Sumario
• Composición y autenticidad de los evangelios
• Fiabilidad histórica
• Imagen de Cristo según los evangelios
• Bibliografía básica
El testimonio escrito más antiguo de la palabra “evangelio” en sentido cristiano proviene de san Pablo, aunque su uso es anterior a él. El apóstol la utiliza 20 años después de la muerte del Señor sin tener que explicarla (1 Ts 1,5; 2,4; Gal 2,5.14; 1 Co 4,15; Rm 10,16). En boca de Jesús, la palabra “Evangelio” suele ir acompañada de un complemento: “Evangelio del Reino de Dios”.
En la antigüedad —en Homero o en Plutarco— la palabra “evangelio” se empleaba para designar la recompensa que se daba al portador de la noticia de una victoria, o el sacrificio de acción de gracias a los dioses que se ofrecía por esa buena noticia. Los romanos llamaron “evangelios” al conjunto de beneficios que Augusto había traído a la humanidad, tal como lo atestigua una inscripción referida al emperador: «El día del nacimiento del dios ha señalado el comienzo de las buenas nuevas para el mundo».
Sin embargo, en la traducción griega del Antiguo Testamento (Septuaginta), el verbo euaggelidso, “dar una buena noticia”, estaba en relación con el anuncio de la llegada de los tiempos mesiánicos, en los que Dios salvaría a su pueblo: «Yo estoy aquí, como sazón sobre los montes, como los pies del que trae la buena noticia de un anuncio de paz, como el que trae la buena noticia de cosas buenas, porque haré que vuestra salvación se oiga, diciendo a Sion: “¡Tu Dios reinará!”» (Is 52,7-8 [LXX]; ver también Is 61,1-2; Sal 96,2.10).
En el Nuevo Testamento ese mensajero o heraldo que proclama la realeza de Señor y con su palabra inaugura los tiempos mesiánicos es Jesús.
Composición y autenticidad de los evangelios
Los evangelios nos informan de que «después de haber sido apresado Juan, vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios» (Mc 1,14). Esa buena noticia consiste en que con Jesús se hace presente el Reino de Dios. Jesús no solo es el mensajero de esa buena nueva, sino que el mensaje se refiere a él mismo. Tras la resurrección, Jesús envió a los apóstoles al mundo entero para «predicar el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). El contenido de ese Evangelio era lo que dijo e hizo Jesús en su vida terrena, así como su pasión, muerte y resurrección, mostrando que en él las promesas del Antiguo Testamento habían llegado a plenitud.
De esta misión apostólica nacen los “evangelios”, que se llaman así por contener por escrito el Evangelio predicado. Nos han llegado cuatro testimonios de un único Evangelio: los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Estos cuatro relatos son el resultado de un largo proceso de composición, que se suele dividir en tres etapas:
1) La vida y enseñanzas de Jesús en Palestina durante las tres primeras décadas de nuestra era. En estos años sus discípulos fueron oyentes y testigos de los signos y milagros que realizó su Maestro. Además, fueron enviados por él a predicar su mensaje, lo que implicaba aprender aquello que debían transmitir. Es un periodo en el que la memoria juega un papel muy importante.
2) Tras la muerte y resurrección de Jesús, se desarrolla la tradición oral. En este tiempo los apóstoles predicaron lo que el Señor había dicho y hecho a la luz de la comprensión más profunda de los acontecimientos de que ellos gozaban y la asistencia del Espíritu de la verdad (Jn 16,13). Es un periodo de otros 30-40 años durante el cual la tradición sobre Jesús se expande de forma oral desde Palestina hasta muchos otros lugares del Imperio romano. En estas décadas, seguramente las tradiciones sobre Jesús iban también cuajando en algunas formas escritas (enseñanzas y dichos de Jesús, milagros realizados por él, el relato de su pasión y muerte, etc.) y se iban adaptando a las necesidades de los oyentes gracias a la predicación, la catequesis y las celebraciones litúrgicas.
