Recuerdo bien esos días que Jesús pasó en casa de mi familia, poco antes de su muerte. Siempre había sido bien recibido, pero sospecho que durante esa semana necesitó de un cariño especial que mis hermanos y yo intentamos darle. Lo conocíamos desde mucho tiempo atrás (él y Lázaro habían ido juntos a la escuela), y tanto Él como sus padres habían sido para nosotros una segunda familia.
Betania es una aldea relativamente pequeña, ubicada a 3 kilómetros de Jerusalén. Esa última semana antes de su arresto, Jesús pasó la primera parte del día predicando en Jerusalén, y las tardes y noches en nuestra casa. Mentiría si te dijera que éramos conscientes de lo que estaba a punto de ocurrir. Jesús estuvo un poco más callado de lo habitual, pero me sonrió como siempre al tomar su cena y elogió el aroma de mi pan recién horneado.
No me percaté de que algo ocurría hasta que María, mi hermana, me preguntó:
—Marta, ¿tú sabes por qué Jesús está triste?
Su pregunta me alarmó, pero intenté no darle demasiada importancia, sobre todo al notar el miedo en los ojos de María.
—No creo que sea algo grave; quizá solo está cansado —respondí.
Sin embargo, desde ese momento comencé a poner más atención.
Estaba sereno, pero sus ojos no reían como de costumbre y sus movimientos eran lentos y pausados, como si se encontrara rendido por el agotamiento. A sus apóstoles los noté inquietos; Pedro estaba especialmente impaciente, Juan no participaba en las conversaciones y Andrés continuamente miraba por la ventana.
Sin poder aguantar mi curiosidad, terminé por encarar a Lázaro, mi hermano, y preguntarle qué ocurría.
—Los fariseos están molestos con Jesús —se limitó a decir.
—Eso ya lo sabemos. Llevan molestos mucho tiempo con su predicación —respondí.
—Sí, pero su entrada a Jerusalén el domingo pasado fue la gota que derramó el vaso. No les cayó nada bien eso de “Hosanna al Hijo de David”.
—Pero Él es el Mesías —afirmé con seguridad—. ¿Qué podría pasarle?
Lázaro me miró fijamente y, por primera vez, me di cuenta de que él también estaba asustado.
—No lo sé, Marta. Las personas pueden hacer mucho daño cuando se dejan llevar por su envidia.
Sus palabras se sintieron como un golpe en mi pecho. Me negaba a creer que algo malo podría ocurrir.
Esa tarde, me dediqué a preparar los alimentos que serviríamos en la cena con Jesús y varios de sus amigos. Estaba tan distraída que el pan se me quemó. Contrariada, comencé nuevamente el proceso de preparación cuando Jesús entró en donde me encontraba.
—¿Marta? Noté el olor a quemado y me preocupé. A ti nunca se te quema el pan.
Yo evité mirarlo directamente.
—Me distraje. Eso es todo.
Siguieron unos segundos de incómodo silencio, en los que yo seguí sin mirarle.
—¿Marta? —volví a escuchar—. ¿Qué ocurre?
Levanté la cabeza y noté que los ojos se me llenaban de lágrimas.
—¿Por qué, Señor? ¿Por qué sigues aquí y no has huido de Jerusalén? ¿Qué no te importa que te pase algo? ¿Por qué has hecho enojar a los fariseos?
Me llevé las manos a la cara, intentando evitar que Jesús me viera llorar.
—Marta, Marta. Te preocupas por muchas cosas, porque tienes un corazón muy grande. Pero, ¿acaso no debo cumplir la voluntad de mi Padre?
—¿Por qué Dios querría que algo malo te pasara?
—Dios no desea nunca el mal, pero debes recordar que no hay amor sin entrega, sin sufrimiento. No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Me descubrí el rostro, y vi que sus ojos estaban vidriosos, como si Él también estuviera a punto de echarse a llorar.
Poco tiempo después, llegó el resto de los invitados y el grupo se sentó a la mesa. Yo me dediqué a atenderlos, pero evité la mirada de Jesús toda la noche. No quería llorar otra vez, y ni siquiera podía comprender qué quería decir con aquello de dar su vida.
Tan ocupada estaba con mis ideas que ni siquiera me percaté de que mi hermana llevaba varias horas sin aparecer. De pronto, la vi entrar con los ojos rojos y el cabello revuelto. Llevaba en las manos una botella pequeña de cristal que, antes de que cualquier pudiera reaccionar, rompió sobre los pies de Jesús.
La habitación se llenó de un delicioso olor a perfume. Se hizo un silencio absoluto. María, de rodillas, secó los pies de Jesús, mientras un par de lágrimas le corrían por las mejillas.
—¿Era necesario gastar eso? ¿Por qué no vender ese perfume y dar el dinero a los pobres? Nos hubieran dado unos 300 denarios por él —Judas habló en un susurro lo suficientemente fuerte para que todos lo escucháramos.
Jesús respondió:
—Déjala, pues lo estaba guardando para el día de mi entierro. A los pobres siempre los tendrán entre ustedes, pero a mí no siempre me tendrán. Y les aseguro que, donde sea que se proclame el Evangelio, se hablará su buena obra.
Había fuego en sus ojos, y por un momento imaginé cómo debió haber sido su expresión al expulsar a los comerciantes del Templo.
Las palabras de Jesús me hicieron reaccionar. Ayudé a María a ponerse en pie, y la llevé a otra habitación.
—Marta, tenía que hacerlo. Nos lo van a quitar. Lo van a matar —sollozó María, mientras yo la abrazaba.
En silencio, me prometí a mí misma que no me separaría de Jesús, aun cuando eso me trajera mucho dolor. Entendí entonces lo que Él había querido decir: no hay amor sin entrega, no hay amor sin sufrimiento.