Mons. Yanguas: «Recorred vuestro camino de sacerdotes poseídos por la alegría del Evangelio»

Ofrecemos la homilía de Mons. José María Yanguas, obispo de Cuenca en la ordenación de tres fieles de la Prelatura.

Queridos sacerdotes concelebrantes, ordenandos, familiares y amigos. Un saludo especial dirijo al Prelado del Opus Dei. Muchas gracias, Padre, por invitarme a conferir el sacramento del Orden a estos tres fieles del Opus Dei.

1) La Iglesia desea que en la homilía de esta celebración los fieles sean ilustrados acerca del misterio del sacerdocio cristiano. Que el Señor nos conceda penetrar su verdad más íntima: la de la identificación de algunos fieles cristianos con Cristo, Cabeza y Pastor del pueblo cristiano. Gracias a ella podrán actuar “en la persona de Cristo”, siendo ellos mismos Cristo, de manera que la Iglesia, su Cuerpo, se edifique y crezca como pueblo de Dios y templo santo. Configurados con Cristo, conformados a Él, anunciarán el Evangelio, apacentarán el Pueblo de Dios y celebrarán los misterios divinos, principalmente el Sacrificio del Señor.

El Evangelio que la liturgia nos propone hoy para la Misa de ordenación de los nuevos presbíteros nos recuerda que el sacerdote participa en el oficio de buen Pastor, propio de Jesucristo nuestro Señor. Buen Pastor es aquel que da la vida por las ovejas; el que se da, el que se entrega a las ovejas hasta la muerte, hasta la donación total de sí mismo en beneficio de cuantos le han sido confiados. Es oficio de amor, de desvelo, de sacrificio sin límite: ¡hasta la muerte! Por ser oficio de personas enamoradas se desempeña con alegría, que es la nota que hace visible el amor. Quien se dona totalmente, lo hace, en efecto, con alegría, feliz de derramarse en libación de suave olor por las ovejas del rebaño. La Iglesia, queridos ordenandos, os pide ser sacerdotes alegres, llenos del amor de Dios, deseosos de sacrificaros sin reservas, de servir a vuestros hermanos, los tesoros de la gracia divina.

El mal pastor, en cambio; quien quizás ha recibido ese oficio, pero no lo ha asumido gozosamente, ese no da la vida. Es un asalariado: no le importan las ovejas.No se interesa por ellas. No las cuida por amor, sino por mísera ganancia. No es pastor, no es dueño-servidor, no las considera suyas, se despreocupa, se desentiende. Si las ve en peligro, las abandona; él vive, aunque las ovejas mueran. No las ama, no se desvive por ellas. No pierde la vida en su favor. Tiene otros intereses, lo mueven otras preocupaciones,son otras las cosas que llenan su corazón, su cabeza está en otro lugar. No es buen pastor. Habla y habla pero no anuncia a Jesús desde un corazón creyente; se mueve y actúa sin parar en favor de los demás, pero sin acabar de saber que pretende con ello; no arrastra, no enciende porque ha dejado que se enfríe el amor primero, el amor de su juventud. El fuego –“celo” se llama en la tradición cristiana-, la pasión, en cambio, por las almas, por las ovejas, forma parte del ser del sacerdote, buen Pastor. La pasión por su salud sobrenatural, por su bienestar, por su crecimiento, por su santidad; el deseo vibrante, operativo que se traduce en el empeño renovado para que las almas tengan vida y la tengan en abundancia. Todo cristiano, es claro, debe tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús; pero el sacerdote deberá rebosar, rezumar esos sentimientos de buen pastor que embargan el corazón de Cristo, “mayoral de los Pastores”. No es el sacerdocio, lo sabéis bien, una profesión que se vive por un tiempo; no es oficio de media jornada, empleo administrativo, burocrático, medio para ganarse la vida, profesión: es vocación, pasión que consume, ambición santa de llegar a todos, también a las ovejas que no son del redil; compromiso indeclinable que empeña imaginación, tiempo, energías, ilusiones, ¡la vida! “El celo de tu casa me devora” (Jn 2, 17), es decir el celo por tu pueblo, por tus fieles, por tu Iglesia, ya que, como dice san Agustín: “llamamos iglesia al lugar en que se reúne el pueblo de Dios que lleva ese nombre en sentido propio” (Ep 190, cap. 5, 19 (PL 33, 863).

