Natanael significa «regalo de Dios». Este apóstol es protagonista solamente de una escena evangélica: aquella en la que Felipe, su amigo, le cuenta que acaba de encontrar al Mesías. Entonces, ambos se acercan a Jesús y este último, inesperadamente, declara en voz alta: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez» (Jn 1,47). La sorpresa ante esas palabras debe de haber sido grande, lo que lleva a Natanael a responder asombrado: «¿De qué me conoces?» (Jn 1,48). ¿Quizás se habían visto antes y no lo recordaba? Pero, ¿de dónde venía esa afirmación, hecha como si le conociera de toda la vida, como si estaría al tanto hasta de sus disposiciones más profundas? Jesús saca entonces su carta definitiva: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48).
No sabemos qué es exactamente lo que Natanael comprendió al escuchar esas palabras, pero inmediatamente se rindió ante Jesús: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1, 49). El Señor sabía que estaba ante los primeros pasos de la vida apostólica de Natanael, ante el primer calor de una misión que se extendería a lo largo de toda su vida. Por eso, le adelanta un futuro lleno de fecundidad: «Cosas mayores verás» (Jn 1, 50). Esa es la experiencia de toda vocación, y es lo que sucede también con algunos sacerdotes diocesanos que experimentan la llamada a formar parte del Opus Dei: Jesús les vuelve a regalar una ayuda y una misión para «servir a la Iglesia como Ella quiere ser servida». Estos sacerdotes han sido llamados allí donde están, debajo de su higuera. Allí, en su profesión, en su ministerio, se han sentido, como Natanael, queridos y llamados de nuevo por el Maestro.
Estos sacerdotes, al responder a esa vocación, empiezan a pertenecer a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, una asociación de clérigos intrínsecamente unida a la Prelatura del Opus Dei, como se verá más adelante. Esa fórmula jurídica les permite no solo mantener intacta su relación filial respecto a su obispo diocesano, así como su fraternidad sacerdotal con los demás miembros de su presbiterio, sino reafirmarlas. En palabras de san Josemaría, el sacerdote diocesano que es llamado al Opus Dei «no modifica ni abandona en nada su vocación diocesana —dedicación al servicio de la Iglesia local a la que está incardinado, plena dependencia del propio Ordinario, espiritualidad secular, unión con los demás sacerdotes, etc.—, sino que, por el contrario, se compromete a vivir esa vocación con plenitud, porque sabe que ha de buscar la perfección precisamente en el mismo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano». En definitiva, su vocación a la Obra les compromete a «no abandonar la propia condición diocesana, sino por el contrario, ejercerla siempre con mayor amor de Dios».
El amor de san Josemaría a los sacerdotes
En abril de 1941, san Josemaría estaba invitado a predicar en un retiro espiritual para sacerdotes diocesanos. Sin embargo, en esos mismos días enfermó su madre de neumonía. La situación no parecía grave, así que el fundador del Opus Dei decidió seguir adelante con aquella actividad, en donde le esperaban unos cincuenta sacerdotes. Años después relataría así aquel acontecimiento: «Dejé a mi madre muy enferma en Madrid, para ir a Lérida a dar un curso de retiro a sacerdotes diocesanos. No conocía la gravedad, porque los médicos no pensaban que la muerte de mi madre fuera inminente o que no pudiera curarse. “Ofrece tus molestias por esa labor, que voy a hacer”, pedí a mi madre al despedirme. Asintió, aunque no pudo evitar decir por lo bajo: “¡este hijo!”. Ya en el seminario de Lérida, donde estaban de retiro los sacerdotes, acudí al Sagrario: “Señor, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus sacerdotes”. A mitad de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. “Padre, la Abuela ha muerto”, oí a Álvaro. (...). Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esta labor».
La pérdida de su madre mientras atendía a ese grupo de personas, fue una señal que san Josemaría llevó para siempre en su vida como incentivo de su amor por los sacerdotes diocesanos y de su preocupación por la santidad de quienes son pastores del pueblo de Dios. Menos de dos años después de aquel retiro, en febrero de 1943, san Josemaría «entendió que Dios le hacía una petición de carácter fundacional que le permitía contar con sacerdotes propios. Consistía en crear una asociación sacerdotal ligada al Opus Dei compuesta por presbíteros provenientes de los laicos de la Obra». Por eso, a finales de los años 40, teniendo ya presbíteros para la atención de las actividades propias del Opus Dei, el fundador en su oración tomó una decisión muy dolorosa: pensó que debía dejar la Obra para dedicarse por completo al acompañamiento de sacerdotes diocesanos. Sin embargo, esos no eran los planes de Dios: poco después, en 1950, comprendió finalmente que estos presbíteros podían también formar parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, sin afectar en nada la pertenencia a sus diócesis. «Dios Nuestro Señor –decía san Josemaría–, en su bondad infinita, quiso darme la solución dentro de nuestro Opus Dei, sin necesidad de crear otra nueva familia espiritual: nunca cesaré de dar gracias por esta providencia».
