Tercera parada:
De Perea a Jericó

- Inicio: Perea
- Cantidad de kilómetros: 64 km
- Tiempo de viaje a pie: 8 horas y 20 minutos cada día
- Número de jornadas: 2
- Lugar de descanso: A las afueras de Jericó
Un Dios que es Padre
José y María recorren el camino que va paralelo al río Jordán, un pasaje estrecho en el que hay una frondosa vegetación. La cordillera y los árboles hacen que haya poco viento, y también poco sol. Hace unos días ha llovido y hay barro en el camino, lo que dificulta la subida a Livias –localidad a más de 200 metros sobre el nivel del mar–, ciudad aún en la región de Perea. Demoran más de lo que José tenía previsto, pero llegan con luz y a tiempo de encontrar una posada para dormir esa noche. Su ángel custodio no le ha fallado: no ha tenido ningún percance en la ruta y María y el Niño se encuentran bien.
El camino recorrido ha tenido bajadas y subidas. Como las que tiene la vida. Esta mañana hay que bajar de nuevo, desde Livias hasta el Jordán, cerca de su desembocadura en el Mar Muerto. Se trata del lugar más deprimido del río, a casi 400 metros bajo el nivel del mar. Al cruzarlo entran finalmente a Judea. Desde ese momento todo será subida hasta Belén. El sol caldea la ruta. Hay polvo en el camino. El cansancio se nota en el rostro de María. Aún así, sonríe serena. Y confía.
A media tarde se aproximan a la ciudad de Jericó, en la que pensaban que podrían descansar. Pero no se detienen allí: son cientos los que han llegado a ese lugar, camino a las distintas ciudades donde deben ir a censar. El ruido y movimiento es incesante: hombres, mujeres y niños; puestos de venta; animales… No hay lugar libre donde pernoctar. José saca cuentas: el sol se ocultará en una hora más, detrás de las montañas. Es mejor pasar la noche con las familias de su caravana a las afueras de Jericó, en algún punto del camino que sube a Jerusalén.
José está intranquilo. Es mucha la gente que se ha tenido que desplazar con motivo del censo y teme que Belén también estará lleno. Pero no quiere preocupar a María. Recita sus oraciones y pone su confianza en Dios. Sus caminos son misteriosos, pero sabe que el Señor no le va a fallar. Se siente arropado por el Dios de Abraham, el Dios de Moisés, su Dios y Padre.
Para rezar
Han encendido fogatas junto al campamento. José escucha el rumor de las conversaciones. Quisiera acercarse al fuego, pero siente una necesidad grande de clamar a Dios: ¡Abbá! ¡Padre, padre! Es un grito interior que tranquiliza su alma. Puede tocar la paz que lo inunda. Regresa junto a su esposa, María, y la contempla. Intuye un gran misterio. El Padre ha engendrado al Hijo por el amor del Espíritu Santo. No puede conciliar el sueño. Es tal la corriente de amor que vislumbra en ese oasis en medio del desierto que su corazón se hincha también de Amor.
- Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad. —Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios? (Forja, 987).
- Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. (Es Cristo que pasa, 143).
- Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre —¡tu Padre!— lleno de ternura, de infinito amor.
—Llámale Padre muchas veces, y dile —a solas— que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. (Forja, 331).
- La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona.
—Recuérdalo bien y siempre: aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, ¡no se viene abajo nada!, porque Dios no pierde batallas. (Forja, 332).
De san Josemaría
Homilía en la fiesta de Navidad, pronunciada el 24-XII-1963.
Extracto:
“Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnalia Dei, de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad. A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡no sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.
No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz”. (Es Cristo que pasa, 13).

