Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Concluimos este ciclo de catequesis deteniéndonos en una virtud que no forma parte de la lista de las siete virtudes cardinales y teologales, pero que está en la base de la vida cristiana: la humildad.
Es la gran antagonista del más mortífero de los vicios: la soberbia. Mientras que el orgullo y la soberbia hinchan el corazón humano, haciéndonos parecer más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: somos criaturas maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos.
La Biblia nos recuerda desde el principio que somos polvo y en polvo nos convertiremos (cf. Gn 3,19), "humilde" de hecho viene de humus, que significa tierra. Sin embargo, a menudo surgen en el corazón humano delirios de omnipotencia, que son tan peligrosos, y que nos hacen tanto daño.
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Para liberarnos del orgullo, bastaría muy poco, bastaría contemplar un cielo estrellado para recuperar la justa medida, como dice el Salmo: "Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has fijado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo del hombre para que te preocupes por él?" (8,4-5). La ciencia moderna nos permite ampliar mucho más el horizonte y sentir aún más el misterio que nos rodea y habita.
Bienaventuradas las personas que aprecian en su corazón esta percepción de su propia pequeñez. Estas personas están preservadas de un feo vicio: la arrogancia. En sus Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3). Es la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: en efecto, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón surgen de ese sentido interior de pequeñez. La humildad es la puerta de entrada a todas las virtudes.
En las primeras páginas de los Evangelios, la humildad y la pobreza de espíritu parecen ser la fuente de todo. El anuncio del ángel no tiene lugar a las puertas de Jerusalén, sino en una remota aldea de Galilea, tan insignificante que la gente decía: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?" (Jn 1,46). Pero es desde allí desde donde renace el mundo. La heroína elegida no es una pequeña reina que creció en el infantilismo, sino una muchacha desconocida: María. Ella misma es la primera en asombrarse cuando el ángel le trae el anuncio de Dios.
Y en su cántico de alabanza destaca precisamente este asombro: "Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava" (Lc 1,46-48). Dios -por así decirlo- se siente atraído por la pequeñez de María, que es sobre todo una pequeñez interior. Y también le atrae nuestra pequeñez, cuando la aceptamos.
A partir de aquí, María tendrá cuidado de no pisar el escenario. Su primera decisión tras el anuncio angélico es ir a ayudar, ir a servir a su prima. María va a las montañas de Judá, a visitar a Isabel: la asiste en los últimos meses de su embarazo. Pero, ¿quién ve este gesto? Sólo Dios. De este ocultamiento, la Virgen no parece querer salir nunca. Como cuando, desde la multitud, una voz de mujer proclama su bienaventuranza: "¡Bendito el vientre que te llevó y el seno que te amamantó!". (Lc 11,27). Pero Jesús replica inmediatamente: "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11,28).
Ni siquiera la verdad más sagrada de su vida -ser la Madre de Dios- se convierte en motivo de jactancia ante los hombres. En un mundo que es una persecución por aparentar, por mostrarse superior a los demás, María camina decididamente, sólo por la fuerza de la gracia de Dios, en dirección contraria.
Podemos imaginar que ella también conoció momentos difíciles, días en los que su fe estaba en tinieblas. Pero nunca vaciló en su humildad, que en María era una virtud granítica. Esto quiero subrayarlo: la humildad es una virtud granítica. Pensemos en María: ella es siempre pequeña, siempre despojada de sí misma, siempre libre de ambiciones. Esta pequeñez suya es su fuerza invencible: es ella quien permanece al pie de la cruz, mientras se rompe la ilusión de un Mesías triunfante. Será María, en los días que preceden a Pentecostés, quien reúna al rebaño de los discípulos, que no habían sido capaces de velar una sola hora con Jesús, y le habían abandonado cuando llegó la tempestad.
Hermanos y hermanas, la humildad lo es todo. Es lo que nos salva del Maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices. Y la humildad es la fuente de la paz en el mundo y en la Iglesia. Donde no hay humildad hay guerra, hay discordia, hay división. Dios nos ha dado ejemplo de ello en Jesús y María, para que sea nuestra salvación y felicidad. Y la humildad es precisamente la vía, el camino de la salvación. Gracias.