3) Desde finales de la década de los 60 —cuando van desapareciendo la mayor parte de quienes habían sido testigos directos de la vida y obra de Jesús y el templo de Jerusalén es destruido— hasta finales del siglo I, los evangelistas pusieron por escrito en forma de relato algunas de las muchas cosas que se transmitían de manera oral o escrita. Para ello sintetizaron esas tradiciones o desarrollaron otras según las nuevas circunstancias en que vivían las distintas comunidades cristianas. En su tarea conservaron el estilo de la proclamación apostólica.
Los evangelios no indican en el texto quiénes fueron sus autores. Son obras anónimas. Algunos escritos cristianos de finales del siglo I citan frases o pasajes presentes en los evangelios, aunque sin referirse a quiénes los escribieron. De todas formas, en el siglo II existía ya un consenso de que estos escritos eran solo cuatro y que las autoridades que estaban detrás de ellos eran las figuras apostólicas de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Así lo recogen Papías de Hierápolis (transmitido por Eusebio de Cesarea), san Ireneo, Clemente de Alejandría y el Canon de Muratori, que transmiten los más antiguos testimonios sobre la autoría de los evangelios. Por ejemplo, san Ireneo escribe:
«Mateo publicó entre los hebreos en su propia lengua, una forma escrita de evangelio, mientras que Pedro y Pablo en Roma anunciaban el evangelio y fundaban la Iglesia. Fue después de su partida cuando Marcos, el discípulo e intérprete de Pedro, nos transmitió también por escrito lo que había sido predicado por Pedro. Lucas, compañero de Pablo, consignó también en un libro lo que había sido predicado por éste. Luego Juan, el discípulo del Señor, el mismo que había descansado sobre su pecho (Jn 13,23) publicó también el evangelio mientras residía en Éfeso» (Contra las herejías, 3,1,1).
Con estas palabras, el obispo de Lyon está demostrando el origen apostólico de los cuatro evangelios canónicos. Son auténtica y verdadera tradición de los apóstoles. Es importante notar que con el término “auténtico” se designa el carácter original o de conformidad con el original de un acto o documento. En esta condición reside su autoridad y por ello puede dar fe o constituir una prueba. Por ello, se dice que un escrito es auténtico para indicar que tiene realmente como autor a la persona a quien se atribuye. Pero también se utiliza el término “auténtico” en plural para designar a los representantes de la Tradición revestidos de autoridad, que han sido acatados universalmente por los Santos Padres. En este sentido, los apóstoles (Mateo y Juan) o los varones apostólicos (Marcos, discípulo de Pedro, y Lucas, discípulo de Pablo) son “auténticos” porque dan garantía de la autenticidad y veracidad del testimonio de los evangelios que llevan sus nombres, no porque ellos necesariamente hubieran escrito de puño y letra las narraciones evangélicas.
De hecho, no conocemos el modo concreto en que fueron compuestos estos relatos. Las semejanzas y diferencias entre los tres primeros —Mateo, Marcos y Lucas—, llamados “evangelios sinópticos”, porque si se ponen en columnas paralelas se pueden observar sus coincidencias y discordancias en un solo golpe de vista (sinopsis), han dado lugar a diversas hipótesis sobre su origen.
Durante mucho tiempo se pensó, siguiendo a san Agustín, que el primer evangelio en componerse habría sido el de Mateo y que luego Marcos lo abrevió. Más tarde, Lucas, conociendo los dos escritos, habría compuesto el suyo.
También se propuso, siguiendo a Clemente de Alejandría, que Mateo habría sido el primero en escribir su evangelio para los judeocristianos y luego Lucas lo habría adaptado para los cristianos de origen pagano, hasta que, finalmente, Marcos habría realizado un compendio de los dos.
Sin embargo, la explicación que cuenta con mayor apoyo hoy en día es la que considera que la obra de Marcos favoreció la relación entre evangelio oral y evangelio escrito y se convirtió en el prototipo de “evangelio”. Los otros evangelistas habrían adoptado el esquema de este primer relato añadiendo material común a ambos que no estaba presente en Marcos y materiales propios. En todo caso, de entre las diversas tradiciones vinculadas a los apóstoles, cada evangelista hubo de seleccionar aquello que tenía disponible, enmarcarlo en una narración y abreviarlo o ampliarlo, teniendo en cuenta las circunstancias de las comunidades a quienes se dirigían.
