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Mis manos temblaban. Desde ayer, incluso llenar un vaso con agua parecía imposible. Afuera de la casa, el viento corría con una fuerza poco común y el cielo permanecía oscuro, cubierto de nubes grises que amenazaban con tormenta.

Caminé hacia donde estaba María, sentada en una silla frente a la ventana. Aceptó el vaso, pero no tomó agua; mantenía la mirada fija en el horizonte.

Encendí una vela para intentar iluminar un poco la habitación en la que estábamos. ¿Dónde estarían los demás apóstoles? No los había visto desde el arresto de Jesús, en el huerto. Después de todo lo ocurrido ayer, me había traído a María a casa de mis padres, para que pudiera descansar y vivir el Shabat.

Mi madre entró a la habitación en silencio, con una manta en las manos, y la puso sobre los hombros de María. Ella aceptó con una sonrisa. Entre ambas había una amistad especial, muy entrañable. En silencio, di gracias a Yahvé por la presencia de mis padres. Desde lo ocurrido ayer, ellos habían dispuesto todo para ayudar a María en lo que hiciera falta. Yo todavía me sentía como dormido, con la mente entumida.

Un rayo iluminó la noche. El estruendo que le siguió trajo a mi memoria imágenes oscuras, incomprensibles. Escuché nuevamente el ruido del martillo sobre los clavos, los gruñidos de los soldados y el crujido de la cruz al alzarse sobre nosotros. ¿Y de Él? ¿Qué escuché de Jesús? Nada. No hubo quejas ni ruegos. Solo silencio.

Un escalofrío recorrió mi espalda y sentí frío. Me senté junto a María, quizá buscando un poco de consuelo. Ella aún estaba pálida y sus grandes ojos parecían haberse encogido durante la noche. De cuando en cuando, una lágrima recorría sus mejillas, quizá cuando, como yo, revivía en su mente los acontecimientos del día anterior.

No sé cuánto tiempo pasamos el uno junto al otro, en silenciosa espera. ¿Qué esperábamos? Ella, ahora lo sé, mantenía su esperanza y su fe vivas en su Hijo. ¿Yo? Mi única seguridad era que debía permanecer junto a María, porque Jesús me lo había pedido. “Ahí tienes a tu madre”, había dicho en los últimos momentos.

Alguien tocó a la puerta, y unos segundos después, entró mi padre y se sentó frente a mí.

—Ha llegado un mensaje de tu hermano —me dijo—. Él y los otros están en casa de Marcos. Todos, excepto Judas.

Sentí una ira incontenible, que explotó sin previo aviso.

—¡Pues que se queden ahí! ¡Son unos cobardes!

Mi padre abrió los ojos, sorprendido.

—Juan, escucha, se comprende que tengan miedo…

—¿Cómo puedes decir eso? —le interrumpí—. ¿Dónde estuvieron cuando Jesús más los necesitó? ¿De qué sirvieron tantas promesas de fidelidad y entrega?

Me puse de pie y comencé a caminar alrededor de la habitación. Toda la impotencia que había sentido ante la cruz se revelaba en mi interior como una tormenta.

—¿Por qué Jesús los eligió si sabía que le fallarían al final?

Mi padre abrió la boca para responder, pero le interrumpí nuevamente:

—¿Por qué Jesús me eligió a mí si no pude hacer nada por Él?

—Para enseñarte que te quiere incondicionalmente.

María habló con voz suave, pero sus palabras me hicieron detenerme en seco.

Eligió a cada uno, no porque pensara que no le fallarían, sino porque estaba seguro de que tendrían la humildad de volver a empezar.

María se puso de pie y caminó hasta estar frente a mí.

—Jesús te eligió a ti —continuó— porque eres Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago, pescador de Galilea. Jesús te eligió por ser quien eres. Fue Él quien te buscó primero.

Su sonrisa, llena de ternura, de alguna manera hacía su cara aún más triste y hermosa. Me miró con aquella expresión que me dirigía Jesús cada vez que intentaba explicarme algo, como si tuviera total confianza en que llegaría a comprenderlo.

—Pero —respondí—, Él murió. Dejó que le mataran.

De inmediato me arrepentí de haberlo dicho, porque una sombra de dolor pasó por el rostro de María.

—Juan —dijo, hablando despacio—. Mi Hijo confía en ti. Pero ahora tú tienes que confiar en Él. ¿Es que ya no tienes fe?

Mi cabeza estaba nublada. No podía comprender qué quería decir María. 

Algo en sus palabras, sin embargo, encendió una diminuta luz en mi interior.

Afuera, la tormenta finalmente se dejó caer sobre Jerusalén. María, después de hacerme un gesto cariñoso en el hombro, comenzó a preparar un poco de pan para la cena. Mi padre salió de la habitación, quizá dispuesto a responder el mensaje de mi hermano Santiago.

Yo necesitaba hacer algo con mis manos, o me volvería loco. Me acerqué a María y me ofrecí a ayudarle con el pan. Ella sonrió levemente y me mostró la forma de preparar la masa antes de hornearla. Mientras trabajaba, daba vueltas en mi cabeza a lo que me había dicho. Tienes que confiar en Él. Claro que confiaba en Jesús, pero ¿cómo podía seguir confiando en alguien que había muerto?

Pensar en esos últimos tres años era muy doloroso. Las conversaciones junto al Mar de Tiberíades, las cenas en Betania, la alegría de la gente ante un milagro… Cada imagen parecía contraponerse a lo que había vivido el día anterior: la cruz, el sufrimiento, la muerte. Y, sin embargo, las palabras de María resonaban en mi interior. ¿Es que ya no tienes fe?

Fe.
Eso fue algo que Jesús siempre nos pidió. Fe en Él. Por la fe, Pedro caminó sobre el mar; por la fe, fueron curados muchos enfermos; por la fe, Lázaro resucitó. Era fácil tener fe cuando todo era claro y sabía qué hacer. Ahora, en cambio…

Levanté la mirada. María seguía preparando la harina, con sus manos curtidas por el trabajo manual de tantos años. María, la persona más valiente que había conocido, la más sencilla y la más alegre. La persona con más fe.

Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu Madre.

Fueron las últimas palabras que Jesús me dirigió. No eran solo una petición; eran también una promesa de que nunca nos faltaría el cariño de María.

Esa noche fue de oración, de silencio y de esperanza.

Al día siguiente, muy temprano, dejó de llover, y el sol iluminó una tierra nueva.