¿Por qué se llama “padre” al prelado del Opus Dei?

Este artículo presenta algunos aspectos teológico-espirituales de la figura del prelado como padre. Un estudio relacionado explica las competencias propias del prelado y su jurisdicción.

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San Josemaría solía referirse al Opus Dei como «una partecica de la Iglesia» y como «una familia de vínculo sobrenatural», a la que pertenecen personas que comparten un mismo camino vocacional e idéntica misión cristiana: contribuir a la misión evangelizadora de la Iglesia, promoviendo entre fieles cristianos de toda condición una vida coherente con la fe en las circunstancias ordinarias de la existencia y especialmente a través de la santificación del trabajo.

San Josemaría fue cabeza y padre de esta familia dentro de la Iglesia. Desde 1928 formó y acompañó a quienes acogieron, en su propia vida, el carisma que él había recibido de Dios, ejerciendo sobre ellos un acompañamiento espiritual basado en la fe cristiana, la confianza y el cariño. «De pocas cosas puedo ponerme de ejemplo —aseguraba el fundador—. Y, sin embargo, en medio de todos mis errores personales, pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer. Vuestras preocupaciones, vuestras penas, vuestros desvelos son para mí una continua llamada. Querría, con este corazón mío de padre y de madre, llevar todo sobre mis hombros»[1]. De modo natural, los fieles del Opus Dei reconocieron en esos desvelos de san Josemaría su paternidad espiritual, y comenzaron a dirigirse a él como «padre».

En la época actual, no falta literatura sobre todo lo que implica ser un buen padre: llevar el peso de una familia, educar en libertad, hacer crecer a los hijos, etc. Algo similar sucede con la paternidad espiritual del prelado del Opus Dei, que ha de guiar a su grey con mano firme y profunda comprensión, también corrigiéndolo —cuando se hace necesario— para el bien de las almas.

Tras la muerte del fundador, primero el beato Álvaro del Portillo y después Mons. Javier Echevarría heredaron este rasgo espiritual. No solo fueron los gobernantes del Opus Dei, sino padres de esta porción de la Iglesia, pues con el ejercicio de su ministerio pastoral procuraron sostener y hacer crecer a los fieles del Opus Dei en su compromiso vocacional al servicio de la Iglesia.

Como buen pastor en Cristo[2], el prelado del Opus Dei está llamado a encarnar para los fieles de la Prelatura la paternidad amorosa que, en su plenitud, reside solo en Dios. El padre es, en la Prelatura del Opus Dei, principio y fundamento visible de unidad, de manera análoga a como lo son los demás obispos para la porción del Pueblo de Dios que rigen[3]. La Iglesia reconoce esa paternidad episcopal en diferentes documentos, como el decreto Christus Dominus (n.16), del Concilio Vaticano II o el Directorio Apostolorum succesores (n. 76), que la Congregación para los Obispos publicó en 2004. También san Juan Pablo II quiso explicar la paternidad del obispo, al que dedica el capítulo cuarto de su libro ¡Levantaos, vamos!.

Al prelado del Opus Dei se le llama padre en cuanto que es para los fieles «maestro, santificador y pastor, encargado de actuar en nombre y en la persona de Cristo»[4], lo que san Agustín no dudaba en llamar una misión, un servicio, un deber de amor[5]. En este mismo sentido, en muchos países, se llama padre a los presbíteros.

El prelado del Opus Dei cuenta con la oración que los fieles realizan por su persona e intenciones, se fía de ellos para cumplir su misión de pastor, que no es otra sino la de unirles cada vez más a Cristo y a una multitud de almas que se benefician del calor de la Obra. Una constante en san Josemaría y en sus sucesores ha sido fomentar el cariño filial al Papa: recordar el Magisterio de los sucesores de Pedro, invitar a la oración por la persona e intenciones del Romano Pontífice y animar a ensanchar la mirada en el servicio a la Iglesia universal.

Guillaume Derville


[1] San Josemaría, Apuntes en una reunión familiar, 6-10-1968 (AGP, P01 VI-1969, p. 13).

[2] Cfr. Jn 10, 11.

[3] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 23.

[4] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores gregis, 16-X-2003, n. 10.

[5] Cfr. San Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 123, 5.