Según esta comprensión, parece que Mateo y Lucas, quizá sin conocerse entre sí, utilizaron el evangelio de Marcos. En cambio, lo que es común a Mateo y Lucas, pero no se encuentra en Marcos, se suele identificar con una colección de dichos de Jesús (llamada habitualmente fuente Q), pero de la que, si existió, no nos han llegado testimonios. Además, cada uno de los tres evangelios presenta tradiciones que son solo de ellos y no aparecen en los otros. Juan, por su parte, conoce las tradiciones recogidas en Marcos, aunque presenta la narración de la vida y obra de Jesús con rasgos propios.
En todo caso, estos primeros documentos reúnen tradiciones que se remontan a la predicación apostólica. No son biografías de Jesús en el sentido que actualmente se da al término “biografía” —aunque relatan la vida terrena del Señor— sino testimonio apostólico de Jesucristo. De hecho, san Justino se refiere a ellos como “Memorias (o recuerdos) de los apóstoles”, que “son llamadas evangelios” (Apología, 1,66,3). Este será el nombre que se impone y que muestra tanto su originalidad como la conexión con la predicación apostólica, incluso en el modo en estructurar el relato.
En efecto, el esquema de los cuatro evangelios es el mismo que el del anuncio apostólico (kérigma), sintetizado, por ejemplo, en el discurso de Pedro en casa del centurión Cornelio (Hch 10,37-43): Jesús es bautizado por Juan, predica y realiza milagros en Galilea, sube a Jerusalén, donde tras su ministerio en la ciudad santa es llevado a la pasión y muerte. Después de resucitar, se aparece a los apóstoles y asciende a los cielos junto al Padre, desde donde vendrá como juez. Los que creen en él reciben el perdón de los pecados.
Sobre este esquema cada evangelista escribe su propia narración. Mateo y Lucas hacen preceder el ministerio público de Jesús con los relatos de la infancia y Juan con el prólogo que muestra la prexistencia de Jesús, el Logos hecho carne. Marcos destaca la necesidad de la conversión para recibir al Mesías y el papel de Pedro. Mateo presenta el ministerio de Jesús en torno a grandes discursos. Lucas subraya la subida de Jesús desde Galilea a Jerusalén. Juan va revelando la condición mesiánica de Jesús mediante signos (milagros) hasta mostrar la muerte de Cristo como una glorificación.
Fiabilidad histórica
Para hablar de la veracidad histórica de los evangelios es necesario entender bien su género. No son crónicas contemporáneas de la vida de Jesús escritas por un testigo. Son relatos fieles a la tradición apostólica, que, a su vez, es fiel a la predicación y vida de Cristo. Es decir, los apóstoles no repetían simplemente lo que Jesús había dicho o narraban con detalle lo que había hecho. Transmitían la vida de Jesús otorgándole un significado. Esto se ve claro en la más primitiva confesión de fe que recoge san Pablo en 1 Cor 15,3 y que él mismo había recibido por tradición: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras». Es decir, la predicación apostólica narra unos hechos históricos indiscutibles —“Cristo murió”, un acontecimiento histórico sucedido bajo Poncio Pilato— con un sentido salvífico que afecta directamente a los hombres y mujeres de todos los tiempos —“por nuestros pecados”—, conforme estaba anunciado en los escritos sagrados de Israel —“según las Escrituras”—.
Lo narrado en los evangelios, por tanto, remite a la verdad de lo sucedido, a lo que los apóstoles fueron testigos y predicaron con el fin de comunicar a las gentes de todos los tiempos que la salvación se encuentra en Cristo muerto y resucitado, tal como lo anunciaban las Escrituras de Israel. Por eso, no hay que buscar en estos escritos los hechos desnudos, objetivos —algo que, por otra parte, es imposible de lograr en un relato antiguo— desprovistos del significado que le dieron los evangelistas. La realidad histórica no se puede separar de la enseñanza de los apóstoles, que cada evangelista presenta de manera propia.
