Me llamo Tulio. Mi padre fue soldado, como mi abuelo y el abuelo de mi abuelo. Y yo también lo soy. Para los romanos, la disciplina es fundamental. Aprendemos a obedecer de inmediato, sin cuestionar. Por eso, cuando mi padre me ordenó seguir la vida militar, lo acepté sin dudar.
No te asustes. En tiempos de Jesús, oficios como la ingeniería o la biología marina no existían, y casi todos los niños seguíamos los pasos de nuestros padres.
Debo confesar que la vida militar en Jerusalén distaba mucho de ser gloriosa. Mis compañeros parecían más adolescentes rebeldes que soldados romanos. Continuamente hacían bromas de mal gusto y abusaban del más débil. Yo no me unía a ellos, pero tampoco hacía nada por detenerlos.
Un día, el jefe de nuestro pelotón nos ordenó supervisar la ejecución de tres condenados a morir por crucifixión. Al mediodía, después de acompañar a un publicano a cobrar impuestos a un deudor, me encontré montado en mi caballo a las puertas del palacio de Pilato. Allí, los condenados iniciarían su camino hacia el Gólgota, un pequeño cerro a las afueras de la ciudad.
El sol me taladraba los ojos y gruesas gotas de sudor resbalaban por mi frente. Escudriñé a los prisioneros que debía escoltar. El primero, de baja estatura y cabello oscuro y desaliñado, mostraba los dientes y escupía mientras gritaba que era inocente. El segundo, flaco y de rostro lampiño, lloraba en silencio.
Pero el tercero captó mi atención de inmediato. Sentí un escalofrío al ver su cuerpo cubierto de heridas. Era prácticamente imposible encontrar una parte intacta. ¿Quién era aquel hombre tratado con tanta crueldad?
En mis diecinueve años de vida, había visto mi buena cuota de sangre y sufrimiento. Pero había algo en la presencia de ese hombre que estremeció mi corazón, algo que me inquietó profundamente. A mi derecha, escuché el trote de un caballo acercándose. Era Longino, el centurión a cargo de la ejecución.
—Creo que se les pasó la mano con ese, ¿no? —dijo fríamente, observando al tercer condenado.
—¿Quién es?
—Un judío. Lo matan por decir que es hijo del Dios de los judíos. —Resopló con desdén—. Espero que no muera en el camino. Sería una molestia tener que cargar su cuerpo.
Dio media vuelta a su caballo y, con un gesto de la mano, ordenó que comenzáramos la marcha.
Siguiendo mis órdenes, me coloqué al final de la comitiva.
No podía apartar la vista de él. Con el paso de los minutos, noté que debía ser alguien conocido, pues mucha gente se arremolinaba a su alrededor para verlo pasar. De cuando en cuando, su mirada se posaba en quienes lo rodeaban, arrancando momentos de silencio entre la multitud.
—¡Tulio! —me llamó un compañero desde su montura, más adelante—. El judío no llegará sin ayuda. Quiero terminar esto pronto.
Atrapé con la mirada a un hombre que pasaba en ese momento y lo empujé hacia el condenado. Se resistió al principio, pero terminó por cargar el madero sobre sus hombros. Mientras lo hacía, noté que el judío le dirigía una mirada serena, profunda. Surgió entonces dentro de mí un deseo intenso de que también me mirara a mí. No puedo dar razones para esa inquietud; hay cosas que no pueden explicarse, pero no por ello dejan de ser verdad.
Alcanzamos la cumbre del monte cerca del mediodía. La mayoría de la gente se había dispersado. Solo quedaban los condenados, un grupo de judíos que parecían importantes, unas cuantas mujeres que lloraban y un muchacho joven.
Longino, con un movimiento de su mano, dio la orden de iniciar. Un par de soldados que se nos habían unido al salir de Jerusalén se encargaron de clavar a los condenados, uno a uno. Los primeros dos soltaron alaridos de agonía, pero el tercero se mantuvo en silencio, con el rostro encogido por el sufrimiento.
Las tres cruces quedaron alzadas contra el cielo.
El grupo de hombres judíos, tras asegurarse de que el tercer condenado estaba clavado, se alejó en silencio. Solo quedaron con nosotros las mujeres y el joven.
Una de ellas se acercó hasta los pies del crucificado, aferrada al brazo del muchacho. Desde mi montura, observé en silencio. No escuché lo que decían, pero Longino sí. Vi su rostro desencajarse, sus ojos llenarse de compasión y dolor. Nunca lo había visto así.
Intrigado, me acerqué discretamente, aún a caballo.
Miré de reojo a la mujer y al joven. Ambos lloraban. Al fijarme mejor, adiviné que ella debía ser la madre del judío. A pesar de su rostro desfigurado, había algo en su perfil del condenado muy similar al de ella. Levanté la mirada hacia la cruz. Con un encogimiento de corazón, noté que el crucificado me miraba. Casi creí adivinar en sus labios un intento de sonrisa. Fue como si un rayo me atravesara, dejándome inmóvil a sus pies.
Moría el hijo de Dios, acompañado apenas por unos soldados extranjeros, un pequeño grupo de mujeres y un adolescente. Por razones que no comprendo, Yahvé me había elegido para estar allí, en sus últimos momentos. Permanecí a sus pies, dispuesto a custodiarlo, cuando escuché su último aliento.
Vi a Longino, en un gesto de piedad, clavar su lanza en el costado del crucificado para mostrar que ya había muerto y no tener que romper sus piernas. Agua y sangre humedecieron la tierra del Gólgota, mezclándose con las lágrimas del centurión, que exclamó con voz desgarrada:
—¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!
Han pasado treinta años desde aquel momento, pero no lo olvido. Seguimos siendo pocos cristianos, y la Tierra entera nos espera. Pero al recordar a aquellas mujeres fuertes al pie de la cruz, al joven de ojos valientes y mirada profunda, me lleno de esperanza. Somos pocos, pero Yahvé cuenta con cada uno. Y con esa certeza, llegaré hasta el final.