Buscar
Cerrar

Todo lo encontramos como Jesús nos había dicho. Al entrar en Jerusalén, Juan y yo vimos a un hombre mayor que cargaba un cántaro lleno de agua. Le seguimos hasta una casa de dos pisos, donde ya nos esperaba la madre de Marcos, quien nos indicó la planta de arriba como el lugar donde podríamos preparar todo para celebrar la Pascua.

Al anochecer, llegó Jesús acompañado por el resto de los apóstoles. Jesús se detuvo a hablar un momento con la familia que nos había prestado la casa y les agradeció el gesto. Después, nos sentamos todos a la mesa. Recuerdo que el clima era agridulce; estábamos felices de estar con Jesús, pero al mismo tiempo notábamos que algo pasaba.

Sentíamos miedo.

 La tensión en Jerusalén había aumentado y éramos conscientes de que corríamos peligro. La vida de Jesús corría peligro. Lo miré. Él tenía una expresión serena, pero sus ojeras eran prueba de que había dormido poco en los últimos días.

“¡Cuánto he deseado celebrar con todos esta Pascua!”, dijo. La comida estaba servida, pero yo no sentí mucha hambre. Jesús también comía poco. A su lado, Juan lo miraba en silencio, como si intentara adivinar sus pensamientos.

Santiago, que estaba a mi derecha, me golpeó discretamente con el codo. “Pedro, come algo”, dijo. Yo no le contesté, y me limité a cruzar los brazos. Sentía enojo acumulado, y buscaba cualquier pretexto para explotar.

“Pedro”, me llamó Jesús. “¿Quién es el más grande de mis apóstoles?”

Me miraba con el gesto lleno de cariño, como siempre, pero eso solo sirvió para aumentar mi enojo.

“No lo sé”, respondí. “Pero seguro Tú sí; entonces, ¿por qué me preguntas?”

Silencio incómodo. Juan me veía con los ojos muy abiertos, y noté que Natanael comenzaba a jugar con una hebra deshilachada de su túnica. Jesús sonrió y se puso de pie. Tomó una toalla, la amarró a su cintura y llenó con agua una vasija. Se arrodilló junto a Tomás y con una seña le pidió que extendiera los pies. Desamarró entonces las sandalias y comenzó a lavar los pies de Tomás.

Santiago me miró, sorprendido. Yo no supe qué hacer. Uno a uno, Jesús lavó los pies de todos. Lo único que podía escuchar era el caer del agua en la vasija y las correas de cuero cuando Jesús amarraba nuevamente las sandalias de cada uno.

Al final, llegó mi turno.

Jesús se puso de rodillas frente a mí y extendió una mano. Mi enojo explotó.

“¿Tú me lavas los pies a mí? ¿Por qué haces esto? ¿Por qué…”, mi voz se entrecortó. “¿Por qué pudiendo hacer todo con un movimiento de tus manos, permites que otros hagan contigo lo que quieran? ¿Por qué permites que tu vida corra peligro?”

“Pedro, lo que Yo hago tú no lo comprendes ahora. Después, te prometo que lo entenderás.”

“Tú a mí nunca me lavarás los pies.”

Jesús me miró. Vi en sus ojos el recuerdo de estos últimos tres años: cuando me llamó por primera vez y cuando me dio el nombre de Pedro; cuando lo vi jugar con los niños y cuando se transfiguró en el Tabor; el día que lloró por Lázaro y cuando celebró a sus amigos en la boda de Caná. En esa mirada que me atravesó por completo me vi a mí mismo, tan poca cosa, con tantas debilidades y defectos y, sin embargo, elegido. Vi que era Dios quien me amaba y quien confiaba en mí.

“Si no te lavo”, dijo Jesús, “no tendrás parte conmigo.”

Mi ira se esfumó y noté que los ojos se me empañaban.

“Señor, entonces lava no solo mis pies, sino también mis manos y cabeza.”

Jesús rió. “Quédate tranquilo, que el que está limpio solo necesita lavar sus pies”. Y mientras nos recorría con la mirada a todos, añadió: “Ustedes están limpios, pero no todos”.

Cuando terminó se puso de pie, dejó la toalla húmeda en una esquina de la habitación y se sentó a la mesa nuevamente.

“¿Ven lo que he hecho? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y está bien, porque lo soy. Pues si yo, Señor y Maestro, he lavado sus pies, ustedes también tendrán que lavarse unos a otros. Hagan con los demás lo que yo he hecho con ustedes.”

Continuamos con la cena. En cierto momento, Jesús nos miró a cada uno. Sus ojos se llenaron de una profunda tristeza.

“Uno de ustedes me va a entregar”, dijo. Observé de reojo a mi hermano Andrés, que se había quedado con la boca semiabierta, con el bocado a medio camino. Tuve miedo. ¿Sería yo quien le entregara a los que lo buscaban para apresarlo? No me sentía capaz de hacer algo así, y estaba dispuesto a demostrarle a Jesús mi lealtad incondicionada.

Busqué la mirada de Juan y, sin que nadie más lo notara, le hice señas para que preguntara a Jesús a quién se refería cuando decía que uno de nosotros le iba a entregar. Vi que Juan le preguntaba en voz baja y Jesús le respondía algo. Fue algo muy breve, porque inmediatamente después, Jesús mojó un pedazo de pan y se lo pasó a Judas, que estaba sentado frente a Él. Yo intenté volver a captar la atención de Juan, para que me dijera cuál había sido la respuesta de Jesús, pero el chico se había quedado como petrificado, con la mirada clavada en su plato.

Frustrado, intenté comer algo. Pocos minutos después, Judas se levantó y salió apresuradamente de la habitación.

¿A dónde va Judas? No hemos cantado el himno todavía”, pregunté a Santiago. Él se limitó a encogerse de hombros.

“Jesús debe haberle dado algún encargo, porque le dijo que se apresurara a hacer lo que tenía que hacer. No sé. Tal vez alguna limosna…”

Yo no tuve mucho tiempo para pensar en esto, porque Jesús dijo mi nombre.

“Simón.”

Nuevamente, todos guardaron silencio.

“Simón”, continuó Jesús. “Pronto, Satanás los va a zarandear como si fueran trigo. Pero yo he rogado por ti, para que no te falte fe. Y, cuando rectifiques el camino, confirma también a tus hermanos en la fe.”

“Jesús, yo no tendré que rectificar porque nunca te fallaré”, me apresuré a responder. “Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel, e incluso a la muerte.”

“Pedro, hoy el gallo no cantará antes de que tú hayas negado tres veces que me conoces.”

No supe qué responder a aquello. Me sentí humillado y dolido. ¿Acaso Jesús no confiaba en mí? Rápidamente, intenté no pensar en eso. Jesús me conocía, y –aun conociéndome– me había elegido. Más bien, quizá justo porque me conocía me había elegido para ser piedra de la Iglesia. 

Tendría entonces que confiar ahora yo en Jesús.

Esa noche pasaron muchas cosas. Juan las recuerda mejor que yo. Lo que se quedó grabado en mi memoria fue la imagen de Jesús pasando el pan para que todos comiéramos. Jesús, tan alegre, tan buen amigo, al que conocíamos y tratábamos desde hace ya tres años, nos habló con la sencillez y confianza de siempre.

Después de cantar el himno correspondiente a la fiesta, salimos de la casa y nos dirigimos hacia el huerto de los olivos. La luna llena brillaba en lo alto del cielo…