Esto no significa que no sea posible remontarse a los hechos históricos transmitidos en los evangelios o que su condición de relatos inseparablemente unidos a una enseñanza impida afirmar que lo narrado en ellos es fiable. A lo largo de los siglos, se ha examinado la historicidad de los relatos evangélicos según el concepto de historia que se tenía en cada momento. En la época moderna, con la concepción de la historia como una narración basada en la crítica histórica de documentos antiguos que no se consideraban objetivos, se planteó la distinción entre el “Jesús de la historia y el Cristo de la fe”. Con ella se separaba la figura de Jesús reconstruible por los historiadores y lo que la Iglesia enseña sobre Cristo. Aunque para el cristiano no hay disociación —pues el Jesús histórico es el mismo Señor Jesucristo, cuya persona y enseñanza la Iglesia transmite fielmente—, el problema que plantea es ineludible. No se puede renunciar a la cuestión sobre cómo acceder a Jesús desde el punto de vista histórico. Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, fue y es verdadero hombre. Es un personaje de la historia y su obra redentora se realizó también con acciones en la historia de los hombres. Como enseña Benedicto XVI, si Jesús fuera una idea o una ideología, el cristianismo sería una gnosis. Por ello, la investigación histórica sobre lo narrado en los relatos evangélicos es un requisito necesario, no solo para consolidar la fe, sino también para tener un mejor conocimiento de la humanidad santa del Señor.
El acceso a Jesús debe partir de los evangelios: es la fuente primordial para conocer a Jesús. Al mismo tiempo, nos ha llegado el testimonio histórico de otras fuentes no bíblicas que avalan lo que estos cuatro relatos contienen. Por ejemplo, los hallazgos arqueológicos en la región de la Palestina del cambio de época han sacado a la luz datos valiosos que apoyan o contextualizan lo narrado en los evangelios. Los textos encontrados en Qumrán, las traducciones de las Escrituras judías al arameo, la tradición oral judía y sus formas de transmisión, las fuentes rabínicas permiten conocer mejor la vitalidad religiosa de la época y el modo en que se utilizaban los escritos sagrados. El testimonio sobre Jesús del historiador judeo-romano Flavio Josefo y los otros testimonios de fuentes paganas (Tácito, Suetonio, Plinio), junto a la información que se desprende de los textos retóricos grecorromanos, el estudio de la educación helenística o el influjo de las escuelas de pensamiento griegas, también ayudan a enmarcar y conocer mejor aspectos históricos presentes en los evangelios. Y frente a las acusaciones de subjetividad de estos relatos, las mencionadas fuentes externas se complementan con un conjunto de criterios que aseguran la fiabilidad histórica de los relatos de los evangelios. Algunos de los más importantes son:
1) El criterio de discontinuidad. Se consideran probadamente históricos expresiones y hechos que no encajan en el judaísmo del tiempo ni habrían sido inventadas por la primitiva Iglesia o por los evangelistas. Por ejemplo, “Reino de Dios”, “Hijo del Hombre”, “Abbá”, “Amén”, el bautismo de Jesús por parte de Juan, los defectos de los Apóstoles.
2) El criterio de testimonio múltiple. Rasgos de la figura, predicación y actividad de Jesús que están atestiguados en todos los evangelios y en otros escritos del Nuevo Testamento o fuera de él son auténticos. Por ejemplo, la postura de Jesús ante la Ley, los pecadores y los pobres; la resistencia a ser reconocido como un rey-mesías de tipo político; la predicación del Reino, su actividad sanadora y sus milagros.
3) El criterio de coherencia o conformidad. Aspectos que no pueden establecer como históricos por otros criterios, pero que son coherentes con lo que sabemos de forma fidedigna sobre la predicación de Jesús y su anuncio de la venida e instauración del Reino de Dios, se consideran auténticos. Por ejemplo, el Padrenuestro, las parábolas o las bienaventuranzas.
