Esa mañana, el amanecer fue precioso. Al contrario de lo que suele ocurrir en esa época del año, había llovido mucho durante la noche, y todo parecía relucir con un brillo nuevo. El cielo se tiñó de rosas y lilas, y la brisa trajo consigo un aroma a flores silvestres.
Pero apenas lo noté.
Sentada junto a la piedra del sepulcro vacío, solo podía pensar en una cosa: alguien se había robado el cuerpo de Jesús.
En mi memoria, las escenas del viernes anterior se repetían constantemente: la flagelación, las caídas, los clavos… Sentía sobre mí la sombra de la cruz en la que Jesús había agonizado ante mis ojos.
Ese pensamiento me consumía por dentro. Tendría que haberle defendido, tendría que haber evitado que le crucificaran.
Un sollozo sacudió mi pecho y me hizo temblar, pero no lloré; sentía que ya no me quedaban lágrimas. Pedro y Juan habían regresado ya con los demás, a la casa de la familia de Marcos, después de corroborar que el cuerpo de Jesús había desaparecido. Yo no había sido capaz. Necesitaba estar sola, y no quería enfrentarme nuevamente con la mirada vacía de los apóstoles.
Recargué la cabeza contra la piedra fría, y eso ayudó un poco a aliviar mi dolor de cabeza. ¿Qué sería ahora de mi vida? ¿Qué camino debería tomar? Jesús me había hecho pensar que tenía una misión, una razón por la cual vivir. Pero Él había muerto.
El dolor punzante en mi frente se agudizó. Me puse de pie, apoyada contra la piedra, y asomé la cabeza al sepulcro, en un intento desesperado por encontrar algún consuelo.
Entonces los vi: dos chicos jóvenes, vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Me quedé demasiado sorprendida para hablar.
Uno de ellos preguntó:
—Mujer, ¿por qué lloras?
La pregunta, tan simple, me hizo pensar que quizá eran un par de viajeros que se habían detenido ahí a descansar. No tenía mucho sentido, pero mi mente todavía estaba aturdida por los acontecimientos de los últimos días.
—Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto —respondí.
Escuché pasos detrás de mí y giré la cabeza. A un par de metros, había un hombre joven que me sonreía. Su rostro me pareció vagamente familiar, como si le hubiera conocido alguna vez, muchos años atrás.
Cuando habló, su voz hizo que mi corazón diera un vuelco:
—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
Bajé la mirada. ¿A quién buscaba yo? Buscaba al crucificado. Buscaba a alguien que nunca más volvería a ver. El convencimiento de que Jesús había muerto se sintió como si me hubiera atragantado con un vaso de agua helada.
—Señor —respondí con hilo de voz—. Si usted se lo llevó, por favor, dígame dónde lo ha puesto. ¿Dónde está el cuerpo que hace dos días dejamos en el sepulcro? Por favor, dígame, que debo encontrarlo.
Con los ojos clavados en el suelo, esperé la respuesta.
Escuché a aquel hombre decir una sola palabra:
—¡María!
Levanté la cabeza tan rápido que mi cuello tronó.
—¡Maestro!
Era él. Sonreía como siempre, y me miraba con inmenso cariño. Caí a sus pies y encontré las lágrimas que no había derramado en las últimas horas. Sollocé, abrazada a sus piernas, con miedo de volver a perderlo.
Jesús se hincó y me tomó por los hombros, riendo:
—María —repitió.
—Señor, Señor —seguramente parecía loca. Lo veía, y reía, y lloraba.
—No puedo quedarme mucho tiempo, pues aún no he subido a mi Padre. Pero ve y di a los demás que subo a mi Padre, que es también Padre de ustedes; a mi Dios, que es también Dios de ustedes.
Yo solo asentí con la cabeza.
Él me ayudó a ponerme en pie. Sus ojos brillaban con la luz del amanecer, y al mirar sus manos, noté las heridas de los clavos.
—Jesús… —no sabía bien qué decir. Quería preguntar muchas cosas, y temí que nuestro tiempo se terminara.
Él lo notó y dijo:
—Tranquila. Ya tendremos tiempo para hablar. Pero, ahora, debes irte con los demás y Yo también. Dales la buena noticia.
Tenía razón. Pedro, Santiago, Tomás… y también mis amigas. Quería contarles a todos que ya no podíamos llorar. Jesús estaba vivo.
—Gracias, Jesús.
—Gracias a ti, María.
Y, con eso, me puse en camino a la casa de Marcos. Cuando giré la cabeza, Jesús había desaparecido. Nunca un huerto me había parecido más bello, ni el cantar de los pájaros más melódico.
Jesús tenía razón: tenía que contar a los demás la buena noticia de que Él estaba vivo.
Y te aconsejo a ti que hagas lo mismo.