvenes me miraron con simpatía. Me gustó su aspecto; no parecían ser muy ricos, pero sus ojos eran amables. Cuando eres un burro, aprendes a juzgar rápidamente la dureza de la mano de un amo.

Un par de horas después, me encontré a las afueras de Jerusalén, adornado por primera vez en mi vida con telas de un morado oscuro sobre mi lomo. Nunca me había sentido tan elegante, y casi me hubiera creído importante si no hubiera visto a un hermoso caballo que entraba por las puertas de la ciudad. Mirar su piel lustrosa y su crin larga y brillante me hizo recordar que yo seguía siendo un pobre burro, con orejas grandes y sueños demasiado creativos para su propio bien.

Mis nuevos amos habían desaparecido, y yo me limité a pastar, amarrado a una higuera seca. Cerca del medio día, los escuché regresar, pero esta vez venían acompañados por un grupo más numeroso. Entre los hombres y mujeres que se acercaban, hubo uno que llamó mi atención. No es que vistiera o hablara diferente. Su túnica, sin costura, era bonita pero sencilla, de un color rojo oscuro, y llevaba un cinto amarrado a la cintura. Era alto, con cabello y barba castaños, y una nariz recta que armonizaba su perfil. Quizá pienses que mi descripción es muy elaborada para un burro, pero que no te sorprenda mucho: somos más observadores de lo que crees. Además, se trataba de un hombre cuyo aspecto es imposible de olvidar.

Cuando se hubo acercado a mí, acarició mi lomo con delicadeza.

—¿No tuvieron dificultad para encontrarlo? —preguntó a los hombres que habían ido por mí al establo.

—No, Jesús. Lo encontramos todo tal y como nos habías dicho.

Jesús. Ese era su nombre. Ahora que lo tenía tan cerca, pude observar que sus ojos reflejaban la luz del mediodía de forma particular, como si la llevaran dentro de sí.

—Muy bien, borriquito —susurró para que solo yo lo escuchara—. Me da gusto poder contar contigo para este día.

Sus palabras me sorprendieron. ¿Qué podía necesitar aquel hombre de mí? Nunca había sido estrenado, pues cuando nací mis piernas resultaron ser muy débiles. Pienso que mi antiguo dueño se alegró de librarse de mí, pues ¿de qué sirve un asno si no es para llevar cargamento sobre su lomo? Quizá por eso me sorprendí tanto cuando Jesús montó sobre mí con agilidad, mientras uno de sus acompañantes sostenía mis bridas con una mano.

—¿Caminamos? —preguntó aquel. Imaginé que la respuesta de Jesús había sido positiva, pues comenzamos a avanzar.

Mientras caminaba, me pregunté por la razón detrás de todo esto. No es que quiera quejarme, pero los burros no somos precisamente el animal más elegante, el más fino o el más bello. Por eso, cuando entramos a la ciudad de Jerusalén y vi a la multitud que bordeaba las calles y nos miraban, me puse colorado. Bueno, es un decir. Ya entiendes…

Hombres, mujeres, niños y ancianos, muchos de ellos con hojas de palma en las manos, recibieron a nuestro grupo con gritos de alegría, cantos y alabanzas.

—¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! —decían unos.
—¡Bendito el Hijo de David! —clamaban otros.

Yo no salía de mi asombro. 

¿Quién era aquel a quien yo llevaba sobre mi lomo?

 ¿Era un rey? ¿Un emperador? ¿Acaso era algún sabio de Oriente? Me distraje de mis cavilaciones y teorías cuando, en una esquina, nos cruzamos con el majestuoso caballo que había visto entrar a Jerusalén antes que nosotros. En sus ojos, brillaba un deje de envidia. Eso fue suficiente para que yo hinchara orgullosamente mi pecho y soltara un auténtico rebuzno. Yo era a quien aclamaba el pueblo, no a aquel caballo de larga crin y piel lustrosa.

Mi imaginación voló, destrampada. Pensé que, seguramente, mi piel también brillaba bajo la luz del sol y mi caminar era elegante y noble. La gente al mirarme probablemente se asombraba de mi majestuosa belleza. Alabanzas y cantos. Otro rebuzno lleno de orgullo. Flores y palmas marcaron mi camino. Rebuzno, rebuzo, rebuzno. Entonces, un destello llamó mi atención.

Habíamos llegado a un pequeño cruce de calles, en medio del cual había una fuente cuyas aguas reflejaban el brillo del mediodía. Al mirar de reojo mi reflejo en el agua, sentí que mi estómago daba un vuelco. Allí no había ningún corcel de piel lustrosa y caminar elegante. Lo que vi fue a aquel hombre joven, erguido y sonriente, y a un pobre burro, feo y de caminar torpe. Si me había puesto colorado al entrar a la ciudad, ahora me puse verde; tal fue la humillación. Mi imaginación me había subido a las nubes y la realidad me había regresado con una dolorosa caída.

La gente estaba ahí por Jesús, no por mí. Probablemente, nadie se había fijado en mí, ni les importaba si era un burro, una mula o un camello. Bajé la cabeza, lleno de vergüenza. No volví a levantar la mirada el resto del camino.

El tiempo se me hizo eterno. Finalmente, nuestro grupo se detuvo y Jesús bajó de mi lomo. Ni siquiera me atreví a mirarlo. No sé cómo explicarlo, pero estaba seguro de que Él había notado toda mi humillación. Seguro estaría un poco molesto de que me hubiera querido robar la gloria que solo podía ser Suya, y nunca me volvería a utilizar. Eso quizá fue lo que más me entristeció.

Jesús me acarició con delicadeza la frente, mientras yo mantenía los ojos fijos en el suelo.

—Juan —dijo en voz alta—, llévalo a la casa de Marcos, para que le den algo de beber y para que pueda pastar tranquilo.

Y después añadió en voz muy baja:

—Gracias.

Yo bajé las orejas. Jesús sonrió.

—Está bien. Me dejaste hacer a Mí.

Y mientras acariciaba mi nariz, añadió:

—No te preocupes. Mientras vaya yo contigo, lo demás importa poco.

Después, tomó la manta que cubría mi lomo y la entregó a Juan, que ya tenía mis riendas en sus manos. Me dejé guiar por él, pero antes de irme dirigí una última mirada a aquel Jesús de Nazaret: en sus ojos vi cariño, pero también algo de miedo y tristeza. No pude evitar preguntarme qué llevaría en el corazón. Jamás hubiera imaginado lo que todos en Jerusalén viviríamos durante los siguientes días.