El 27 de septiembre de 2014 será beatificado en Madrid el primer sucesor del fundador del Opus Dei. Una beatificación siempre atañe a toda la Iglesia porque le concede impulsos positivos en su ser y existir. Tal acontecimiento es particularmente positivo si hemos coincidido en nuestra vida con el nuevo beato o santo y si ese encuentro nos ha hecho experimentar que los santos y los beatos son hombres como nosotros: hombres que, con la gracia de Dios, se han superado a sí mismos y han convertido su vida, por su cercanía a Cristo, en canon o norma para todos los cristianos.
El obispo Álvaro es uno de esos beatos a los que he conocido personalmente. Coincidimos muchas veces en Roma, pero también aquí en Colonia. Cuando lo vi por primera vez, en Roma, tuve la sensación de que, en el fondo, nos conocíamos de siempre. Su conformidad con el Evangelio y, por lo tanto, con la Iglesia facilitó desde el primer momento la conexión. El obispo Álvaro conoció el Opus Dei en 1935, siendo estudiante universitario, por medio del fundador, san Josemaría Escrivá. A Álvaro del Portillo le fascinaba desde el comienzo aquel camino de santidad a través del trabajo profesional –es decir, a través de las circunstancias ordinarias de la vida– al que san Josemaría invitaba. El Papa san Juan Pablo II escribió en su primer documento de relieve del nuevo milenio, a propósito de la futura orientación de la Iglesia: "la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad"; y proseguía: "es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este 'alto grado' de la vida cristiana ordinaria" (Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, nn. 30-31).
Se entiende perfectamente que el Papa Juan Pablo II beatificara y canonizara a tantos cristianos, para mostrar a los hombres que la santidad no es un ideal utópico para unos pocos "genios" espirituales, sino el cumplimiento de lo que está ya predispuesto por el bautismo, que luego, a lo largo de los años, se puede desplegar por medio de la cooperación entre gracia y libertad. ¡A eso están llamados todos los bautizados sin excepción! Y a llevar ese mensaje a los hombres ha sido enviado el Opus Dei a la Iglesia y al mundo.
En la cripta de la catedral de Colonia hay una placa con los nombres de todos los santos y beatos que han rezado en este sagrado lugar. La lista es impresionantemente larga: dentro de poco va a haber que pensar en poner una segunda placa. Entre ellos hay muchos de los últimos decenios, comoEdith Stein, la Madre Teresa de Calcuta, el cardenal von Galen, el Papa Juan Pablo II, Josemaría Escrivá... No se trata de un reconocimiento póstumo, meramente decorativo, a los santos, sino de una invitación dirigida a quienes vivimos hoy a aprovechar el tiempo de vida que se nos concede para corresponder con generosidad a la gracia de Dios, pues la santidad debe ser verdaderamente la opción de todo cristiano, independientemente de su ocupación profesional.
El Concilio Vaticano II, tantas veces citado por todos, en el que el Papa Juan Pablo II participó como joven obispo auxiliar de Cracovia y en cuyos trabajos don Álvaro colaboró con energía por sus cargos en varias comisiones, proclama como un mensaje decisivo precisamente la vocación de todos los cristianos a la santidad. A todos sin excepción, obispos o sacerdotes, religiosos o laicos, llama el Señor a una vida santa, ideal que por tanto no debería ser algo excepcional, sino la regla.
El Papa Juan Pablo II subrayó y confirmó este mensaje de muchas maneras. Primero, de modo invisible, con su propia vida santa. Pero además buscó nuevos medios de impedir que cayera en el olvido, y uno de ellos fue erigir el Opus Dei, en 1982, después de un examen cuidadoso y de muchas consultas con obispos de todo el mundo, en una prelatura personal con una misión universal. Esta misión, que debe llevar a cabo contra viento y marea, en estrecha unión con los obispos diocesanos, convierte al Opus Dei en una iniciativa que acompaña a los cristianos, tanto laicos como sacerdotes, en el camino de la santidad. Les acompaña acercándose a ellos y proporcionándoles orientación para que, de palabra y de obra, sean fieles al Evangelio. Hay que repetirlo una vez más: no se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de santificar las circunstancias ordinarias de la vida familiar, laboral y social. Y precisamente porque se olvida más fácilmente que lo extraordinario, es bueno que lo ordinario se nos haga presente por medio de ese estímulo permanente que es el Opus Dei.
Como arzobispo de Colonia, heredé de mis dos venerados predecesores, los cardenales Frings y Höffner, la presencia del Opus Dei en la archidiócesis, lo que me alegró, pues ya como obispo de Berlín había conocido y apreciado su labor. Aquí he conocido sus residencias universitarias privadas, que trabajan eficazmente con el espíritu del Opus Dei para acercar a los jóvenes a la práctica de fe en la vida ordinaria. Recuerdo ahora con gozo los numerosos universitarios provenientes de países asiáticos que he bautizado en la catedral, en la vigilia pascual, después de que se hubieran acercado al cristianismo en esas residencias.
A mi lista, engrosada con el paso del tiempo, de santos y beatos que he conocido personalmente, puedo añadir ahora al obispo Álvaro. Fue, para mí, un sacerdote y obispo amigo de todos, con un gran amor a Cristo y a su Iglesia, y que, porque amaba a Cristo y a la Iglesia, vivía y trabajaba en estrecha unión con el Papa y, en cada sitio, con los obispos locales. Su humor y su bondad, fruto de su profunda confianza en Dios, le hacían tan simpático que uno, cuando le dejaba, se sentía siempre con mejor ánimo de como había llegado. En mi breviario tengo una pequeña estampa con su retrato que me sirve de recordatorio para no olvidarme de mi vocación fundamental como cristiano y obispo: llegar a ser santo. No sé si lo conseguiré, pero al menos cuento con la ayuda del obispo Álvaro, que me ha enseñado el camino.
+ Joachim Cardenal Meisner
Arzobispo emérito de Colonia