Si volvemos a la escena evangélica del principio, cuando Jesús detalla cuáles son las «cosas mayores» que Natanael verá, le habla del «cielo abierto» y de cómo verá a «los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1,51). El 2 de octubre de 1928, en la fiesta de los santos Ángeles custodios, cuando san Josemaría fundó el Opus Dei por inspiración divina, los sacerdotes diocesanos estaban también allí, entre tantas personas comunes y corrientes, de toda procedencia y profesión. «Vosotros sois tan del Opus Dei como yo», les decía el fundador a quienes formaban parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. De algún modo, ese día san Josemaría intuyó esas «cosas mayores» a las que nos invita toda vocación. Inspirado por Dios, le urgía el deseo de cuidar de sus hermanos sacerdotes diocesanos y de transmitirles a ellos también el mensaje de la llamada universal a la santidad en medio del mundo, a través de su trabajo pastoral y de las demás circunstancias ordinarias. Estos sacerdotes fueron, como cada persona llamada al Opus Dei, otro «regalo de Dios».
Más unidos al obispo y a sus hermanos sacerdotes
La vocación a la Obra no está separada de la vocación sacerdotal recibida años atrás, sino que se añade a ella, la impulsa y orienta. Comporta «la total y habitual disponibilidad para buscar la santidad de acuerdo con el espíritu del Opus Dei», y eso se concreta en «el esmero en cumplir perfectamente el encargo pastoral recibido del propio Obispo, sabiendo que cada uno debe dar cuenta del cumplimiento de tal encargo sólo al Ordinario del lugar».
Los sacerdotes incardinados en las diócesis que se sienten llamados por Dios a formar parte del Opus Dei pueden ser agregados o supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, de acuerdo a su disponibilidad para, a su vez, ellos también acompañar a sus hermanos sacerdotes. En ambos casos, como fruto del reforzamiento que la llamada al Opus Dei hace a su anterior llamada bautismal y sacerdotal, no se distinguen en modo alguno de sus hermanos, y se empeñan con todas sus fuerzas en vivir a fondo la unidad del presbiterio, unidos a su cabeza, el obispo, haciendo vida propia el lema de la iglesia primitiva «Nihil sine episcopo», nada sin el obispo. Esa comunión les impulsa a vivir una fraterna caridad con los demás miembros del propio presbiterio y a evitar absolutamente cualquier sombra de división, fomentando la máxima unión entre todos los sacerdotes. Cuidan de los demás sacerdotes de su presbiterio y se sienten acompañados por ellos, disfrutando del don de esos hermanos. Como afirma el Papa Francisco: «La fraternidad es escoger deliberadamente ser santos con los demás y no en soledad, santo junto con los demás».
Les decía el prelado del Opus Dei a los sacerdotes diocesanos que forman parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz: «Os corresponde especialmente la promoción de las vocaciones sacerdotales, y estáis llamados a ser fermento de unidad con los Obispos y de fraternidad dentro del presbiterio de vuestra diócesis». Es ahí, debajo de su higuera, donde Dios los bendice y los llena de fecundidad. Es ahí, junto a sus demás hermanos sacerdotes, donde se hacen santos. Es ahí, en el cumplimiento fiel de los encargos diocesanos, donde encuentran a Dios. Y es también ahí donde cumplen aquel consejo paternal que les daba san Josemaría: «Procurad acompañaros, también humanamente. Tened un corazón de carne, que de carne es el corazón con el que amamos a Jesús y al Padre y al Espíritu Santo. Si veis apurado a alguno de vuestros hermanos, ¡id, id a él, no esperéis a que os llame!». Porque cada hermano sacerdote tiene su higuera y necesita saber que no está solo.
Si san Josemaría decía que el Opus Dei viene a servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida, esto se cumple de manera especial en los sacerdotes diocesanos que descubren su vocación el Opus Dei. Iglesia, en su palabra griega original, ekklesia, hace referencia a una reunión, a una comunidad de personas. Eso es lo que hace la semilla del Opus Dei en ellos: reforzar su comunión con Dios, gracias al acompañamiento de la familia de la Obra, para que cada sacerdote, a su vez, refuerce la comunión con su obispo, con sus demás hermanos sacerdotes de la diócesis y con todos los fieles.