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Mi nombre es Aura, y soy de origen griego. Mi padre fue un gran pintor, conocido en la Decápolis por sus obras inspiradas principalmente en Hermes y en Atenea.

—Aura —decía mi padre—. Debes rezar a Hermes, para que te ayude a ser siempre mensajera de buenas noticias, y también a Atenea, para que te enseñe a distinguir entre la verdad y la mentira.

Constantemente ofrecíamos sacrificios a ambos dioses, y yo seguía siempre el consejo de mi padre.

Un día, mi padre recibió un extraño encargo. Un hombre de la Decápolis, rico y dueño de muchas tierras, le pidió una pintura del Templo de Jerusalén. Mi padre dudó en tomar la tarea, pues Jerusalén quedaba a tres días de camino, pero el pago era alto y el reto interesante. Insistí en acompañarle, pues sentía una secreta curiosidad por conocer aquel lugar tan importante para los judíos.

Llegamos algunos días antes de la celebración de la Pascua, y las calles bullían llenas de actividad. Al llegar al Templo de Jerusalén, quedé estupefacta. Era una construcción inmensa, con detalles dorados que reflejaban la luz del sol y una monumental puerta central que dominaba la explanada. Mi padre y yo nos quedamos en el Patio de los Gentiles; sabíamos que, al no ser judíos, no podríamos entrar al Templo.

Allí, mi padre comenzó su obra. Mientras tanto, yo caminé alrededor del Templo, llena de curiosidad al ver a las familias judías que entraban y salían. ¿Cómo sería por dentro? ¿Estaría su Dios allí? Pensé en Zeus, el dios griego del cielo y de las tormentas. ¿Sería parecido al Dios de los judíos?

Sin darme cuenta, me detuve muy cerca de la puerta que daba al primer patio interior. Desde el arco, podía ver un camino de piedra rodeado por columnas de unos tres metros de altura. A derecha e izquierda, había una multitud de comerciantes que, con gritos estridentes, aseguraban ofrecer los mejores precios. Arrugué la nariz al notar un olor a excremento de animal y a sangre coagulada. Había corderos dentro de pequeños corrales y palomas encerradas en jaulas. No me pareció un lugar que invitara a la adoración de un dios. Más bien me recordó al mercado de la Decápolis.

Un tumulto se escuchó en el extremo derecho del Templo, pero desde mi posición en el marco de la puerta me fue imposible ver qué lo originaba. El alboroto aumentó en intensidad, y noté que los comerciantes frente a mí se apresuraban a recoger sus pertenencias, soltando palabras vulgares. Como una parvada de gallinas, salieron huyendo del patio interior, dejando tras de sí papiros usados, plumas de paloma y telas sucias.

Un hombre alto apareció frente a mí. Intuí de inmediato que Él había sido el origen de la desfrenada carrera de los comerciantes. Sus ojos brillaban como iluminados por fuego, y respiraba con dificultad, como si acabara de hacer un extenuante esfuerzo físico. A sus espaldas, un grupo de judíos jóvenes lo miraban con una mezcla de estupor y temor.

Aquel hombre se dirigió entonces a algunos comerciantes que le veían con ira desde el exterior:

—¿No dice Dios en la Escritura: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones”? ¡Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones!

Su voz tenía la fuerza de un trueno y, al mismo tiempo, un agradable tono de barítono.

Su mirada se detuvo en mí. Yo fui consciente en ese momento de dos cosas: la primera, que yo era griega, no judía y, por tanto, estaba impura para Él; la segunda era que, si esos comerciantes lo habían hecho enojar por haber vendido palomas dentro del Templo, yo le molestaría aún más por estar tan cerca del principal lugar de culto de los judíos.

El miedo me paralizó. Temí que a mí también me expulsara de ahí. Pero algo cambió en su rostro. Sus cejas se relajaron y sus labios formaron una leve sonrisa. Para mi sorpresa, le sonreí de regreso, sin dudarlo ni un instante. Por alguna razón, noté que me inspiraba una gran confianza, como si le conociera desde hace mucho tiempo.

“Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones”, repitió.

Me llamó la atención que al decir “todas las naciones”, me había mirado fijamente y me había guiñado un ojo, como si compartiéramos un secreto.

Algunos enfermos se acercaron a la puerta del Templo, y Él les impuso las manos. Esa tarde vi cojos que dejaban de serlo y ciegos que recuperaban la vista. Jesús hablaba a la vez con autoridad y sencillez, y pronto mucha gente se acercó a escuchar su predicación. Pasé el resto del día junto a Él; aunque no entendí todo lo que decía, me concentré en la forma que tenía de mirar a las personas a los ojos.

Quizá ahora no lo entiendas mucho, pero debes recordar que en ese tiempo había una gran enemistad entre griegos y judíos. El hecho de que un judío —un profeta— me mirara a mí —griega y mujer— como a una igual, me conmovió profundamente.

Jesús se retiró del Templo al anochecer (escuché que se dirigía a Betania), y mientras se alejaba, unos niños comenzaron a gritar: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Hosanna!”. Yo guardé silencio, pero en mi corazón —sin saber bien qué querían decir— me uní a las voces de los chicos.

Otro día quizá te cuente cómo me volví cristiana con la predicación de Pablo, o cómo mi padre —quien también fue bautizado— vendió sus pinturas para ayudar a la Iglesia naciente. Ya no rezábamos a Hermes, pero nuestro deseo de ser portadores de buenas noticias se cumplió: nos dedicamos a hablar de Cristo y del Evangelio en nuestro pueblo y entre nuestra familia.

Han pasado ya muchos años, pero jamás olvidaré mi primer encuentro con Jesús. Fue la primera vez que me sentí absolutamente querida tal y como era.

Ojalá tú tengas esa misma experiencia con Él.