Me llamo Agnieszka y vivo en Varsovia (Polonia). Me gustaría describir parte de la historia de mi madre y cómo pudo ser atendida por un sacerdote en uno de los hospitales de emergencia de nuestra ciudad.
Cuando miro con emoción la foto familiar tomada el día de Navidad, pienso que nadie podría haber adivinado que estos momentos serían nuestro último reencuentro “al completo” -con la abuela y los siete nietos- aquí en la tierra.
El nieto mayor, Benek, voló desde Panamá, y Schola vino desde Italia. Debido a que estaban todos aquí, adelantamos la fecha de la primera comunión de nuestro hijo más joven, Maks. Como era inevitable, el tema de la pandemia se coló en nuestras conversaciones navideñas. La abuela nos dijo que quería vacunarse y que estaba esperando que le dieran una fecha.
En dos ocasiones, justo antes de la vacunación, aparecieron repentinamente problemas: primero una leve infección; la segunda vez, otros síntomas: fiebre, tos, dolor de cabeza... Tras realizar el PCR se confirmó que tenía Covid-19.
En busca de contactos
Unos días después, su nivel de saturación de oxígeno bajó significativamente, por lo que tuvimos que llevarla a urgencias del hospital. Durante los dos primeros días ingresada, no contestaba al teléfono; imaginamos que se encontraba muy débil y que prefería descansar.
Después de dos días decidí ir allí: era el día de su 80º cumpleaños. Añadí un ramo de rosas al paquete de cosas esenciales que había preparado. Ya estaba sentada en el coche cuando un pensamiento repentino se cruzó en mi mente, diciéndome que volviera y añadiera al paquete un rosario, el Camino de san Josemaría y una estampa con la oración al beato Álvaro del Portillo, que había nacido el mismo día que mi madre. Sabía que ella apreciaría esos presentes. Una persona de la seguridad del hospital se encargó de hacerle llegar las cosas, pues lógicamente no se podía entrar.
Horas al teléfono
A los pocos días, mi madre empezó a contestar al teléfono. Las conversaciones eran cortas e interrumpidas. Para poder decir algo, tenía que quitarse la máscara de oxígeno, y sin ella empezaba a ahogarse inmediatamente. Preguntó por sus nietos, lamentó no poder despedirse de ellos. Dijo que se estaba muriendo, aunque era difícil decir cómo estaba realmente. Los médicos describieron su estado como estable. Le pregunté si le gustaría recibir, si fuera posible, los sacramentos. Ella me dijo que sí.
Llamé al hospital varias veces a lo largo del día. A menudo nadie respondía pues estaban materialmente desbordados de trabajo. Cada vez que oía una voz al teléfono, además de la información sobre el estado de salud de mamá, intentaba averiguar si existía la posibilidad de la visita de un sacerdote. Al principio recibí como respuesta: “Estudiaremos el asunto”. Yo les comprendía, pues estaban trabajando más allá de sus posibilidades.
Al cabo de unos días me informaron de que el hospital no tenían capellán y no había posibilidad de permitir entrar a un sacerdote de fuera. Mientras tanto, los niveles de saturación de oxígeno de mi madre -a pesar del oxígeno y las vías intravenosas- seguían bajando inexorablemente.
Un sacerdote para todos
A mi madre la conectaron a un respirador artificial con una grave insuficiencia pulmonar y cardíaca. Los médicos decían que había que prepararse a que pudiera fallecer.
Uno de los empleados del hospital me dio un número de teléfono directo de la directora. Ella me aseguró que si encontraba un sacerdote dispuesto a venir al hospital, lo dejaría entrar personalmente y lo llevaría junto a mi madre. Con esta información, encontré un sacerdote.
El sacerdote fue al hospital el mismo día. “He estado con tu madre y ha recibido la unción de los enfermos”, me escribió. Me quedé mirando el mensaje de texto durante mucho tiempo, sin poder creer que hubiera sido posible. Pero ese no fue el final de la historia. La misma directora, con una lista de varias docenas de pacientes, acompañó al sacerdote por todo el hospital. Todos aquellos pacientes que lo deseaban podían recibir los sacramentos.
Conmovida, la propia directora del hospital me llamó inmediatamente después de la partida del sacerdote, diciéndome lo agradecidas y felices que estaban aquellas personas, que temían morir con ansiedad y solas.
Nueve días después, cuando salía de la capilla donde rezaba por mi madre ante el Santísimo, sonó el teléfono del hospital. Esa noche mi madre había fallecido. Como tantas otras personas en estos meses, murió sola, aunque rodeada de las oraciones de muchos amigos por la comunión de los santos. Gracias a esas oraciones, por intercesión de san José, el patrón de la buena muerte, tras una semana de incesantes llamadas telefónicas, pudimos vivir todo con serenidad y rezo porque también ella lo viviera así.