El valor de una moneda cambia con demasiada facilidad. Créeme, pues durante muchos años me dediqué a manejar impuestos, pagos y deudas. Me gusta tener claridad de los números, fechas y nombres de las cosas; tal vez por eso, al escribir mi Evangelio (conocido como el Evangelio según Mateo) me aseguré de poner tantas referencias como me fuera posible. Sin embargo, esta vez quiero hablar de algo que ocurrió pocos días antes de la Pasión de Jesús.
Lo recuerdo perfectamente. El día estaba nublado, pero el clima era húmedo y caluroso. Jesús, los 12 apóstoles y algunos discípulos más nos encontrábamos cerca del Templo de Jerusalén. Además, un pequeño grupo de personas se había acercado a escuchar a Jesús, que ya llevaba un buen rato hablando. Yo tenía los ojos puestos en Él, pero mi mente estaba distraída en pensamientos no muy optimistas.
Desde hacía varios meses, los de nuestro grupo habíamos escuchado rumores de que algunos fariseos tramaban algo en contra de nuestro Maestro. Ellos eran el grupo con mayor influencia entre nuestro pueblo: si decidían expulsarlo de nuestra tierra o enviarlo a prisión, ¿qué podríamos hacer nosotros para defenderle? Quizá tendríamos que refugiarnos en Cafarnaún durante una temporada, mientras se calmaban los ánimos. Esas últimas semanas habían sido especialmente duras, pues sufríamos de una fuerte incertidumbre interior. Pedro cada día estaba de peor humor y Juan no perdía a Jesús ni un momento de vista. A este paso, Natanael –con su autenticidad característica– terminaría por expresar lo que todos pensábamos: el peligro era inminente.
Tan ensimismado me encontraba en mis preocupaciones que no me percaté de que Jesús me observaba. No me siento capaz de describir la mirada del Maestro. Hay algo particular en sus ojos, como una calidez familiar, hogareña, que es al mismo tiempo ilusionante y retadora. Es como una invitación, una pregunta y una afirmación a la vez.
—Perdona, Jesús. No escuché lo que dijiste.
—Mateo, te preguntaba por aquella frase de David, en la que llama al Mesías: mi Señor. ¿Recuerdas en qué parte de la Escritura aparece?
—En… en el Libro de los Salmos, ¿no?
—Exactamente. Entonces, si David llama al Mesías “Señor”, ¿cómo puede ser hijo suyo?
Por un momento temí que esperara una respuesta a su segunda pregunta. Pero después continuó hablando y enseñando, y yo –sorpresa– me volví a distraer. Esta vez, lo que atrapó mi atención fue una mujer ya anciana, que caminaba lentamente hacia el Templo. Llevaba la túnica raída por los bordes y los pocos cabellos que se escapaban de su velo eran ya totalmente blancos. No sé por qué me fijé en ella; la ciudad de Jerusalén –lamentablemente– está llena de viudas ancianas y pobres. Quizá el pasar estos últimos años tan cerca de Jesús me había enseñado a pensar un poco más allá de mí mismo.
La viejecita se acercó a las arcas donde se depositaban las ofrendas del Templo. Para mi sorpresa, se llevó una mano al pecho y sacó una bolsita diminuta de los pliegues de su túnica. Con dificultad, extrajo dos pequeñas monedas de cobre (por el tamaño, imaginé que debían de ser dos blancas, es decir, las de menor valor) e intentó ponerlas en un arca. El problema es que sus manos temblaban, por lo que una de las monedas cayó al suelo.
El corazón se me encogió al ver a aquella anciana mujer arrodillarse en el suelo con dificultad para recoger su moneda. Seguramente tendría mala vista, pues comenzó a palpar el piso con su mano. Rápidamente me acerqué a ella, recogí la moneda y se la di. Después, la ayudé a ponerse de pie. Ella sonrió, y pude observar que le faltaban varios dientes. Echó su segunda moneda en las arcas del Templo y continuó su camino.
Yo la observé alejarse; miré con compasión su cojera y los pliegues rotos de su manto. Cuando volví la mirada al grupo de discípulos, me di cuenta de que la situación no había pasado desapercibida.
Jesús, dirigiéndose a nosotros, preguntó:
—¿Qué vale más a los ojos de Dios: la labor de un rey o la de un carpintero?
Guardamos silencio por unos instantes. Jesús, entonces, mirándome, hizo una segunda pregunta:
—Mateo, ¿qué tiene más valor? ¿Una moneda de cobre o un talento?
Yo conocía bien la forma de enseñar de Jesús; era consciente de que, detrás de su pregunta, habría algo mucho más profundo. Pero, al mismo tiempo, sabía que lo mejor en estos casos era responder con sencillez.
—Un talento.
—Efectivamente. Y, sin embargo, yo les pregunto: ¿qué tendrá mayor valor a los ojos de Dios? ¿Las grandes ofrendas de los ricos o la de esa buena mujer que acabamos de ver?
Nuevamente guardamos silencio, por lo que Jesús continuó:
—En verdad les digo que esta viuda pobre dio más que todos. Porque los demás echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobraba, pero ella –en su pobreza– echó todo lo que tenía para vivir.
—Entonces, ¿Dios prefiere la labor de un carpintero? —preguntó Tomás.
—A los ojos de Dios, es más grande aquello que se hace con más amor, sea la labor de un rey o la de un carpintero. Dios no pide algo o mucho: Dios pide todo el corazón. Eso es lo que espera de cada una y de cada uno en la labor de cada día.
Había dejado mi vida como publicano, con todas sus comodidades. Había sido difícil, pero nunca me había arrepentido. En Él, toda mi vida había cobrado sentido: mi forma de ser, mi amor por los detalles, mis defectos, fracasos, sufrimientos y alegrías.
El sol besó el horizonte. La voz de Jesús se elevó con un tono suave:
—No lo olviden: no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Dad la vida por los demás en cada gesto, en cada tarea, en cada trabajo. Yo ya lo he hecho y, en pocos días, palparán la medida de mi amor.
Con esto, volvimos a Betania para pasar la noche. Nunca olvidé, sin embargo, esas palabras. Y las tuve especialmente presentes durante los días que siguieron.