Nunca he sido muy valiente. De hecho, de todos mis hermanos, soy la que llora con más facilidad y también la que se pone más nerviosa ante cualquier situación. Mi padre es comerciante y viaja con frecuencia; cuando no está en casa, sufro imaginando todos los peligros que podría enfrentar.
Por eso, mi familia se sorprendió tanto cuando les dije que quería unirme al grupo de mujeres que seguía a Jesús de Nazaret.
—Ana —dijo mi madre con seriedad—, ¿estás segura? Nunca has pasado más de dos días fuera de casa. La vida siguiendo a Jesús será dura.
Pero yo nunca había estado tan segura de algo en toda mi vida. Acababa de cumplir quince años y, mientras la mayoría de mis amigas se casaban o estaban comprometidas con algún muchacho cananeo, yo aún no. Mi encuentro con Jesús en la boda de Susana me había abierto los ojos a una nueva realidad. Durante la celebración, el Nazareno transformó el agua en vino y salvó a la familia de mi amiga de una vergüenza pública.
Jesús me recibió con esa mirada tan suya y me habló de sueños grandes, de un horizonte que jamás había imaginado. Mi corazón saltó de emoción.
—Puedes acompañarme, si quieres —me dijo—. Pero habla primero con tus padres.
Después de pensarlo y hablarlo conmigo, mis padres me dieron su bendición. No era común que una muchacha judía dejara su hogar por una razón que no fuera el matrimonio, pero las críticas de la gente me importaron poco.
Así pasaron tres intensos años. Atravesamos una y otra vez el mar de Galilea, recorriendo tanto tierras judías como paganas. Nunca imaginé lo difícil que sería, pero jamás me arrepentí. Éramos varias las mujeres en el grupo que acompañaba a Jesús: Juana, con sus hermosos ojos verdes; la buena de Salomé; Susana, con su arrollador sentido común; y algunas más.
Pasé frío, hambre y fatiga, pero nunca me sentí sola. A veces, cuando extrañaba a mis padres y hermanos, miraba las estrellas e imaginaba que ellas les llevaban mis mensajes de cariño. Entonces, Jesús se sentaba a mi lado y me hablaba de su hogar en Nazaret, de María, su madre, y de las historias que José le contaba cuando era niño. Esos momentos me confirmaban que mi vida tenía sentido, que Yahvé me había elegido para acompañar al Mesías por las tierras de nuestro pueblo.
Pero aquel viernes, antes de la Pascua, toda la valentía que creí haber adquirido en esos tres años pareció desvanecerse. No tienes idea de lo que fue escuchar los gritos de odio de la multitud exigiendo la muerte de Jesús ni de lo que sentí al ver su cuerpo destrozado por los azotes.
Las piernas me temblaban, y solo me mantuve en pie porque Susana me sujetó del brazo con firmeza.
—Vamos —dijo entre lágrimas—. No lo vamos a dejar solo.
Nos abrimos paso entre la multitud que se agolpaba para verlo pasar, cargando la cruz. Un poco más adelante, vi a María, su madre, junto a Juan, el más joven de los apóstoles.
Entre el miedo y el dolor que me embargaban, sentí un enojo que me recorrió el cuerpo como fuego. Si nadie más le acompañaba, yo sí.
Cerca de la puerta de la ciudad de Jerusalén, Susana y yo logramos detenernos junto al borde del camino. A mi lado estaban María de Cleofás y otras mujeres cuyos rostros apenas recuerdo, porque solo tenía ojos para la procesión que se acercaba lentamente.
Primero pasaron dos hombres con las manos atadas a los maderos que cargaban. Uno de ellos se retorcía con odio y lanzaba alaridos espantosos que me erizaron la piel. Detrás, ayudado por otro hombre, venía Jesús, caminando con dificultad. No le habían atado las manos; Él mismo se aferraba a la cruz con firmeza. Respiraba entrecortado y entrecerraba los ojos por las heridas.
Cuando estuvo a pocos pasos de nosotras, nos reconoció y levantó la mirada. Intentó sonreír, agradecido. Aquello me rompió por dentro, y sin darme cuenta, empecé a sollozar con un llanto que estremecía todo mi cuerpo. No podía dejar de pensar en su sonrisa, en esos ojos que jamás volverían a brillar con esa luz que parecía no ser de este mundo.
Entonces, Jesús habló con voz entrecortada.
—Hijas de Jerusalén…
Intentó tomar aire, pero gruesas gotas de sangre le resbalaban por los labios.
—Hijas de Jerusalén, no lloren por mí. No se preocupen por mí.
No pude evitar sonreír entre las lágrimas. Ahí estaba el Jesús de siempre, pensando en los demás antes que en Él.
—No lloren por mí —repitió—. Recuerden lo que han aprendido: lloren más bien por su pueblo, por ustedes, por sus hijos. Si al árbol verde lo tratan de esta manera, ¿qué será del árbol seco?
Dicho esto, se alejó, apresurado por el grito del soldado que dirigía la comitiva.
Nosotras seguimos sus pasos fuera de la ciudad, lo que fue más fácil ahora que la multitud se dispersaba en las puertas. Éramos pocos los que comenzamos la cuesta del Gólgota detrás de Él.
No las entendía del todo. Parecía decirnos que no moría por Él mismo, sino por nuestro pueblo. Pero ¿cómo llorar por nuestro pueblo si era Él quien sufría ahora? Un escalofrío me recorrió la espalda. El final se acercaba. Levanté la vista hacia la cumbre, donde todo terminaría.
Pero no lo abandonaría. No era mi valentía ni mi carácter lo que me mantenía en pie. Seguiría adelante porque lo amaba con toda el alma. Y era ese amor, acrisolado en estos tres años, la fuerza que me impulsaba a dar un paso, y otro, y otro.
Cada golpe del martillo me atravesó el corazón, pero me mantuve firme, junto a la Madre de Jesús y el resto de mis amigas, mujeres fuertes que llegamos hasta el final. ¡Cómo no vamos a cambiar el mundo con la valentía que da el amor!