2) El Buen Pastor conoce a sus ovejas. No se trata de un conocimiento teórico, abstracto, frío. Es un conocimiento amoroso, que compromete la vida misma. Se asemeja al conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, como dice el Evangelio: conocimiento que se traduce en entrega, en donación total del uno al otro. Por eso concluye Jesús que el conocimiento que tiene de las ovejas, del valor infinito que posee cada una de ellas -¡toda la Sangre de Cristo!- lo lleva a dar la vida por ellas. Por eso, también las ovejas, si conocen de verdad al Pastor, deben estar dispuestas a dar la vida, a perderla por él, conscientes de que la vida eterna consiste en conocer al Padre y a aquel a quien el Padre ha enviado. Conocer en este contexto habla de intimidad, de relación personal, de comunión. Para ser buen Pastor, el sacerdote necesita vivir esa relación personal, intensa, viva con Jesucristo que sólo es posible en un hombre de oración, cultivada día tras día. De ese modo queda “animada”, “vivificada” cada jornada, rescatándola de los síntomas de tibieza, monotonía o indiferencia que puedan insinuarse, amenazando la existencia del sacerdote. Como repetía de mil modos san Josemaría y nos ha recordado el Prelado hace unos días en Bolivia: “sí, para todo, lo primero es la oración”. Sin esos momentos de descanso con y en el Señor, de diálogo afectuoso, de petición encendida, ¿cómo llevaría agua fresca, abundante, nuestra acequia que nace en esa fuente?, ¿cómo habría sonrisa en vuestros labios, misericordia en vuestro corazón?, ¿Cómo se acrecerían cada día en vuestra alma las ganas de Vivir y el deseo eficaz de hacer Vivir a muchos? Sí, espíritu de oración, deseos de oración, vida de oración…, y ratos de oración intensa, serena, confiada, gozosa! Para hablar a Dios de las almas, para interceder por ellas, para desagraviar por sus pecados y los nuestros: ¡almas de oración!

Sois ungidos, queridos nuevos sacerdotes, para cambiar la ceniza en corona, el traje de luto en perfume de fiesta, el abatimiento en cántico

3) La primera lectura ha puesto de relieve una dimensión muy bella del servicio de los sacerdotes al pueblo de Dios. La unción del Espíritu Santo que hoy recibís está al servicio de la predicación de la alegre Noticia de la salvación a los que su sufren. Sois ungidos, queridos nuevos sacerdotes, para un ministerio de consolación: para vendar las heridas de tantos corazones desgarrados, rotos, que sufren por distintos motivos; para dar la alegría de la libertad a quienes la han perdido bajo esclavitudes que oprimen y sofocan los deseos de verdadera grandeza de los hombres; para sacar de su encerramiento a las almas presas de su egoísmo, insensibles ante el mal ajeno, preocupadas sólo de satisfacer sus propios intereses, siempre pequeños, chatos, ridículos. Sois ungidos para cambiar la ceniza en corona, el traje de luto en perfume de fiesta, el abatimiento en cántico.

El Apóstol Pablo recuerda a los Efesios que no deben empequeñecer, desfigurar o traicionar su vocación. Y enumera algunas virtudes que han presidido el modo de actuar del Maestro: la humildad, la amabilidad, la comprensión, el ánimo de paz, la paciencia para llevar sobre los hombros a los demás, el amor a la unidad que aprecia y respeta la variedad de la gracia que ha sido dada a cada uno. Sacerdotes amables, porque aman a todos y hacen amable la verdad que es Cristo.

Dentro de poco, cuando recibáis la ofrenda del pan y del vino que se trasformarán en el Cuerpo y la Sangre del Señor, escucharéis unas palabras que constituyen un programa acabado de vida sacerdotal: “Considera lo que realizas, imita los que conmemoras y conforma tu vida conel misterio de la Cruz de Cristo”. Cada día tendréis el privilegio y el gozo inmenso de celebrar el misterio de la redención, la Santa Misa. En una de las oraciones de la Plegaria Eucarística III, después de la Consagración el sacerdote pide: “Que Él transforme en ofrenda permanente…”. La Misa es misterio de identificación de Cristo con la voluntad del Padre que se entrega por nosotros. Es misterio transformador. La piadosa celebración de la Santa Misa cada día, sin ostentaciones ni rarezas, pero sin miedo a que se note la piedad, os recordará que debéis hacer de vuestras vidas una oblación amorosa de obedienciaal Padre y de generosa entrega a vuestros hermanos. Cada Misa compromete vuestra existencia sacerdotal. Amadla; que sea el centro de vuestro día; preparadla, celebradla poniendo los cinco sentidos; cuidadtodo lo que se refiere a ella. Dejaos transformar por ella.

Recorred vuestro nuevo camino de sacerdotes -como nos recuerda el Papa Francisco-, poseídos por la alegría del Evangelio

Si amáis la Santa Misa, amaréis necesariamente el sacramento de la Penitencia, pues entre uno y otro sacramento hay un vínculo muy estrecho. La Sangre derramada para el perdón de los pecados alcanza a los hombres mediante el sacramento de la Reconciliación. Ministerio precioso para el bien de las almas. “Servid”, pues, con generosidad a las almas el perdón de Dios, fuente de alegría y de paz.

San Josemaría fue y sigue siendo modelo de sacerdotes. Cautivaba siempre su amor intenso, apasionado, diría, a Jesucristo nuestro Señor y a su Madre la Virgen Santísima, y la fidelidad inquebrantable con la que sirvió a la misión de fundar y hacer el Opus Dei. A él encomiendo de manera particular el camino que ahora iniciáis como sacerdotes al servicio de vuestros hermanos y hermanas en la Obra, y de todas las almas. Recorredlo -como nos recuerda el Papa Francisco-, poseídos por la alegría del Evangelio. Vivid vuestro sacerdocio poseídos, como el Papa nos ha indicado tantas veces en los principales documentos de su magisterio.

Que María, Madre de los sacerdotes, interceda por vosotros, ahora y siempre. Amén.