4) El criterio de explicación necesaria. Acontecimientos que dan sentido e iluminan un conjunto de elementos que, en caso contrario, no se entenderían, se consideran también auténticos. Por ejemplo, el éxito del comienzo del ministerio de Jesús, su actividad en Jerusalén, las enseñanzas en privado a sus discípulos.
A estos criterios se añaden los llamados “indicios” de que algo narrado sea probablemente cierto. Detalles como Jesús durmiendo en el cabezal de la barca o la indicación de que algo ocurrió, por ejemplo, “cerca de Jericó”, son indicios de que tras el relato está el testimonio de un testigo ocular.
Todo ello muestra que los evangelios, aunque son testimonios de fe, son fiables históricamente. Prueban que el modo teológico y salvífico que tienen los evangelios de presentar a Jesús no deforma la realidad histórica agrandando su figura. Esto no significa que la imagen que transmiten los evangelistas se agote en sus relatos, pues, como escribe san Juan, hay muchas otras cosas que no se recogieron en los evangelios (Jn 20,30-31; 21,25). Pero, principalmente, porque Jesús es el Hijo eterno de Dios, cuya imagen excede todo intento humano de comprensión plena.
Imagen de Cristo según los evangelios
Aun siendo incompleta, la imagen de Cristo que transmiten los evangelios no solo es la que Dios ha querido revelarnos, sino que está en la base de todas las otras imágenes de Cristo que se han propuesto y desarrollado a lo largo de la historia de la Iglesia, especialmente a través de sus santos. Todas ellas se fundamentan en las imágenes de Jesús que se encuentran en los evangelios.
Jesús es presentado por san Mateo con toda su majestad, pues es el Hijo de Dios (cf. 1,20; 27,54). Es también el Mesías prometido. En él se cumplen los anuncios de los profetas del Antiguo Testamento, como lo muestran las veces en que se dice que «se cumplió lo que había dicho Dios por medio del profeta» o expresiones parecidas (1,22-23; 2,5-6.15.17-18.23; 3,3-4; etc.). Pero es al mismo tiempo el Mesías a quien las autoridades de Israel no acogen y rechazan. Por eso anuncia que Dios se formará un nuevo pueblo «que rinda frutos» (21,43). Ese nuevo pueblo es la Iglesia. En ella, Jesús es el Maestro, pero, sobre todo, el Emmanuel —Dios con nosotros— desde antes de su concepción (1,23), que estará presente en medio de los suyos hasta el final de los tiempos (18,20; 28,20). Es, finalmente, el Siervo del Señor anunciado por Isaías, que con sus palabras y sus milagros cumple el plan de salvación de Dios con los hombres (8,16-17; 12,15-21).
Para san Marcos, como no podía ser de otra manera, Jesús es también el Mesías anunciado en el Antiguo Testamento, pero, más que con textos que se cumplen en él, es presentado realizando las obras del Mesías prometido. Pero, para evitar interpretaciones de carácter político, Jesús pide silencio a quienes se benefician de esas obras, para que su mesianismo no se entienda en sentido temporal sino a la luz de la cruz (1,44; 5,43; 7,36; 8,26). Por eso también el evangelista refiere que el título con el que Jesús prefirió denominarse es “Hijo del Hombre” (2,10.28; 8,31.38; etc.), un título que evoca la visión del libro de Daniel que anuncia que un ser celestial, «como un hijo de hombre», vendrá desde lo alto y recibirá el poder sobre todas las naciones (Dn 7,13-14) y que muestra la condición transcendente del Mesías. Además, san Marcos subraya que Jesús es el “Hijo de Dios”. Se le denomina así desde el inicio del relato (1,1), lo proclama el Padre en el bautismo y en la transfiguración (1,11; 9,7) y lo confiesa el centurión ante la cruz (15,39).
