La vida de la Virgen (...) nos enseña que, como escribió san Josemaría, la santidad y la grandeza no tienen por qué manifestarse en "acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada [...]. Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos llevó una existencia normal".
Ese es, en efecto, uno de los rasgos esenciales de la existencia terrena de Nuestra Señora y, en consecuencia, de la llamada a una vida santa que desde Ella resuena. Esa es una de las espléndidas y sencillas verdades que se descubren adentrándose en el hogar de Jesús, María y José en Nazaret. Quien busca servir y agradar a Dios puede encontrar a su Creador, Redentor y Santificador en lo corriente, en medio del trabajo cotidiano y de los quehaceres más ordinarios. Es posible —la vida de María lo manifiesta a las claras— estar plenamente inmerso en las ocupaciones de cada jornada y, al mismo tiempo, divinizarlas. Es asequible ser "contemplativos en medio del mundo", mantener un trato muy íntimo con Dios a través de las actividades normales de nuestra jornada.
Para alcanzar esa meta, se hace preciso el esfuerzo de referir la propia conducta a Dios. Si la magnitud del ideal nos acobardara en algún momento, una mirada a la respuesta fiel de la Virgen podrá estimularnos. Por lo demás, no olvidemos que ha quedado como tesoro en nuestras manos, no sólo su testimonio, sino Ella misma, pues reina junto a su Hijo en los cielos y se muestra dispuesta siempre a acudir en nuestra ayuda con su protección y cariño maternales. Apenas la invocamos, y aun antes, María viene en nuestro auxilio, aunque —con increíble frecuencia— su tutela eficaz y afectuosa nos pase inadvertida.
Es posible —la vida de María lo manifiesta a las claras— estar plenamente inmerso en las ocupaciones de cada jornada y, al mismo tiempo, divinizarlas. Es asequible ser "contemplativos en medio del mundo".
Consideremos también que el camino de la Virgen Santísima —como el de su Hijo— no esquiva la Cruz. (...) No hemos de temer la Cruz, porque allí, si miramos y seguimos a María, descubriremos, como Ella, la alegría que embarga el alma al olvidarse de sí para confiarse al amor redentor de Jesús. Su maternidad, vivida de modo supremo junto a su Hijo en el Calvario, es una invitación —fuerte y delicada— dirigida a todos para que sepamos acompañarla y, acogiéndola como Madre, participar de su entrega por la salvación del mundo (...).
Descubriremos esa rica ventura de la Cruz en el empeño de comprensión y generosidad diarias hacia los demás; en los detalles normales de servicio, aunque cuesten, propios de la convivencia familiar, laboral o social; en la penitencia y el sacrificio, buscados y amados en las ocupaciones habituales; en el testimonio alegre y sencillo de sobriedad, de amor a la pureza santa, de solidaridad con el sufrimiento y las necesidades de todos, en especial de los más débiles; en el alejamiento de toda ocasión de pecado, en la huida de la tentación, y en la rápida vuelta a Dios por la conversión, a través de la Confesión sacramental. María se nos presenta —ha señalado Juan Pablo II— como luz y ayuda especiales para volver a la casa del Padre, para recorrer el camino que, desde el arrepentimiento por el pecado, conduce a la alegría de sabernos hijos de Dios.
Extracto del libro Itinerarios de vida cristiana.