Hay cosas que llegan de la nada y, simplemente, te cambian la vida. Te lo digo porque ya me pasó.
Estaba saliendo del campo con algunas verduras que había guardado para mi familia. Caminaba sin prisa, disfrutando la tranquilidad del camino. Pero, al acercarme a casa, me encontré con una multitud gigantesca en la calle. Nunca había visto nada igual.
No sabía qué miraban con tanto fervor, pero, para serte sincero, no me importaba. Solo quería llegar a casa y comer con los míos. Sin embargo, la turba me complicaba las cosas.
Había gente llorando, gritando con furia, arrojando cosas… En fin, ya te puedes imaginar el caos.
—¡Solamente estorban! —gruñí, contagiado por el clamor de la gente.
Intenté avanzar, pero cada paso al frente era seguido por dos a la derecha, hundiéndome cada vez más en el corazón de aquel tumulto.
El enojo me consumía. No poder caminar, ni siquiera empujando a la gente, me frustraba. Además, me daba miedo. La multitud estaba demasiado —pero en serio, demasiado— enojada. Estaba seguro de que apenas tocara a alguien, terminaría en el suelo con las verduras esparcidas y un buen puñetazo en la cara.
“¿Por qué están tan furiosos?… ¡Bueno, me da igual! Yo solo quiero llegar a casa” —me dije, justo cuando vi un dedo apuntándome.
—¡Tú, rápido, ven!
—Pero…
—¡Me da igual, vienes!
El hombre que me señalaba era un general romano. Junto a él, un prisionero.
Jesús.
Había oído hablar de él antes. De sus milagros, de sus enseñanzas, de la gente que lo seguía. Lo acusaban de autoproclamarse el Mesías. Ahora estaba ahí, frente a mí, condenado y azotado.
No tenía opción. Me arrancaron el canasto con verduras y me empujaron hasta donde estaba Él.
Me quedé atónito.
Todo en Él estaba destrozado. Su piel, reducida a jirones. Su rostro, irreconocible. Y, sin embargo, ahí estaba, soportando el peso de una cruz enorme y el odio de la multitud. Trató de levantar la cruz de nuevo.
De todo lo que había oído sobre Él —sus milagros, su bondad, su compasión—, solo podía ayudarle con la cruz. Pero con eso bastaba.
Me acerqué, lo ayudé a levantarse y seguimos el camino.
Intenté cargar todo el peso de la cruz, pero no me dejó. Lo vi en su rostro: quería llevarla hasta el final, quería sentir ese dolor por completo. Y todo por esas mismas personas que lo despedazaban con sus palabras.
Un amor que perdonaba incluso en medio del sufrimiento. Como si entendiera que no sabían lo que hacían.
Fue en ese momento cuando comprendí. Esa cruz no era solo de madera. Pesaba más por lo que representaba: nuestros pecados, nuestras faltas, nuestras miserias. Y de repente, lo entendí aún mejor… Yo también era culpable de ese peso.
Pero vivo con la certeza de que Dios me perdonó. Que Jesús cargó esa cruz hasta el Calvario por mí, para darme otra oportunidad.
Me alegra haber podido ayudarle con la cruz. No solo ese día, sino también a lo largo de mi vida: luchando contra la pereza, combatiendo mis propias miserias…
Y siguiéndolo.