San Lucas destaca que Jesús es el Profeta por excelencia (1,76; 4,24; 7,16.26; 13,33; 24,19). Nadie como él puede hablar en nombre de Dios. Además, como los profetas del Antiguo Testamento que eran movidos por el espíritu de Dios, Jesús fue ungido por el Espíritu en el Bautismo (3,22), conducido por él al desierto para ser tentado (4,1) e impulsado a dirigirse Galilea para iniciar su misión (4,14.18). Para el tercer evangelista, Jesús es también el Salvador, pues él va a salvar al pueblo de sus pecados. En él se cumplen las promesas de salvación hechas por Dios a los patriarcas y profetas de Israel (1,47.69.71.77; 2,11.30; 3,6; etc.), que se manifiestan en sus acciones salvadoras, especialmente en los gestos de misericordia hacia los débiles y pecadores (7,50; 8,48.50; 18,42; 19,9-10). Asimismo, Jesús es el Señor. Con este título se designaba a Dios entre los judíos para evitar pronunciar su santo nombre. Al mismo tiempo era una forma de respeto para dirigirse a una persona. San Lucas hace abundante uso de este título referido a Jesús, indicando así su condición divina desde el nacimiento hasta que se manifiesta plenamente en la resurrección (2,11; 5,8.12; 7,6; etc.).
Jesús según san Juan es, de nuevo, el Mesías prometido de Israel y también el Profeta (4,19; 6,14) y Maestro (Rabbí) que enseña (1,38.49; 3,2; etc.; 6,3.69; 7,14.28; 8,20). Pero en el cuarto evangelio esta revelación adquiere una mayor hondura teológica. Como en los otros evangelios, Jesús es el Hijo de Dios, pero san Juan subraya que es “el Hijo”, el Unigénito (1,14.18), el único verdaderamente Hijo, de quien Dios es su Padre de modo diferente a como lo es de los demás hombres (20,17). De hecho, es una sola cosa con Él (10,30; 5,19-21.23.26; 14,11). Además, como Hijo de Dios, Jesús es preexistente (1,30; 8.58). Se hace carne y ha puesto su morada entre los hombres (1,1-14). Es la Palabra sempiterna del Padre, el Logos, que ha creado y sostiene el mundo (1,1-3), y ha sido enviada como Palabra última y decisiva de Dios a la humanidad para revelar a los hombres quién es Dios (17,25). Es aquel en quien se cumplen algunos rasgos que en el Antiguo Testamento se atribuían a Dios: Jesús es el Pan de Vida (6,35.51), la Luz del mundo (8,12), la Puerta (de las ovejas) (10,7.9), el Buen Pastor (10,11.14), la Resurrección y la Vida (11,25), el Camino, la Verdad y la Vida (14,6), la Vid (15,1.5). Es, por eso, quien puede utilizar la expresión “Yo soy” en sentido absoluto, sin un predicado (8,28.58; 18,5), para indicar su condición divina. Pero es también el “Hijo del Hombre”, verdaderamente hombre, que ha bajado del cielo para morir (1,51; 3,13; 6,62), el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo muriendo en la cruz (1,29.36; cf. 19,14).
En cualquier caso, los evangelios no son libros que presentan a Jesús como una figura del pasado. Son palabra actual, en los que Jesús está siempre vivo. Por eso, san Josemaría podía aconsejar: «¡Vive junto a Cristo!: debes ser, en el Evangelio, un personaje más, conviviendo con Pedro, con Juan, con Andrés..., porque Cristo también vive ahora: Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in sæcula! —¡Jesucristo vive!, hoy como ayer: es el mismo, por los siglos de los siglos» (Forja, 8).
Juan Chapa
Bibliografía básica
—Concilio Vaticano II, Dei Verbum, nn. 18-19
—Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 124-127.
Lecturas recomendadas
—Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, “Introducción a los Santos Evangelios” e “Introducciones” a cada evangelio, en Sagrada Biblia. Nuevo Testamento, Pamplona: Eunsa, 2008, 35-45; 58-66; 239-248; 363-374; 557-567. (Existe traducción al inglés).