En recuerdo de D. Álvaro del Portillo

Acababa de volver de un viaje a Tierra Santa. Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de San Josemaría al frente del Opus Dei, fallecía en Roma el 23 de marzo de 1994. Como recuerdo de su marcha al cielo incluimos 2 clips de vídeo con imágenes de su última Misa y de la visita que hizo Juan Pablo II a su velatorio.

Texto de presentación de “Recuerdo de Álvaro del Portillo”, escrito por Salvador Bernal y editado en Rialp.

En la madrugada del 23 de marzo de 1994 fallecía en Roma Mons. Álvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei. Conocí la noticia en Madrid unos minutos después de las nueve de la mañana. Cuando me quise dar cuenta, estaba escribiendo un artículo que debería entregar a un diario de la capital de España antes de las cinco de la tarde. En medio de la urgencia, afloraban en mí las mismas sensaciones que tuve el 26 de junio de 1975, cuando murió Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Incluso, escribía palabras semejantes, como comprobé al encontrar el comentario periodístico que había publicado casi veinte años atrás con el título Convertir las lágrimas en oración.

Había pasado muchas horas a su lado, desde 1976 hasta muy poco antes de su fallecimiento: junto con otras personas, le acompañé bastantes veranos, en tiempos de trabajo y descanso, lejos de sus actividades ordinarias en Roma; y acudí con relativa frecuencia a la Ciudad Eterna, para ocuparme de tareas encomendadas por el Prelado del Opus Dei. Sentí muy pronto la necesidad de dar a conocer la figura afable y recia de Álvaro del Portillo, que había deseado esconderse, hasta desaparecer tras el Fundador del Opus Dei, de quien fue "fidelísimo hijo y sucesor", según reza la oración para su devoción privada.

En octubre de 1976, vieron la luz mis Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, que alcanzaron una amplia difusión. Por eso, al presentar ahora un libro sobre don Álvaro del Portillo, deseo advertir a los lectores que intento describir su personalidad a partir de mis recuerdos y vivencias, sin perjuicio lógicamente de mencionar otros hechos y datos objetivos. Mi información se agrupa en torno a momentos decisivos en la biografía de don Álvaro, inspirada y apoyada en secuencias de las que soy testigo presencial.

Otra advertencia me parece obligada: estas páginas presuponen un cierto conocimiento de la historia del Opus Dei y de su Fundador. Sólo incluyo los detalles imprescindibles para situar mi relato o encuadrar mis impresiones. Cuando es posible o necesario, el recuerdo personal se completa con testimonios cualificados, con algunos libros y documentos públicos o, en fin, con las noticias autobiográficas que surgen -muy de tarde en tarde, justo es reconocerlo- en los propios escritos de don Álvaro. Si se refería a sí mismo era por puro sentido del humor o porque, sin señalar su presencia, le habría resultado más difícil exponer con precisión fiel un rasgo concreto del Fundador. Y, ciertamente, la virtud humana y cristiana de la fidelidad -natural y heroica a la vez- compendia la vida de Álvaro del Portillo.

Además, he procurado tener presente una idea que aprendí de él en agosto de 1976, a propósito de los trabajos históricos que le ocupaban por aquella época: deseaba reflejar cómo Mons. Escrivá de Balaguer vivió in crescendo las virtudes teologales y morales a lo largo de las diversas etapas de su caminar terreno. Para lograrlo, consideraba muy importante relatar sucesos vivos; pero, también, evitar el peligro -sobre todo para los que llegaron al Opus Dei más recientemente, o no habían conocido físicamente al Fundador- de quedarse en cosas anecdóticas, sin calar en la profunda santidad de su respuesta cristiana.

Esta cautela resulta indispensable al escribir sobre Álvaro del Portillo: porque su existencia estuvo presidida por ese carisma de normalidad característico de las personas humildes, que alcanzan las cumbres de la perfección sin hacer nada raro ni llamativo. Una noche de 1985, anoté en Solavieya (Asturias): "un día más, muy normal en todo, con ese tono sereno -lleno de oración y de trabajo- que se vive siempre junto a don Álvaro". Y es que encarnaba tan ejemplarmente la espiritualidad laical del Opus Dei que, a su lado, parecía cobrar vida un texto de San Josemaría Escrivá de Balaguer sobre la Virgen, en “Es Cristo que pasa”, 148: "María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!"

Al evocar escenas protagonizadas por don Álvaro, se funden en mi memoria ideas antitéticas: natural sobrenaturalidad, heroísmo en lo cotidiano, extraordinaria normalidad. Pienso sinceramente que su correspondencia a la gracia de Dios convertía en santas -divinas- las circunstancias comunes y corrientes de cada día. Transformaba realmente -me sirvo de palabras del Fundador del Opus Dei- en endecasílabo, en verso heroico, la prosa de la jornada. Vibraba con acentos de eternidad en la existencia ordinaria, en las cosas más pequeñas. Y, en todo, con una profunda humildad, que rebosaba mansedumbre y olvido de sí mismo. Se reproducía una vez más la paradoja de los hombres de Dios, que tratan de ocultarse, para que sólo Jesús se luzca -en frase también de San Josemaría Escrivá-, y las almas descubren la senda divina de su clamorosa humildad.

Ha pasado ya tiempo desde su muerte. Entre cuantos le conocieron, la coincidencia es unánime: Álvaro del Portillo fue fundamentalmente fiel, un hombre bueno, pleno de cariño. Lo sintetizó el comentario espontáneo de Mons. Stanislaw Dziwisz, secretario del Papa Juan Pablo II, cuando recibió las primeras estampas para la devoción privada de don Álvaro, impresas en polaco: "-¡Qué bueno era el Prelado!"

Siempre recordaré la paz y el sosiego que vivía e infundía, muestra evidente de su unión con Dios. Pero, al observar ya en la madurez de su vida esa bondad y equitativa ecuanimidad -su serenidad deslumbrante-, me atrevo a sospechar que, más que fruto del temperamento, fueron consecuencia de la lucha ascética, de la victoria de la voluntad y del entendimiento, dóciles a la gracia divina, sobre los rasgos de un carácter enérgico. He procurado hacerlo ver a lo largo de estas páginas: don Álvaro fue un fidelísimo hombre de paz -aun en medio de las más graves dificultades-, con una personalidad afable y firme, leal y paciente, exigente y recia, llena de valentía y audacia, de exigencia consigo mismo y comprensión hacia los demás. Estos rasgos configuraron la imagen amable de un pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia.